Illuminee Kanazayire: Una sonrisa en la oscuridad

lunes, 9 de enero de 2012 · 18:37
KIGALI, RUANDA.– “Mi familia huyó de Ruanda en 1960, cuando se dieron las primeras matanzas masivas de tutsis. Yo tenía un año y era la octava de diez hijos. Mis padres abandonaron todo para refugiarse en la República del Congo. Durante meses nos escondimos en el monte; finalmente acabamos en un campo de refugiados donde nos quedamos 22 años.” Illuminee Kanazayire se expresa en un francés fluido y refinado. Habla despacio con una voz melodiosa. Se ríe a menudo, sobre todo cuando empieza a tocar temas demasiado sensibles. De sus primeros años en el Congo tiene recuerdos lacerantes: “El campo de refugiados se encontraba en los alrededores de la ciudad de Masisi, al sur de la República del Congo. Vivir para nosotros significaba no perder nunca la energía. Un refugiado es nadie, no tiene derechos ni futuro, es despreciado, se siente al margen de todo. Mis padres se esforzaron para que pudiéramos estudiar. Querían que cada uno de nosotros lograra ser alguien, que nos atreviéramos a tener ambiciones y proyectos de vida.” Estamos sentadas en la sala de la casa de Illuminee, en un barrio popular de la capital ruandesa, Kigali. Afuera se oye un gallo. Es muy temprano. La serenidad de Illuminee contrasta con la aridez de sus recuerdos. “Mi hermano mayor estaba terminando la secundaria cuando nos exiliamos. Era tan inteligente que fue reclutado como maestro antes de terminar sus cursos y se convirtió en sostén de la familia. Yo cursé la secundaria en un internado de la ciudad de Goma, a 157 kilómetros de Masisi. No teníamos dinero para el transporte y regresábamos caminando a casa para las vacaciones. Nos demorábamos dos o tres días, subiendo y bajando montes y colinas. “Éramos unos 30 alumnos refugiados. Tocábamos a las puertas de los campesinos congoleños para pedir un lugar donde dormir y algo de comer. Unos se portaban bien con nosotros, otros nos apartaban como a animalitos incómodos. Ahora, cuando miro para atrás, me enorgullece haber vivido eso.” Se ríe. “Teníamos mucha voluntad. Sabíamos que debíamos destacar. Yo tenía nivel intelectual para ir a la universidad pero me tocó trabajar para ayudar a la familia. Mi hermano mayor se había casado y tenía hijos; no podía apoyarnos mcuho. En 1981 él murió repentinamente. Nos hicimos cargo de su familia y la vida se volvió aún más complicada. “En 1982 nos fuimos todos a Burundi, donde radicaba otro hermano. Ese segundo exilio resultó menos difícil que el primero: enseñé en escuelas secundarias, conseguí puestos en bibliotecas y archivos... Hice de todo un poco. Me casé también, tuve tres hijos. Y nunca dejé de soñar con mi regreso a Ruanda.” Sonríe. “El Ejército Patriótico de Ruanda (integrado por tutsis exiliados) tomó Kigali el 4 de julio de 1994, y el 6 arranqué para mi país con mis tres hijos, mi madre, mis hermanas y sobrinos.” El regreso a Ruanda fue una auténtica epopeya. En los días que siguieron a la caída del régimen genocida, casi 2 millones de hutus huyeron del país, mientras que centenares de miles de tutsis llegaban a Ruanda. Eran exiliados de las décadas de los cicuenta, los sesenta y los setenta. El Frente Patriótico de Ruanda y su brazo armado, el Ejercito Patriótico de Ruanda, se abrían camino reconquistando regiones. Los hutus huían y los tutsis empezaban a poblar las zonas que aquellos abandonaban. “El país estaba hundido en el caos total –cuenta Illuminee con la misma voz armoniosa–. ¡Qué aprendizaje fue ese retorno! Sólo conocía Ruanda a través de los relatos idealizados de mis padres y de mis hermanos mayores. Para mí, por supuesto, Ruanda era la tierra prometida, y fue esa imagen idílica la que heredé a mis hijos.” De pronto se apaga la risa cristalina de Illuminee. “Después de pasar la frontera entre Burundi y Ruanda nos asaltó el horror… Una visión de fin del mundo. Antes del genocidio vivían muchos tutsis en esa parte oriental de Ruanda. La mayoría fue aniquilada; sus casas fueron demolidas y sus cultivos devastados. Había cadáveres por todas partes, entre las ruinas, en los campos, a