Testimonios desde el infierno

lunes, 27 de febrero de 2012 · 13:50
Deshecha por la pena, una pareja de Monterrey relata la estremecedora historia de su hijo, quien fue encerrado a la mala por federales en el penal de Apodaca, donde recibió maltratos y extorsiones permanentes. Su familia sostiene que no pertenecía a Los Zetas ni al Cártel del Golfo. Aun así, el joven fue masacrado junto con otros 43 reos en el ambulatorio Delta. Los padres describen el poder que los capos del narco ejercen en las cárceles donde deberían purgar sus condenas. MONTERREY, N.L.. (Proceso).- En el penal de Apodaca las llaves de las celdas y los accesos eran controladas por los malos. Uno de ellos estaba en cada puerta, tomando apuntes de quién entraba y salía. El comandante en el interior no era un guardia, sino un interno designado por los líderes de los presos. Los locutorios eran territorio tomado, con espías que reportaban lo que se decía en cada visita personal. Todo eso lo supieron Sofía y Arturo a partir de lo que les contaba su hijo Mario Humberto Ramírez Calderón, asesinado la madrugada del 19 de febrero junto con otros 43 internos. Arturo había solicitado el 29 de julio de 2011 que trasladaran a su hijo de 19 años al penal de Cadereyta porque estaba en peligro. Le envió una carta a Ernesto García Guerrero, entonces comisario general de Administración Penitenciaria, en la que le decía que quería el cambio “por motivo de soborno y golpes que me le dan. (…) Tiene mucho miedo mi hijo, ya que el día que estamos con él todo parece bien, y nomás nos vamos retirando del penal lo golpean y le preguntan todo, si habló mal del penal. Por favor, ayúdenos con el traslado”. El 1 de agosto le contestaron con un oficio firmado por José Anastacio Fuentes Rojas, comisario de apoyo, dirigido al director del penal, maestro Gerónimo Miguel Andrés Martínez, que dice: “Le solicito realice las acciones necesarias para su debida atención y remita a la brevedad informe escrito de lo consumado. Sin otro particular, le reitero mi atenta y distinguida consideración”. Los padres dicen que nada se hizo para proteger a su hijo. Hablaron con el director para que acelerara el traslado, pero les respondió –dice Sofía– “que era un buen chavo, que para qué lo trasladaban, que estaba bien, que no tenían problemas… y que él (el director) no mandaba adentro; que él sólo mandaba a los azules, a los uniformados. No nos dijo nombres de organizaciones ni de personas, no nos dijo ni zetas ni del Golfo ni alguna otra organización que esté adentro. Nomás nos dijo que mandaban los que estaban adentro”. Pero lo seguían golpeando y por eso decidieron “ya no moverle”, porque podrían desencadenar más agresiones hacia el muchacho. Cada vez que iban a visitarlo había una persona sentada a su lado para escuchar lo que platicaban. Por eso Mario Humberto tenía que hablar con sus padres en susurros o con señas; les decía que se la pasaba bien, pero tenía en la nuca moretones que su madre veía al abrazarlo. “Contaba que se había golpeado porque se caía –dice Arturo–. Uno lo conoce. Yo le decía: ‘A ver, si estás bien, descobíjate’. Pero contestaba que no podía”. Él piensa que, en caso de levantarse, el oreja lo hubiera reportado a sus jefes y la consecuencia sería una golpiza peor que las habituales. Mario Humberto, a quien le decían El Gavilán, fue detenido el 16 de junio de 2011. Vivía con sus padres en la colonia La Estanzuela, en el sur de Monterrey. Estaba separado y tenía una hija de dos años. Había dejado trunca la escuela mecánica para trabajar. En la versión de sus padres, aquel 16 de junio, a las 14:00 horas, el joven salió del taller automotriz donde trabajaba para ir a comer. Frente al local de alimentos vivía un amigo ocasional con el que Mario Humberto intercambiaba películas y, cuando fue a entregarle algunas, lo detuvieron policías federales. Según la familia, bastó que al Gavilán le sembraran un cargador de ametralladora para que lo procesaran por portación de arma de uso exclusivo del Ejército y le dieran siete años de prisión. También lo acusaron a él y a su amigo de tener secuestrado a un Luis Maldonado Méndez, pero esto se estaba desahogando en una averiguación previa por privación ilegal de la libertad en su modalidad de “secuestro a un no servidor público” (sic). Sus padres afirman que él es inocente. No tenía antecedentes penales y se dedicaba a trabajar, pero de pronto lo encarcelaron y afirmaba que su estancia en prisión eran los ocho meses más horribles que había vivido. “Decía que había recibido más golpes ahí que en toda su vida”, cuenta su madre. El día de la masacre, que primero se difundió como “un motín”, el gobernador nuevoleonés Rodrigo Medina estaba a unos cuantos metros del penal de Apodaca, brindando con los