Alamar, de González Rubio

jueves, 8 de septiembre de 2011 · 19:45
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Antes de regresar a Roma con su madre, el pequeño Natan Machado Palombini pasa unas vacaciones con su padre en una pequeña comunidad de pescadores del Caribe, en Banco Chinchorro, uno de los arrecifes de coral más importantes del mundo. Producto de una historia de amor entre un mexicano de origen maya y una italiana que no pudieron conciliar sus polos culturales, lo urbano con la vida natural de playa, el niño vive un rito de paso que lo ayuda a incorporar sus raíces, y a crecer. En la frontera del documental y la ficción donde los actores se representan a sí mismos, Alamar (México, 2009) abre, literalmente, una ventana a una forma de vida aún no contaminada por los desechos industriales o la exigencia de aparatos electrónicos. No hay computadoras, ni celulares, ni televisión, apenas un radio de onda corta; a cambio, la sorpresa perpetua que le brindan a Natan el ritmo de la noche y el día, el constante cambio del aspecto del mar, la diversidad de peces y aves, que Pedro González Rubio, director y fotógrafo, retrata con cuidado de no alterar, en actitud de poeta mudo con experiencia en documentales ecoturísticos. Si la intención de promover y preservar una reserva ecológica se anuncia en los créditos finales, como la solidaridad con las ONG (Save the Children y Comunidad Razonatura de Quintana Roo), en la entrevista de Columba Vértiz con el director (Proceso, número anterior) sugiere el término paradisiaco, pero no ocurre esto con la narración del cotidiano de Jorge Machado y el abuelo Matraca, pescadores que sudan desde el amanecer, pescan rudimentariamente, bucean, atrapan y preparan langostas para vender. Alamar no descalifica otras maneras de vivir, simplemente abre el horizonte que lo urbano esconde. En tanto que fábula, Natan representaría al mestizo mexicano, no tanto de raza como de forma de vida. “En Italia no pescan el pescado como aquí, lo venden en el supermercado”, comenta el niño. Alamar es documental porque informa e instruye acerca de una realidad, un patrimonio ecológico ciertamente amenazado por falta de apoyo; esto sin que el director recurra a denuncias panfletarias. Pero es ficción porque los personajes se construyen a partir de una historia de amor que nunca termina; si desaparece la pasión entre Jorge y Roberta, queda el amor con el hijo. González Rubio sigue un hilo narrativo muy dramático, el del encuentro y la separación, no le teme a la emoción profunda, el padre incorpora al hijo al amor filial, al amor y al respecto hacia la Tierra. Sobre todo, el talento de la cinta reposa en la experiencia sensorial, el sol y el mar, el contacto entre la piel del progenitor con su vástago, los pies descalzos que tocan el agua, caminan por la arena, se atreven por la maleza; las escamas y el acto de escamar, la preparación del pescado, el caldo de mariscos y el sabor del café. La domesticación de una garceta que se alimenta de cucarachas de la mano de Jorge o la alerta con el cocodrilo que anda por ahí, señalan los límites que el padre establece para que el niño aprenda a relacionarse y a respetar su entorno, el de la naturaleza con sus propias leyes.

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