Dumas, Fuentes y "la máquina de contar"

lunes, 8 de agosto de 2011 · 13:59
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Una poderosa evocación de la Ciudad de México, sus barrios, sus escuelas y sus cines, con tantas otras cosas que hoy ya no existen, está en De vacaciones por la vida, Memorias no autorizadas del pintor Pedro Friedeberg –mexicano nacido en Florencia, Italia, en 1936– relatadas a José Cervantes (Trilce Ediciones, Conaculta, Universidad Autónoma de Nuevo León). Friedeberg narra cómo tuvo la fortuna de encontrar en la secundaria a un niño lector que contribuyó a hacerlo incurable adicto del “vicio impune”, como llamó a la lectura no Valéry Larbaud sino Logan Pearsall Smith. Su compañerito sería con el tiempo el editor René Solís. Como sospechábamos, Solís es también un magnífico escritor secreto y lo demuestra en el prólogo a estas malévolas, insólitas y divertidísimas memorias. Friedeberg describe la costumbre generacional de guardar en un clóset con naftalina los libros que aquellos adolescentes ya no consideraban dignos de su edad. No lo dice pero es probable que muchos de esos jóvenes relegaran a ese limbo un libro que poco antes los había fascinado: El conde de Montecristo. Imposible adivinar que tantos años después resurgiría como clásico indestructible, al grado de que buen número de los jóvenes y las muchachas que hoy se expresan por medio de internet lo juzgan, como suena, “el mejor libro del mundo”. En los sesenta una editorial italiana encomendó a Umberto Eco un resumen de Montecristo. Al iniciar su tarea Eco se dio cuenta de que el novelón inmenso era irresumible. Se trata de una obra maestra tan perfecta en su género (y nada puede existir fuera de su género) como un cuarteto de Mozart. El libro del pueblo   Friedeberg habla de una época abolida en que había sirvientes. Criadas, cocineras, jardineros, choferes no hacían sino contarse historias una y otra vez y entretener con ellas a los hijos e hijas de los patrones. La novela, pues, surgió como un género plebeyo. El desarrollo de la imprenta la hizo un medio de comunicación de masas, un recurso pretelevisivo de entretenimiento y formación. Alejandro Dumas nació en 1802, el mismo año de Víctor Hugo, y murió en 1870, fecha en que falleció Prosper Merimée y se consumó el desastre del Segundo Imperio que permitió el surgimiento de Alemania como gran potencia. Dumas dejó 301 tomos de obras completas, suma inigualada por ningún otro escritor. Él y Hugo fueron hijos de generales napoleónicos. Contra lo que sugieren las fotografías, Dumas era blanco y de ojos azules. Su origen africano sólo se revelaba en el cabello encrespado. Su inmenso talento se ejerció primero en el teatro. Resucitó a Shakespeare, sepultado por el neoclasicismo, como estímulo para el drama romántico. Perfeccionó el melodrama en la escena antes de llevarlo a la novela y se apropió de todo el pasado francés: “La historia es un clavo del que cuelgo mis novelas”. La máquina de contar   Tuvo tanto éxito que para satisfacer la demanda planetaria de sus libros estableció una auténtica fábrica de ficciones. Llegó a emplear a 63 obreros de la pluma. A los que en inglés llaman ghost writers en Francia los denominaron “negros”, no como alusión a Dumas y al inmenso Pushkin, sino como analogía con la esclavitud africana que, mediante la explotación colonial, permitió la grandeza europea y el Siglo de las Luces, sin recibir por su extenuante trabajo ni crédito ni paga sino el más injusto y brutal de los desprecios. La novela, al democratizarse, inevitablemente se comercializó e industrializó. El crítico Sainte-Beuve llamó “literatura industrial” a esta producción, enemiga del arte destinado a los happy few. El folletín que se publicaba por entregas en los periódicos y fascículos era para Sainte-Beuve el gran enemigo de la belleza y la verdad. Se habló, como hoy ante los textos que se multiplican en internet, de la muerte de la prosa. Dumas, incólume, prosiguió su carrera triunfal. La verdad de las mentiras   Los años 1844-1845 lo llevaron a la cúspide con la aparición de Los Tres Mosqueteros y El conde de Montecristo. Fueron la primera literatura universal en el sentido de que los editores enviaban a sus colegas