soldados en el campo militar. “Lo vi en las noticias levantándose el cuello, sentado ahí, diciendo que los penales son seguros”, añade Sofía. “Los narcos mandan” Sofía y Arturo son nombres falsos. Sus identidades han sido alteradas por seguridad. Ella es empleada en un centro comercial y él mecánico automotriz que hace trabajos ocasionales. Durante la entrevista tienen con ellos las cenizas de su hijo, que les entregaron el miércoles 22 por la mañana. “Mario me decía que cuando saliera, nada nos iba a separar. Por eso pedí que me lo cremaran y que me dieran las cenizas. Así cumplimos lo que habíamos dicho, que cuando saliéramos nadie nos iba a separar. Ahora siempre va a estar conmigo”, dice Sofía con la mirada fija en la urna. Toda la información de los padres sobre las condiciones que prevalecían en el penal de Apodaca procede de Mario Humberto, que vivía atemorizado. Dicen que tan pronto ingresó al presidio le ofrecieron jalar con los malos, adentro y cuando saliera. Los padres declinan precisar quién es el grupo que manda adentro del penal, Los Zetas o el Cártel del Golfo. Sin embargo, fue el gobernador Medina quien precisó que Los Zetas controlan la cárcel y que habían cooptado a los mandos (incluido el director) y a los celadores con dinero. Para Sofía, Mario Humberto rechazó la orden de unírseles y por eso lo golpeaban: “Fue muy hombre, el canijo, y les dijo que no. Por eso buscábamos el traslado, mi esposo escribió esa hoja. Fuimos con el director y nos dijo que si no tenían problemas con él no había por qué trasladarlo; que sí trasladaban a los reos problemáticos”. Cuando llegó al reclusorio, el muchacho fue asignado al ambulatorio Delta. Preguntó por qué, y las autoridades penitenciarias respondieron que se debía a que él era de La Estanzuela y que esa era una zona dominada por el Cártel del Golfo, así que él pertenecía a éste. Así sellaron su suerte. “Teníamos ocho meses de estar peleando su inocencia. Todos nos decían que teníamos todo para sacarlo, pero que había que esperar un proceso y eso tardaba un año, lo que él tenía que estar para que los jueces dijeran que podía salir”, dice ella entre suspiros. Ni siquiera pudieron trasladarlo y sólo les quedó un recurso para aliviar la situación de su hijo: “Pagábamos para que lo golpearan menos. Dimos una vez 3 mil pesos. Luego nos pidieron unos tenis de 2 mil 600, de los Nike Choice, que ni conocíamos. Luego 500 por semana. Se los dábamos a él. Los otros, lógico, no iban a dar la cara”, expone Sofía. “Lo amarraban para golpearlo. Lo sacaban a un campo los mismos malos. Por eso digo que no es cierto que los custodios tenían las llaves adentro, las tenían los malos.” Secunda Arturo: “Si mi muchacho quería ver a un amigo, tenía que pedirle permiso al comandante, pero no al de la justicia, sino al de la injusticia. Ese daba la orden y hablaba por teléfono”. El 20 de diciembre del año pasado fue asesinado Ramón Gumaro Garza, un reo conocido en la localidad e implicado en el maxiproceso contra Mario Villanueva, exgobernador de Quintana Roo. Llevaba encerrado 15 años, de una condena de 40, cuando fue asesinado con una puntilla por otro interno. Los papás dicen que, inexplicablemente, tras ese crimen recluyeron a Mario Humberto en su celda, bajo llave, y lo dejaban salir nada más cuando ellos lo visitaban. El resto del tiempo lo pasaba encerrado y no veía el sol durante días. En las visitas siempre tenían vigilancia, dice Arturo, “por eso queríamos trasladarlo a Cadereyta, porque se supone que ahí no es territorio de nadie. En Apodaca, en cada acceso había una persona sentada con una libreta y una pluma, anotando los movimientos: a dónde van, quién es, qué hace, cuántos son. No eran celadores, sino internos”. Y cuestiona lo que todos: ¿por qué le han permitido tanta libertad a personas que están purgando penas? Los pandilleros pueden inconformarse cuando quieren, queman colchones, se amotinan y asesinan. En su afán de salvar a su hijo de la violencia del penal, la pareja cayó en manos del abogado Gonzalo Reséndiz, que les pidió 35 mil pesos en varias entregas, con la promesa de que conseguiría la preliberación del Gavilán. Ansiosos de ver a su hijo libre o por lo menos trasladado a un penal donde no lo acosaran, Arturo y Sofía estaban dispuestos a mudarse a cualquier estado para seguir demostrando su inocencia. Pero después de la última entrega de dinero el abogado ya no les contestó el teléfono. “Querían destazarlos” En el ambulatorio Delta, los internos hacían rondas de vigilancia durante las 24 horas. Cubrían las ventanas de sus dormitorios con cartones para prevenir ataques con bombas molotov. El propio Mario Humberto dormía de día para estar alerta durante la noche, por eso sus padres suponen que estaba despierto cuando ocurrió