La verdad en el laberinto del tiempo
MEXICO, D.F. (apro).- A pesar del mal cartel de revisionista que mis adversarios me han colgado confío que, por respeto a la libre expresión de las ideas, publiquen esta carta de su servidor, que es una reflexión y crítica a otra de Fray Candela, aparecida en este mismo buzón. Gracias por adelantado.
Fray Candela: con el respeto que me merece, desde el puesto que me gané en la posteridad, lamento decirle que con estupor e inquietud me entero que, en su afán por explicar y justificar sus creencias religiosas, esto es, las de la Iglesia católica, recurre a ejemplos de pensamiento, palabra y obra de época eminentemente religiosa, la de inicios del cristianismo y el Medievo, ¡en este tiempo laico que tantos de sus ejemplos se han puesto en duda! Vea si no es así.
En esa época eminentemente religiosa, en que la verdad, la palabra de Dios, era absoluta, así como su amor por la humana criatura, era, insisto, la verdad que haría libre, igual, fraterno y salvable para la eternidad al hombre.
Qué ocurrió con ella? ¡Qué para nada sirvió para hacer libre a los esclavos! ¡Qué no fue empleada para erradicar la esclavitud! Al contrario, se empleó absurdamente, disparatadamente para afirmarla. Si los idólatras mantenían al esclavo en su situación por el miedo, los cristianos, dueños de la liberadora verdad divina, desde sus inicios proclamó, exigió y justificó la obediencia a ciega del esclavo como un deber moral que había que cumplir incluso con alegría, por aquello de que no se mueve ni la hoja del árbol sin la voluntad del Señor, que todo viene de Dios y que Él sabe mejor que el humano que es lo que más le conviene al mismo.
Para comprobar lo escrito hasta aquí, basta con leer la Epístola de Pablo a los Colosenses (III, 23); la primera Epístola de San Pedro (I Pedro II, 18-20) y la primera Epístola de Pablo a Timoteo (VI, 1, 2).
Por si todo lo anterior fuera poco, para sorprenderse y desorientarse, usted, Fray Candela, nos da otras razones para sumergirnos más en esos sentimientos negativos al recurrir, para justificar las razones expuestas en su carta, a uno de los más prestigiados y tenido por muchos como uno de los más importantes pensadores y escritores de todos los tiempos: Agustín de Hipona, tenido igualmente como uno de los más sobresalientes, si no es el que mayor de los denominados Padres de la Iglesia, personaje emblemático por su tenebrismo.
No me mal interprete, no quiero decir que sea oscuro, sombrío y avieso en su pensamiento, palabra y obra, no. Digo que es tenebrista a la manera de esa pintura del barroco, así llamada por haber sabido destacar los contrastes de luz y sombra, pues de esa manera influyó y sigue influyendo en la religión San Agustín con sus escritos y su actuar.
Pienso que, en cierto sentido y guardando las distancias, fue como un Marx o un Lenin de su tiempo, pues él fue quien de manera definitiva fijó y determinó el dogma del Pecado Original, en discusión cerrada y violenta en su época (finales de los 300’s e inicios de los 400’s D.C.), y el que, con otros, proclamó y defendió que las buenas obras no son suficientes para conseguir la salvación eterna, lo que sí puede la fe por sí misma, sin necesitar de las buenas obras; pero ojo, la fe no depende de la voluntad de la humana criatura, sino es concedida al hombre por la gracias de Dios, quien la otorga cuando es su voluntad, ya que el hombre no puede hacer nada para merecerla, por lo que no todos reciben esa gracia necesaria para su salvación, pero al mismo tiempo, San Agustín también proclamó que el hombre tenía libre albedrío, es decir, que tenía el poder de actuar por reflexión y elección, de poder hacer a voluntad tanto el bien como el mal, esto, pregunto, ¿no se opone al pensamiento de que todo viene de Dios, así sea el bien o como el mal, puesto que no se mueve ni la hoja del árbol sin la voluntad del Señor? ¿Cómo deja esta contradicción la omnisciencia y la omnipotencia de Dios? ¿Y qué, el hombre se salva o se condena según sus buenas obras o porque Dios así lo tiene dispuesto de manera previa?
Es innegable que, a pesar de sus contradicciones, San Agustín contribuyó como pocos para hacer del mundo un escenario inmutable y eterno, en el que el único motor es la voluntad de Dios; mundo en el que los humanos son como actores de un drama escrito y previamente determinado por Dios. Y así fue durante muchos siglos, hasta que la verdad de San Agustín, presumida divina, fue perdiendo peso, actualidad en el laberinto del tiempo y entró en crisis en el Renacimiento, cuando las ideas de la gracia, el libre albedrío y la predestinación cobró mayor intensidad por la disputa sobre ellas entre Erasmo y Lutero, y nuevamente en el siglo XVII con la controversia entre los jansenistas y los jesuitas sobre los mismo temas, casos ambos en que San Agustín estuvo más cerca de los disidentes, Lutero y Jansenio, que de los dogmas defendidos por la Iglesia católica, a tal punto, que la misma Iglesia hizo a un lado y modificó el pensar de Agustín sobre la gracia y la predestinación.
Y aquí le corto, pues si siguiese con el tema nunca terminaría la presente, por lo cual, si a algún casual lector de la misma despertara su curiosidad, lo remito a mi libro: “El cristianismo: sus orígenes y fundamentos”.
Sin más por el momento, mi respetado Fray Candela, queda de usted para lo que guste y mande.
KARL KAUTKY