extranjeros capítulo por capítulo, de tal modo que el libro apareciera en forma simultánea en varios países. Misterios literarios. El éxito nunca es impune. Ante las ganancias (200,000 francos-oro al año) y los halagos Dumas se vio demandado por uno de sus “negros”. Auguste Maquet lo llevó a tribunales y exigió mejor pago y crédito de coautor. En efecto Maquet había intervenido en Montecristo, Los tres mosqueteros y otras novelas que resultan sin discusión las mejores de Dumas. Maquet creyó que tenía el talento necesario para superar a su patrón explotador y lanzó sus propios libros. Fueron un desastre y no hallaron el menor éxito. ¿Cuál es la verdad? ¿Quién es el verdadero autor? Al parecer Dumas operaba como los pintores a quienes el éxito y su respuesta económica exigen la sobreproducción. A las tramas y esquemas de sus ghost writers Dumas sobreponía la mano del genio. Sin ella los libros que llevan su nombre no serían lo que son. Mosqueteros en Río Frío   Los mexicanos no viajaban. Por excepción a uno de ellos, Manuel Payno (¿1810?-1892) le tocó presenciar en París el triunfo arrasador de Montecristo y decidió importar a México la fórmula en El fistol del Diablo, aparecida originalmente en l845. Ricardo Pérez Montfort trazó en Biblioteca de México las sucesivas transformaciones de esta novela. En realidad el iniciador del género folletinesco en México había sido Justo Sierra O´Reilly (1814-1861), a quien tan diestramente ha evocado Hernán Lara Zavala en su novela Península, Península. Montecristo inspiró muchos años más tarde Los bandidos de Río Frío (1889), la novela fundadora en que Payno hizo la mejor descripción posible de un país en caos perpetuo y en guerra de todos contra todos en el que no se puede salir a las calles ni a los caminos, nadie está seguro ni siquiera en su casa y los secuestros y asesinatos son cosa de todos los días. Nada se puede hacer porque las fuerzas del orden son los bandidos y los bandidos son las fuerzas del orden. “Relumbrón”, el coronel Juan Yáñez, es el jefe de la banda y al mismo tiempo el encargado de perseguir a los asaltantes. Cercano colaborador del general-presidente Santa Anna, Yáñez despacha en el Palacio Nacional. Gracias, por extraño que parezca, a otro escritor, el conde de la Cortina en tanto jefe de la policía, “Relumbrón” fue al fin ahorcado en el potrero del Ejido, donde hoy está el extraño monumento funerario que iba a ser la cúpula del palacio legislativo porfiriano. Hace un año debimos haber celebrado como se merece el centenario de Payno. Pero se encontró un acta que lo da por nacido en 1820. De ser así Payno fue de una precocidad extraordinaria sobre todo para ocupar puestos y hacer viajes. El enigma es digno de un relato de Carlos Fuentes en la porción fantástica de su obra. Por ejemplo: hay en la iglesia de Contreras un nicho en que yacen los restos de Manuel Payno: ¿el otro, el mismo? La edad del tiempo   A partir de 1845 la novela se bifurcó en mitades inconciliables. Por un lado los hijos de Dumas y por otro los hijos de Gustave Flaubert, los practicantes de una escritura artística sin la menor concesión a lo que llamaron en el Renacimiento “el infame vulgo”. Algo extraordinario debe de estar sucediendo en nuestra literatura cuando, sin ponerse de acuerdo, los dos novelistas mexicanos más conocidos y celebrados en Europa y en los Estados Unidos tienden la mano a Dumas (Carlos Fuentes en Carolina Grau) y a Emilio Salgari (Paco Ignacio Taibo II en El retorno de los Tigres de la Malasia, ya comentada en esta página.) Fuentes acaba de obtener, con toda justicia, el Premio Formentor que resucita después de medio siglo. En l961, el año en que murió Ernest Hemingway y llegó a México Gabriel García Márquez, ese premio compartido por Jorge Luis Borges y Samuel Becket fue el pórtico de lo que se ha llamado el boom o la edad de oro de la novela hispanoamericana. Al año siguiente Fuentes iba a publicar La muerte de Artemio Cruz y Aura, y un desconocido joven de 27 años (la edad en que se suicidan las estrellas del rock), Mario Vargas Llosa, deslumbraría a todos con La ciudad y los perros. Los novelistas de este país no han sido estrellas de rock. Sin embargo, por ignotas razones, su carrera