la orilla de los caminos; muertos esparcidos y muertos amontonados. Cuerpos de adultos y de niños. Todo olía a muerte. “Fue un choque. Llegábamos con tanta esperanza y nos topamos con tanto sufrimiento... Mis hijos estaban espantados. Los dos mayores, de ocho y seis años, preguntaban: ¿Esto es nuestra Ruanda? En este país nos van a dar una buena educación? ¿Por qué nos mintieron?” ¿Qué contestar? Sigue resonando la voz dulce de Illuminee: “El estado en el que encontramos a los sobrevivientes era indescriptible. Francotiradores hutus que no se daban por vencidos asesinaban a los que se apartaban de las zonas de seguridad. Por fin llegamos a la ciudad de Kibungo. Junto con otras familias habíamos alquilado un camión en el que amontonamos algunas pertenencias, las indispensables porque las demás las abandonamos en Burundi. Habíamos alquilado también un minibús en el que viajábamos. Camión y minibús virtieron su ‘carga’ en una escuela primaria vacía, descuidada, sucia a más no poder, en la que pululaban mosquitos, garrapatas y cucarachas.” Los militares insistían para que los recién llegados se quedaran en la región y se posesionaran de casas abandonadas por los hutus en las faldas de las colinas. “Les teníamos tanto pavor a los francotiradores que no nos queríamos mover de la escuela –recuerda Illuminee–. Pasamos un mes un medio así, pero mi madre y mi hija estuvieron a punto de morirse de malaria y las llevé urgentemente a Kigali. Cuando se aliviaron nos fuimos a vivir a la ciudad de Nyamata, al sur de la capital, donde radicaba una prima nuestra. “Fue allí donde por fin nos instalamos. Seguía el caos, pero estábamos en nuestro país. Yo acababa de cumplir 35 años y estaba descubriendo lo que significa vivir en tierra propia. Aprendí a dejar de sentirme refugiada, tolerada, estigmatizada… Aun en medio de tanta desolación, empecé a respirar en forma distinta.” Illuminee se va a la cocina. Vuelve con té negro. “Té ruandés, el mejor del mundo”, dice, a la vez juguetona y convencida. Aprender a vivir Apenas cuatro meses después de su regreso a Ruanda, Illuminee fue reclutada por World Vision, una ONG estadunidense con la que colaboró durante 16 años. Esa experiencia dio una nueva dimensión a su existencia. Le permitió descubrir poco a poco los arcanos de la mente humana y trabajar al servicio de sus paisanos, pulverizados por el genocidio. “El exterminio sufrido por los tutsis dejó 100 mil huérfanos. Muchos erraban por las calles y otros fueron recogidos por familias de sobrevientes, pero todos estaban en un estado de desnutrición alarmante. Su situación fue una de las prioridades de World Vision, de otras ONG y del gobierno. Supervisé un programa nutricional de emergencia destinado a estos pequeños sobrevivientes. “En 1998 tomé cursos de capacitación en el campo de la salud mental. El programa fue elaborado por el profesor Simon Gasiberege, psicólogo ruandés exiliado en Bélgica. De hecho fue esa capacitación la que me hizo crecer personalmente y le dio un impulso nuevo a mi destino.” Illuminee cuenta que Simon Gasiberege cayó en una depresión profunda después de ver por televisión imágenes atroces de fosas comunes desbordadas de cadáveres de tutsis mutilados. Explica: “Cuando emergió de su crisis, Simon se dijo: ‘Casi enloquecí viendo televisión, cómodamente sentado en mi sillón en Bélgica. Ya me imagino en qué estado quedaron todos los seres humanos que padecieron el genocidio’. Se encerró durante semanas y sólo salió cuando terminó de elaborar un programa de asistencia psicológica para personas afectadas por el estrés postraumático. “Se trata de una terapia que integra aportes de experiencias ya realizadas en ese campo y especificidades sociales y culturales de nuestro país, esencialmente rural. Simon dejó definitivamente Bélgica para volver a Ruanda, donde hoy, a sus casi 80 años, está más activo que nunca.” En 1995 los directivos de las ONG internacionales que llevaban meses brindando ayuda material a los sobrevivientes empezaron a preocuparse. El trabajo de su personal ruandés no rendía lo suficiente y gran parte de los beneficiarios de su asistencia se mostraban pasivos: los fastidiaba sembrar y cuidar su tierra, no querían vivir en las casas recién construidas para ellos, no les importaba nada. Relata Illuminee: “Cuando les preguntábamos por qué estaban tan inertes, contestaban: ¿Para qué cultivar? ¿Para quién? Nuestra gente ya no está. ¿De qué sirve una casa cuando nuestras familias yacen en fosas comunes? Su vida había perdido todo sentido, y lo mismo pasaba con el personal ruandés de las ONG. Precisamente en ese momento Simon apareció en Ruanda con su programa de reconstrucción psicológica. ¡Todos vivimos su llegada como un milagro!”