Matta y México, historia de una relación

miércoles, 23 de noviembre de 2011 · 21:53
MÉXICO, D.F. (Proceso).- El viernes 11 se cumplieron cien años del nacimiento de Roberto Matta, pintor chileno que en 1933, al concluir sus estudios de arquitectura, abandonó su natal Santiago de manera definitiva, salvo fugaces visitas –la penúltima, para asistir a la toma de poder de Salvador Allende–, ya convertido en una de las figuras legendarias de la pintura del siglo XX. Hacia 1939 Roberto Matta vive en París. Desde 1937 ha trabado amistad con André Breton y los surrealistas, convirtiéndose en el miembro más joven del grupo, y ha participado con ellos en la Exposition Internationale du Surrealism, en los primeros meses de 1938. Conoce a una gran cantidad de artistas europeos. No obstante, el ascenso del fascismo enrarece el aire de Europa y hace deseable un cambio de horizontes. Marcel Duchamp, quien se encuentra en Nueva York, le escribe a Matta y lo anima a ir a esa ciudad. La movilización para la guerra tras la invasión de Polonia acaba por convencerlo. Por lo demás, Estados Unidos son un destino lógico, pues desde hace tres años está casado con Anne Clark, una joven estadunidense a la que llama Pajarito. En octubre de 1939 parten desde Burdeos en el Washington (en el que también viaja Yves Tanguy) rumbo a Nueva York, a donde llegan el 4 de noviembre. En junio de 1940, con la llegada del surrealista inglés Gordon Onslow Ford (cuyo estímulo fue decisivo para que el chileno abandonara la arquitectura y se convirtiera en pintor), Matta retoma el desarrollo de la filosofía plástica que él y Onslow Ford habían comenzado a desarrollar en París en 1937: la morfología psicológica, nombre que ambos dan a la manera de hacer visible lo que está más allá de la percepción del ojo. En poco tiempo, gracias a su solvencia con el idioma, su extroversión y juventud, se convierte en el puente natural entre los surrealistas europeos que, como él, se exilian en Nueva York (Tanguy, Joan Miró, Max Ernst, André Masson, el propio Breton, entre otros) y los jóvenes pintores estadunidenses, a varios de los cuales el propio Matta habrá de vincular (fue gracias a Matta, por ejemplo, que el borrascoso Jackson Pollock, hijo de una modesta familia campesina, conoció al refinado Robert Motherwell, educado en Stanford y Harvard). Para 1941, Matta es ya un protagonista de las artes plásticas neoyorquinas. Su taller en MacDougal Street, en Manhattan, es un centro de experimentación del automatismo pictórico. En la primavera de ese año, otro surrealista residente ahí, el pintor suizo Kurt Seligmann, planea un viaje a México con dos de sus estudiantes, Motherwell y Barbara Reiss, hija de Bernard y Becky Reiss, patronos de los surrealistas y coleccionistas de sus obras. Cuando a los Seligmann se les vuelve materialmente imposible hacer el viaje, Matta y su mujer toman su lugar y el grupo parte el 6 de junio. Recuerda Matta: Motherwell, Ann, Barbara y yo salimos de Nueva York en barco rumbo a Veracruz, con una escala en La Habana. Pasamos todo el verano en Taxco (que entonces era) una auténtica colonia de escritores norteamericanos. Nos reuníamos todos los días en un bar enfrente de la Catedral. Yo trabajaba mucho. Por azar (...) empecé a emplear formas de volcanes. A ello me llevó la manera en que dibujaba las llamas. Veía todo envuelto en llamas, pero desde un punto de vista metafísico yo hablaba más allá del volcán. La luz no era una superficie que reflejara una fuente luminosa sino un fuego interior. (...) Pinté aquello que ardía en mí y la mejor imagen de mi cuerpo era el volcán. Curiosamente, unos cuantos meses más tarde asistí al nacimiento de un volcán. Yo me encontraba en Erongarícuaro, a la orilla del lago que vio el desarrollo de la cultura tarasca (...). Como a la una de la tarde, a unos treinta kilómetros de allí, un campesino que cultivaba su parcela vio que se elevaba un poco de humo. A las tres de la tarde el suelo se había levantado metro y medio, y al día siguiente más de treinta. Llegaron periodistas. Hoy es un volcán que se llama Paricutín. “Escuchar vivir” se desarrolló de la misma manera que “La tierra es un hombre”. Quizá sea una forma inconsciente de ecología. Yo me daba cuenta de que sólo el equilibrio permite la vida libre y en paz. “Un paisaje está en paz mientras no haya una catástrofe visible y sin embargo, ecológicamente, es muy violento y devorador. “Es necesario asir lo que hay detrás de las apariencias. La vida no es sólo antropomórfica, también está