como autores no suele durar más de diez años aun en el caso de los que tienen un mayor talento: Rafael F. Muñoz, Martín Luis Guzmán, Juan Rulfo. Con el precedente de Mariano Azuela, la trayectoria de Fuentes es excepcional. Su obra narrativa, comprendida bajo el título general de La edad del tiempo, incluye hasta ahora 24 novelas y colecciones de cuentos. Los días enmascarados inició en l954 un ciclo que prosigue hoy con Carolina Grau (Alfaguara) y al que faltan, según el plan anunciado, “La novia muerta”, “El baile del Centenario”, “El camino de Texas”, “Aquiles o el guerrillero y el asesino” y “Prometeo o el precio de la libertad.” Apóstoles del abismo   Carolina Grau saldrá en España en coincidencia con el Premio Formentor. Aquí apareció hace ya casi un año. En El País Semanal de julio 31 en la encuesta sobre “¿Qué leen los escritores? Fuentes declara: “Este verano estoy dedicado a Giacomo Leopardi ya que uno de los cuentos de mi próximo libro, Carolina Grau, está dedicado a él.” De modo que el diálogo bicontinental e intertextual no se limita a Dumas y a la lengua francesa sino abarca también al gran poeta italiano. Leopardi (1798-1837) apenas si salió de Recanati pero desde su casi inmovilidad nos dejó alguno de los mayores poemas de su lengua y muchas anotaciones en prosa magistral. Sus páginas igualan o superan en negatividad ante la conducta y el destino humanos a las que nos legaron apóstoles del abismo como Arthur Schopenhauer y Emil Cioran. Desde su prisión, su casa natal, Leopardi ve pasar a una mujer. Aunque nunca la encontrará se enamora de ella y la vuelve una presencia espectral en sus poemas. Esta sombra fugitiva, para hablar en términos de Sor Juana, es Carolina Grau que atraviesa, como ausencia y presencia, los ocho cuentos del libro. En “El prisionero del castillo de If” Fuentes le da la vuelta a Dumas. No es Edmundo Dantés quien, tras l9 años de cárcel y gracias al abate Faría, se fuga de la cárcel marina y con el poder omnímodo que le da el tesoro oculto en una isla, puede convertirse en el Conde de Monte Cristo y desatar una venganza terrible contra quienes lo hundieron y lo separaron de Marcela, su novia catalana; Fernando, su rival en amores; Danglás, que envidiaba al joven Dantés porque lo hicieron capitán y no a él; y el infame juez Villefort, quien a sabiendas de que es inocente, lo condena para avanzar en su carrera política. En Fuentes el abate Faría deja prisionero a Dantés, llega a la isla, que no se llama Monte Cristo, y tal vez emplee el tesoro para vengarse de los enemigos del joven traicionado. Los aplastará uno a uno, les arrebatará felicidad y fortuna, no descansará hasta no verlos humillados, arrepentidos y al cabo muertos. ¿Por qué hace todo esto el abate Faría? Porque va en busca de Carolina Grau. ¿Y quién es Carolina Grau? Todo lo que sabemos por los otros cuentos es que da a luz a un niño luminoso llamado Brillante y luego, en una aldea donde las identidades se funden y se confunden, es una niña que viste un delantal blanco con las iniciales C. G. En “Olmeca” Cristóbal de Olmedo, un soldado de Cortés, entiende que la verdad es también lo que no se ve y bautiza como Carolina Grau a la joven maya que encuentra en la selva. En “Salamandra” Carolina Grau es una bióloga a quien la urodela caudata ordena ir a Mantua –Mantova– y contemplar en el Palazzo Te una cúpula poblada de salamandras que, a la vez mito y biología, escaparán a la catástrofe de todas las cosas. En “El arquitecto del Castillo de If” se juega con las fronteras intercambiables entre la realidad y la fantasía. Si Dantés fue una invención a partir de un zapatero llamado Picaud ¿quién es Carolina Grau, la mujer por la que traicionó y escapó el abate Faría? El arquitecto Cayo Morante quiere reconstruir el Castillo de If para que Carolina Grau llegue hasta allí y los dos se encierren en su cárcel de amor. Construye un dédalo de pasajes muertos que no conducen a ninguna parte salvo a sí mismos. En ellos espera en vano que reaparezca Carolina Grau. El último cuento, “El dueño de la casa”, plantea una serie de puertas que sólo se abren hacia nuevos enigmas. Carolina Grau nada más puede existir en el laberinto de espejos que es toda ficción.

Comentarios