. Nueva risa cristalina de Illuminee. La terapia de Simon Gasiberege se llama Sanar las heridas de la vida. Es también el nombre que le dio a la asociación (AGBV, por sus siglas en francés) que creó en 2006. Su terapia consiste en sesiones de grupo repartidas en cuatro talleres. Uno es para procesar el luto; esta etapa es capital porque la barbarie del genocidio impidió que los sobrevivientes asumieran su duelo. Otro taller es para aprender a administrar las emociones extremas a las cuales fueron sometidos. El tercero les enseña a perdonarse por haber sobrevivido cuando muchos de sus seres queridos no lo consiguieron, y eventualmente a perdonar a quienes les piden misericordia. Ese taller enseña igualmente a recobrar la autoestima. Pero el favorito de Illuminee es el último. “Es el taller del ‘proyecto de vida’. Consiste en aprender a salir del luto y de la muerte para caminar hacia la vida.” La reportera se permite comentar: “Se oye bonito, pero suena un poco a voto piadoso”. Nueva risa de Illuminee. “No sé cómo suena, pero sé que funciona. En realidad Simon nos enseña a abrir el libro de nuestro pasado, a mirar nuestra historia y a preguntarnos: ¿qué hay en esa historia? ¿Hasta hoy qué guión me inventé para vivir en ese mundo? ¿Qué es lo que viví en todos estos años, que hace que funcione como lo hago? “A la luz del pasado veo, analizo y comprendo mis reacciones, y acabo por entender que en realidad yo escribo mi historia. Es cierto que distintos acontecimientos y personas intervienen en mi destino, pero soy yo la que toma las decisiones. Soy la autora de mi biografía. Entonces, ¿qué historia voy a seguir escribiendo? ¿La misma, enredada, que no me satisface, u otra con un final feliz? “Hemos tenido respuestas sorprendentes. Después de una catástrofe como las que vivieron, es importante que los sobrevivientes dejen de sentirse víctimas de una fatalidad implacable. Buscamos ayudarlos a tomar las riendas de sus vidas.” Illuminee sirve más té sin dejar de hablar. “Casi todas las ONG adoptaron ese programa de reconstrucción humana. Capacitamos primero a sus equipos de trabajo y de inmediato cambió la atmósfera entre ellos. Gracias a un taller adicional de counseling todos aprendimos a despertar la energía que duerme en cada uno de nosotros.” Con voz más suave que nunca, susurra: “Siempre existe una minúscula chispa de vida en lo más hondo del más quebrantado de los seres humanos. Es a partir de esa chispita que, despacio, muy despacio, se puede volver a reanimar al fuego y a las personas.” La reportera encontró a un grupo de viudas que el genocidio había “apagado” y a quienes los talleres de Simon Gasiberege devolvieron a la vida. Se llaman Odette, Consolée, Liberata… Pasamos juntas una tarde en la sede de la organización Avega de Rwamagana, una ciudad ubicada a 50 kilómetros al este de Kigali. Hablaron del camino recorrido después de presenciar el asesinato atroz de sus maridos, hijos y padres. Todas explicaron cómo salieron de su túnel y describieron con orgullo las responsabilidades de mediadoras y de lideresas que asumen ahora en sus comunidades. Gracias a su capacitación en psicología y derecho pudieron asesorar a las víctimas, que dieron su testimonio en juicios contra los genocidas. Una de ellas se desempeñó incluso como “sabia” en gachachas –asambleas comunitarias precoloniales– que juzgaron a algunos genocidas. Todas conducen talleres de ayuda psicológica en pueblos y barrios populares, a la vez que capacitan a nuevas “mediadoras”. Illuminee retoma la palabra: “Con el tiempo Simon adaptó sus talleres a distintos tipos de trauma. Trabajamos mucho con mujeres violadas. Durante el genocidio la violación fue un arma de guerra contra los tutsis. Hoy lo es en los enfrentamientos que siguen convulsionando la República del Congo. “También atendemos a exiliados hutus de 1994 que volvieron a Ruanda y a hutus condenados por asesinatos de tutsis, que siguen encarcelados o que acaban de ser liberados. Entendimos que la herencia que recibimos todos los ruandeses es el duelo. “Más de 1 millón de tutsis murieron durante el genocidio. Los hutus también sufrieron pérdidas –rememora Illuminee–. Hubo represalias perpetradas por combatientes del Ejército Patriótico de Ruanda contra los hutus que buscaban desestabilizar el país desde la República del Congo. Los hutus se mataron entre sí cuando intentaron reclutar a fuerza a jóvenes para luchar contra el gobierno a finales de los noventa. Esas matanzas entre hutus fueron de una crueldad extrema. Entre los casos abominables Illuminee cita los de adolescentes cuya boca fue cerrada con candados de metal que les perforaban los labios. Los rebeldes hutus los acusaban de ser delatores. También menciona numerosos casos de madres hutus que entregaron a sus hijos jóvenes a las nuevas autoridades del país para evitar que fueran reclutados, asesinados o torturados por otros hutus. “En realidad cada ruandés perdió por lo menos a un familiar en condiciones atroces. Hay que impedir que esa carga terrible de sufrimiento vuelva a oponernos los unos a los otros”, insiste. “Cada año se realizan conmemoraciones del genocidio. Es un deber de la memoria, pero los hutus que no participaron en el genocidio y perdieron miembros de su familia se sienten excluidos. Por su lado, los sobrevivientes tutsis no quieren oír hablar de lo que sufren los hutus exiliados. Dicen: ‘Se lo buscaron, ni modo’. Es un círculo vicioso. Urge amortiguar los rencores, la sordera, la ceguera… Urge hacer entender a los unos y a los otros que todos sufren, que pueden y deben dejar de infligirse tanto sufrimiento.” Illuminee asegura que los talleres en los que se mezclan hutus y tutsis dan resultados alentadores. “Al principio nos asustó juntar a sobrevivientes y hutus que estuvieron presos en un solo grupo. Solíamos trabajar con ellos por separado. Finalmente nos lanzamos. Empezamos en la región de Bugesera, que desde 1959 fue la parte de Ruanda donde los tutsis sufrieron más represalias.” World Vision contactó a las autoridades de tres poblaciones de Bugesera; seleccionó a unas 30 personas, hombres y mujeres, e inició los talleres de reconstrucción humana. “Fue muy difícil al principio. La gente en Ruanda es muy introvertida. Además, cuando empezamos estos talleres mixtos, en 1999, solamente cinco años después del genocidio, unos y otros conservaban suficiente energía para tapar su dolor. Hoy es más fácil que hablen porque casi no les queda fuerza para callar sus males: llevan 17 años envenenados por ellos y no aguantan más. “De todos modos, desde el principio de nuestra experiencia logramos avanzar. Nuestros talleres funcionan con reglas de protección: todo lo que se dice y se hace en ellos es absolutamente confidencial, cada uno debe respetar a los integrantes del grupo, tener relaciones sanas con los demás, expresarse en forma espontánea y decente, ser responsable, puntual y disponible. Al inicio de cada sesión se vuelve a leer la lista completa de estas reglas para que todos las interioricen. “En realidad nuestras exigencias se arraigan en las tradiciones culturales de Ruanda, pero el genocidio acabó con todos nuestros valores. Los talleres mixtos permitieron reintroducir confianza y respeto entre los unos y los otros. Paulatinamente los enemigos de ayer se sintieron seguros y reaprendieron a hablar en forma auténtica, a decir la verdad. Durante los talleres de duelo todos dejaron brotar su sufrimiento. Fue desgarrador, importante y bello a la vez.” Los miembros de ambas etnias, dice, “antes de juntarse estaban paralizados por sus prejuicios, pero después de llorar juntos