Ceguera partidocrática

lunes, 1 de agosto de 2011 · 19:58
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Pese a la emergencia nacional que vive el país, pese también a la reserva moral que se ha despertado en la ciudadanía y que exige un cambio moral en la vida política, los partidos y los gobiernos parecen ciegos. Empecinados en sus luchas electorales por el poder, encerrados en esa franja intocada de la realidad de sus oficinas, de sus salarios y de su burbuja de clase, han perdido de vista que el país está balcanizado por el crimen y la corrupción de las instituciones; que los ciudadanos, destrozados por la inseguridad y la impunidad, no miramos en ninguno de ellos una alternativa política; que entre ellos y nosotros hay un divorcio y una lejanía cada vez más hondos, y que el país corre el peligro de entrar en un nihilismo sin retorno o en formas aberradas del autoritarismo. La prueba más clara –presagio de lo que serán los próximos comicios– fueron las elecciones del Estado de México. En estricto sentido, Eruviel, explotando la ignorancia, la miseria y la corrupción de mucha gente mediante la compra de votos, es decir, ejerciendo una delincuencia partidocrática, ganó con el veintitantos por ciento del padrón electoral, lo que representa una minoría cooptada. Detrás de su pírrico triunfo está en realidad el voto blanco –que la reforma política, de por sí detenida en el Congreso, ni siquiera contempla– o, en palabras más llanas, el repudio de la mayoría ciudadana y el peso de la ingobernabilidad. Si nuestros partidos y nuestros gobiernos creen que eso es democracia y legitimidad, entonces hay que aceptar que su estado mental es la oligofrenia o el cinismo; habrá que aceptar también que las próximas elecciones serán las de la ignominia: un gobierno de minorías, con instituciones corrompidas y con un aumento de la criminalidad y de la espiral de violencia. Gane quien gane en esta simulación democrática, sólo podrá gobernar con los cárteles y con la violencia, es decir, no gobernará, como hasta ahora no ha gobernado ni Felipe Calderón ni ningún gobernador en la República, lleve el signo del partido que sea. Estamos –es lo que el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad no ha dejado de mostrar– en una emergencia nacional. La mayoría ciudadana lo sabe en su dolor, y por eso –a pesar del receso en que las movilizaciones han entrado en espera de los resultados de los diálogos con los poderes– no asistirá a las urnas, o si asiste será para colocar su voto en blanco. La realidad atroz que vivimos, y la ciudadanía que se ha dado cuenta de ella y exige un cambio profundo en la vida política, han rebasado al gobierno y a los partidos que en su ceguera continúan pensando que ir a las elecciones en estas condiciones es vivir democráticamente. Sin embargo, si realmente queremos salvar la democracia, la única manera de hacerlo es, primero, que los partidos políticos se desprendan de sus anteojeras y acepten que el país está en peligro; segundo, que a partir de allí hagan una cura de humildad y renuncien a su competencia política; tercero, que junto con los ciudadanos busquen un candidato moral de unidad nacional y creen una agenda cuyos principios básicos sean el saneamiento de las instituciones –mediante castigos (Juárez dixit) ejemplares a los funcionarios corruptos y a los delincuentes, castigos que no contemplen la venganza, sino el resarcimiento moral de sus conciencias y de sus faltas–, la creación de una seguridad basada en la vida ciudadana –lo que implica cambiar no sólo la estrategia actual, sino también la estrategia económica, educativa, productiva y de gobierno en función del bien común, es decir, del fortalecimiento de las relaciones locales de soporte mutuo y de los derechos humanos–, la promulgación de una Ley de Víctimas que, a través de una Comisión de la Verdad, permita la seguridad de las mismas, su resarcimiento, su reconciliación y que les asegure la no repetición del dolor, así como una profunda reforma política que haga posible una participación efectiva de la ciudadanía en los asuntos del gobierno –o sea, una reforma que además de las candidaturas y de las iniciativas ciudadanas, incluya la revocación del mandato, el plebiscito, el voto blanco, la limitación de fueros y acciones colectivas amplias e incluyentes, y que camine hacia la realización de un nuevo Constituyente–, y una política exterior que ponga un coto a las iniciativas belicistas que Estados Unidos nos ha impuesto como forma de combate al narcotráfico. La realidad por la que atraviesan la nación y la vida humana humillada lo está exigiendo. Esto no significa –contra la opinión de los partidos y de algunos intelectuales que a causa de la franja de confort en la que viven no ven la realidad– una negación de la democracia, sino una rearticulación de ella a partir de un llamado a la reserva moral que aún habita en el corazón y en la lucidez de la conciencia. Despreciarlo, en nombre de la ceguera partidista, será llevar al país a la más profunda de las ignominias, la de la violencia sin límite, una pesadilla que ya anuncian nuestros muertos. Es tiempo de pensar en los seres humanos y no en el poder del Estado, esa máquina sin alma que no puede liberarse de la violencia y que a ella debe su inhumana vida. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz y cambiar la estrategia de seguridad.

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