la masacre. Ellos acostumbraban visitarlo los lunes, pero el de esa semana iba a tener un careo como parte de uno de los procesos que enfrentaba, así que anticiparon el encuentro para el domingo 19. Precisamente esa mañana los noticiarios matutinos de televisión informaron del asesinato masivo de reos en el penal de Apodaca. A las 9:00 horas Sofía y Arturo ya estaban afuera del penal. Era un caos de aglutinamiento, desesperación y exigencias de información. Un empleado del gobierno de Nuevo León salió a decirles que pronto revelaría listas de fallecidos. Luego salió y dijo que había 40 muertos, todos del ambulatorio Delta, y que no había otros lesionados. Entraban y salían elementos de la Fuerza Civil y federales. A las 14:00 horas la pareja no tenía información concreta sobre su hijo. Sofía, igual que los demás familiares, exigía nombres, pero la información llegaba con exasperante lentitud. Mientras esperaban, una persona que dijo trabajar en derechos humanos la cuestionó: ¿por qué no había denunciado lo que ocurría adentro del penal? “Yo le dije que, cuando detuvieron a mi hijo, le di una carta al propio gobernador en su mano para que checara el caso de mi hijo y viera que era inocente, y hasta ahorita no me han hablado de su parte. Por eso no me digas ahora que no hablé: lo hice y nadie escuchó”. Los familiares de los internos, desesperados, apedreaban los coches que entraban o salían de la prisión. A Sofía le tocó una pedrada en la pierna. A las 16:30 horas tenían claro que en el penal no les darían dato alguno y se trasladaron al Hospital Universitario, en Monterrey. Ahí se encuentra el Servicio Médico Forense, adonde se enviaban los muertos y lugar en que el gobierno estatal instaló una mesa de orientación. A las 19:00 horas tuvieron que ver fotografías de los cadáveres deshechos. Vieron 36 antes de encontrar a Mario Humberto. A decir de Arturo, reconocieron el tatuaje de un dragón que tenía en el brazo izquierdo y los dibujos dérmicos de una mano. La cabeza y el rostro eran irreconocibles. “Nos mostraron las fotos y sí eran los tatuajes –relata Sofía–, pero por lo que nos mostraron no se podía reconocer. Lo quería abrazar, verlo, pero el ataúd estuvo sellado y no se pudo abrir. Sus amigos querían verlo en el velorio. ‘Ábralo, doña’, me decían, pero yo no quería que lo vieran. No lo iban a conocer. ‘Quédense con el recuerdo de la foto, porque lo que hay adentro no es su cara’, les dije.” Arturo exigió ver el cadáver completo. “Hasta ahorita no se me hace que sea su rostro, no se me hace que es él… Pero sí eran su cuerpo y sus tatuajes. Su cabeza estaba unida por una parte, pero estaba casi cortada. Sí era la de él. Pero al principio yo les decía (a los empleados del Semefo) que no era su cabeza, porque es mi hijo y lo conozco”. Se lo habían advertido: “Es muy duro lo que usted va a ver”. Pero él les contestó que “quería saber qué me estaban entregando. Lo descobijaron y sí estaba unida la cabeza, pero definitivamente no era la persona que yo conocía. Lo vi un día, y cuatro después me lo dejaron muy diferente. Y así estaban los cuerpos de todos los que nos enseñaron”. Sofía se hace una idea de lo que sufrió Mario Humberto: “Me imaginaba a unos perros que les avientas un trozo de carne. Como que decían: ‘Ten, golpéalo tú. ¿Ya te cansaste? Ahora golpéalo tú’”. Arturo piensa lo mismo: “No era cuestión de matarlos, sino de destazarlos. Tuvieron tiempo para soltárselo a 15, pienso. Y háganle lo que quieran, y otros 15 agárrense a otro. Porque tuvieron el tiempo”. Unos trabajadores del DIF de Nuevo León que la atendieron afuera del Semefo aun se atrevieron a decirle a Sofía que el gobernador estaba de su lado. “Le dije que al gobernador le entregué una carta en su mano y no me escuchó –recuerda ella–; por eso no me digas que ahora el gobernador está conmigo. Aunque me digas que está de mi lado, cuando lo ocupé no estaba ahí”. Les entregaron el cuerpo el lunes 20 y lo velaron en la casa de la madre de Sofía. Recibieron el ataúd sellado a las 7:00 horas y la funeraria quería llevárselo esa tarde, pero los padres pidieron más tiempo. Finalmente se llevaron el cuerpo 24 horas después. Ese martes lo cremaron. Ahora piden que el nombre de su hijo sea reivindicado, que se castigue la corrupción de las autoridades penitenciarias estatales y federales, y que el gobierno de Nuevo León contribuya a la manutención de la hija de Mario Humberto. Arturo y Sofía deben cuidar lo que les queda de familia. Otro de sus hijos, Ramón Martín, desapareció el 13 de agosto de 2010. Salió a comprar unas salchichas a la tienda, allá en La Estanzuela, y ya no apareció. Les queda otro de 12 años, al que se proponen educar para que sea “un buen muchacho”.

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