sintieron una especie de liberación. En el primer grupo con el que trabajamos, una mujer hutu confió que la cárcel donde estaba preso su esposo genocida le quedaba lejos y que no podía llevarle comida muy a menudo, pero una mujer tutsi, cuyo padre había sido asesinado por un hutu, ofreció darle comida de vez en cuando. Durante las sesiones del taller de duelo, estas dos mujeres se sentaron juntas, compartieron dolor y compasión... Podría multiplicar los ejemplos”. Después de un momento de reflexión, Illuminee precisa: “Lo que siempre destacamos en los grupos mixtos es que todo dolor es legítimo. Nunca decimos que uno sufrió más que otro. Cada uno sabe hasta dónde llega su dolor. En el taller no se juzga ni se mide el dolor de cada uno, sólo se aprende a reconocerlo, respetarlo y acompañarlo.” La prisión de Butare Los talleres mixtos de Bugesera dieron tan buenos resultados que World Vision organizó otros en la capital y en distintas provincias de Ruanda. Illuminee se involucró en ellos y recorrió el país de sur a norte y de este a oeste. Después se lanzó a otra aventura. En 2003, con cuatro terapeutas, incluyendo a Simon Gasiberege, trabajó en la cárcel de Butare, la segunda ciudad del país, con genocidas ya condenados y con otros en espera de juicio. “Fue un pastor anglicano quien elaboró ese programa de trabajo muy específico. Era complejo y debo confesar que a los cinco del equipo, todos tutsis, nos dio pavor enfrentarnos con genocidas que habían cometidos crímenes atroces y que bien hubieran podido descuartizar a nuestros parientes. “En vísperas del primer encuentro con ellos tuvimos una larguísima sesión de trabajo sobre nuestro propio terror. Luego nos preguntamos: ¿Cómo acogerlos? ¿Con qué palabras? ¿Con qué gestos? ¿Con qué mirada? Decidimos acogerlos como humanos. Así lo hicimos. “Las sesiones de trabajo se llevaron a cabo en aulas de una escuela secundaria. Cuando llegaron –eran unos treinta– nos acercamos a cada uno y lo abrazamos, como se suele hacer en nuestro país cuando se saluda a un amigo.” –¿Es posible ser natural en semejante situación? –pregunta la reportera. “Lo logramos. Justamente sobre eso trabajamos antes de verlos. Decidimos hacer abstracción de cualquier noción de política, justicia o moral. Nos hundimos de lleno en lo humano con la única ambición de ayudarlos a curar las heridas de sus vidas.” –¿Como reaccionaron? “Se quedaron desarmados y bastante desconfiados. Después, cuando nos conocimos mejor, confesaron que estaban aterrados el primer día. No era para menos. Durante el genocidio se había torturado y matado a muchos tutsis en la escuela donde nos reuníamos. Cuando se enteraron de que los esperábamos en ese lugar, pensaron que los íbamos a masacrar. Con el paso de los días se relajaron y acabaron por abrirse. Lo hicieron en forma muy auténtica porque sabían que nuestras pláticas eran confidenciales.” –¿Y cómo se sintieron los terapeutas? Illuminee se queda silenciosa un buen rato. Luego dice: “Es sumamente difícil contestar esa pregunta. Los presos se mostraban atentos, gentiles, muy decentes y cada vez más sinceros. Tenían voces y ademanes delicados. Nos resultaba absolutamente imposible imaginar que habían masacrado a sus semejantes con machetes, hachas y palos. Por increíble que eso se oiga, tengo que decir que esa gente era buena… “No sé cómo explicar lo que sentimos. No podíamos hacer coincidir la imagen de genocidas sanguinarios con la de estos hombres que nos confiaban en forma tan genuina sus sufrimientos, duelos y dudas. No escuchábamos a asesinos, sino a simples hombres.” –¿Contaron cómo y por qué mataron, qué sentían al hacerlo? Se sobresalta Illuminee. “Nuestra meta no era llevarlos a confesarse, sino a hacerles hablar de sus heridas. Reconocer el sufrimiento del otro es devolverle su humanidad. En las cárceles se priva a los presos de su humanidad. ¿Cómo esperar que se reintegren a la sociedad una vez liberados, si durante años se les mutila? ¿Qué pasará en nuestro país apenas convaleciente si ellos salen de la cárcel aún más lastimados de lo que entraron?” Breve silencio. Illuminee