hecha de explosiones, ecuaciones, estallidos de energía, emoción y deseo.” El viaje será crucial tanto para Matta como para Motherwell. Este encuentro inicial del latinoamericano con México significa varias cosas importantes, que sólo mencionan de paso, porque sin duda son materia para un estudio amplio. La primera, advertida por muchos críticos, es que descubre la suntuosa naturaleza del país. Como señala William Rubin, Matta “estudió los paisajes volcánicos y absorbió la ardiente luz solar y los brillantes colores del sur” Pero también –seguramente de la mano de Wolfgang Paalen y Gordon Onslow Ford– tuvo un acercamiento con el arte y la imaginería precolombinos que después se reflejaría de manera muy notoria en su pintura. Toda diferencia guardada, a Matta le sucede algo muy parecido a lo que le ocurrió a Pablo Neruda cuando fue cónsul de Chile en México: a través del arte y colorido de México cobra conciencia de la riqueza y diversidad de América Latina en su conjunto. México también es importante para Matta en lo que se refiere a su posición dentro del surrealismo porque le concede cierta libertad heterodoxa. Paalen estaba en vísperas de romper con André Breton y el grupo surrealista y editar por su propia cuenta la revista Dyn, cuyo primer número apareció en 1942, y eso llevó a varios surrealistas a tomar partido por Breton o por Paalen. Matta no se hizo problema en colaborar con ambos, de manera que diseñó portadas tanto para Dyn (la correspondiente a los números 4-5), como para VVV (número 4) dirigida por André Breton en Nueva York. Hay, sin embargo, un punto esencial de la relación de Matta con México que no es claro. Matta asienta en numerosas ocasiones que el viaje de 1941 le lleva a estar presente en el nacimiento del Paricutín, y recuerda encontrarse en Erongarícuaro cuando el volcán comienza a surgir. (Es muy probable, por cierto, que haya acudido a Erongarícuaro, un pequeño pueblo a orillas del Lago de Pátzcuaro, en Michoacán, a instancias de André Breton, que en 1938 había visitado ese lugar en compañía de Leon Trotsky y Diego Rivera.) Pero es evidente que la evocación de Matta confunde dos momentos muy apartados entre sí, pues el Paricutín aparecerá más de un año después del retorno de Matta a Nueva York. Para ser más precisos, el Paricutín nace el 20 de febrero de 1943, en la parcela de un campesino llamado Dionicio Pulido, y todo el proceso de su crecimiento, hasta el momento en que hace erupción, está abundantemente documentado —entre otros, por el Dr. Atl, nuestro célebre pintor y vulcanólogo. Es necesario indagar en la correspondencia de Matta en pos de algún documento que ayude a precisar las cosas, pues el peso de ese hecho en lo que podríamos llamar “la dimensión mitológica” de su obra es considerable, dado que comúnmente se admite que el nacimiento del Paricutín está incorporado en el proceso de creación de La tierra es un hombre –cuadro al que Matta alude en la remembranza citada arriba–, una de sus obras fundamentales, presentada en 1942 en su primera exposición individual en Nueva York, en la Galería de Julien Lévy. En ella exhibió también Escuchar vivir, adquirido entonces por el Museo de Arte Moderno de Nueva York. La figura del volcán se ajustó perfectamente a las pinturas abstractas de Matta, repletas de fuerza y color, que capturan “paisajes interiores” (inscapes), como él les llama. No es raro, por lo tanto, que continuara pintando volcanes, como lo prueba el cuadro titulado precisamente Paricutín (un óleo sobre madera fechado y firmado en 1945) y, mucho más recientemente, Est-Ruption, hecho en 1994 con técnica mixta (óleo y acrílico sobre papel). Matta volvería a México, si no muchas, por lo menos varias veces más. En 1975, gracias a los esfuerzos de la galerista chilena Carmen Waugh, avecindada entonces en la Ciudad de México, y de Fernando Gamboa, director del Museo de Arte Moderno, los mexicanos pudieron disfrutar de una de sus grandes exposiciones, su Homenaje a Jorge Zalamea, el escritor colombiano cuyo poema “El gran Burundú-Burundá ha muerto” –relato satírico de la historia de un dictador, su ascenso al poder y el espectáculo de su funeral, previsto por él mismo–, dio lugar a varios cuadros espectaculares por su tamaño (telas de más de cuatro metros de ancho por dos o más de altura) y por su contenido. Otra vertiente de la relación de Matta con México es su amistad con Octavio Paz, pero es tan amplia que, por el momento, baste su mera enunciación.

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