reflexiona. Luego confía: “A título individual, algunos de ellos me hablaron de lo que hicieron. Uno reconoció que cada noche volvía a ver escenas horrendas. Me dijo: ‘Yo era un hombre muy bueno. Nunca le había hecho daño a nadie. Me llevaba bien con mis vecinos tutsis. Hoy sigo sin comprender cómo me involucré en estas matanzas y eso me obsesiona’. “Ese preso no había sido juzgado. Después de la terapia pidió cita con el juez y confesó todo. Así sucedió con otros presos. En realidad vivieron dos etapas. La primera se dio en los talleres y les permitió descubrir quiénes eran. La segunda fue con el juez: varios de ellos asumieron sus responsabilidades y confesaron. Falta una tercera, que se dará cuando regresen a su comunidad con la cabeza en alto. La experiencia demuestra que se les acogerá más fácilmente. “Al final de la terapia pasó algo que me impresionó. Uno de los últimos ejercicios consistía en pedirles que escribiera una carta a quien quisieran. Casi todos escribieron a un amigo tutsi.” Entre los grupos más difíciles que le tocó animar, Illuminee menciona a uno con presos condenados que confesaron sus crímenes sin arrepentimiento alguno. “Sus confesiones eran parte de su estrategia para escapar a largos años de cárcel. Todos habían sido condenados a ‘trabajos de interés general’ que les permitían vivir una parte de la semana en su casa y otra en campos de detención. No asistían a los talleres por decisión propia, sino porque lo exigían las autoridades del campo. Era un grupo desagradable. No dejaban de decir que los tutsis exageraban en sus denuncias. Un día les hablé del memorial de Gisozi. Desafiantes, me pidieron que les organizara una visita.” Los restos de 250 mil víctimas del genocidio fueron inhumados en ese memorial, ubicado en una de las colinas de Kigali e inaugurado en 2004. Su visita es indispensable para entender la magnitud de la tragedia y sus raíces. Toda la planta baja del moderno y sobrio edificio está dedicada a la historia de Ruanda, desde la colonización hasta la época actual. La parte iconográfica es impactante. Resultan insoportables las fotos de colonos belgas midiendo “científicamente” las narices de los ruandeses para determinar la etnia a la que pertenecen. Las escasas fotos y los pocos videos de hordas de hutus masacrando a tutsis son inaguantables, lo mismo que las imágenes de fosas comunes. Numerosos documentos atestiguan que el genocidio fue preparado muinuciosamente. Otros muestran en qué medida la comunidad internacional abandonó a los tutsis y cómo el ejército francés apoyó al gobierno hutu. Los textos que acompañan los documentos están redactados con sumo cuidado y rigor: datos, hechos, fechas. Las últimas salas son conmovedoras: después de ver fotos de cadáveres amontonados, bultos casi abstractos de muertos sin rostro, casi sin forma humana, el visitante está de repente rodeado por decenas y decenas de retratos de adultos y niños bien vestidos, sonrientes o pensativos, ya sea en el día de su boda, de su primera comunión, de su bautizo, de su cumpleaños, o un día cualquiera. Vivos. Muy vivos. “Los integrantes del grupo no dijeron absolutamente nada a lo largo de las dos horas que duró el recorrido por Gisozi. Tampoco hablaron en el regreso al campo de detención. Sólo reaccionaron cuando nos sentamos todos en una sala tranquila. Recuerdo cada una de sus frases. Uno dijo: ‘Después de eso pienso que es imposible perdonar a los hutus. Si hay tutsis que logran hacerlo, son héroes’. Otro: ‘Ahora sí debo confesarlo: estuve en los retenes donde se identificaba a los tutsis. Igual que los demás, los corté’. Un tercero: ¿Por qué no hice el mínimo esfuerzo para esconder siquiera a uno de mis vecinos tutsis?’.” “Despertar chispas de vida, comprensión y compasión lleva tiempo –concluye Illuminee–, pero sólo así podremos remendar nuestro tejido humano y social, tan desgarrado. Lo que hemos logrado en los 17 últimos años demuestra que todo siempre se puede zurcir, recoser, reparar, remendar, reconstruir, resucitar.” Illuminee significa “iluminada” en francés.

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