Sao Paulo, "pacificada" por el crimen

jueves, 22 de marzo de 2012 · 13:12
Nacido como una organización de autodefensa entre los presos de la cárcel paulista de Tabuaté, el Primer Comando de la Capital creció, se consolidó y diversificó sus intereses: narcotráfico, robo, secuestro. Ahora en el estado brasileño de Sao Paulo no hay actividad ilegal que se realice sin su consentimiento. Las favelas de la ciudad del mismo nombre –que llegó a ser una de las urbes más violentas del mundo y donde se podía perder la vida sólo porque sí–, ahora viven una paz aparente… una tranquilidad debida al grupo criminal que domina a todas las mafias locales gracias a la corrupción policiaca. SAO PAULO, BRASIL (Proceso).- El Primer Comando de la Capital (PCC) es la organización criminal más poderosa de Brasil: controla todos los puntos de venta de droga al menudeo –bocas de fumo– de las favelas y está detrás de 80% de los asaltos y 70% de los secuestros que se cometen en el estado de Sao Paulo, el más rico y poblado del país. Al PCC pertenece 80% de los 200 mil presos que se hacinan en las cárceles de la entidad, 80% de los adolescentes internados en centros para menores –lo que le asegura “militantes” en las próximas generaciones– y unas 50 mil personas en todas las ciudades brasileñas. En los últimos años la organización (también conocida como el Partido) ha consolidado su estructura, que se apoya en la corrupción policiaca generalizada. El PCC impulsa a sus miembros para que se conviertan en funcionarios de las prisiones y paga la formación de al menos 2 mil abogados para que defiendan a los miembros de la organización, según revela la investigación denominada Un poder paralelo: el crimen organizado en América Latina, de Luis Esteban G. Manrique, analista de la fundación española Real Instituto Elcano. Aunque controla las bocas de fumo, algunas las terceriza (las concesiona a terceros) como si fueran franquicias. De hecho, quien desee vender drogas al menudeo debe pedir permiso al PCC, también conocido como 15.3.3, por ser la “P” la decimoquinta letra del alfabeto portugués y la “C”, la tercera. “El 80% de los ingresos del PCC viene del tráfico de drogas”, afirma en entrevista Fátima Souza, periodista que durante 25 años ha trabajado el tema de las prisiones de Sao Paulo y es autora del libro PCC, la facción (editorial Record, 2007). Además la organización recibe ingresos por las mensualidades que pagan sus miembros, así como por los asaltos y secuestros. Como si fuera un banco, el PCC otorga préstamos a los delincuentes para que puedan financiar sus actividades. Actualmente, como lo hace la mafia italiana, participa en negocios legales para lavar sus ganancias. Sus dirigentes “están comprando gasolinerías, farmacias y bares”, explica Souza. De acuerdo con información del Poder Judicial brasileño obtenida mediante escuchas telefónicas autorizadas a miembros del PCC, en abril de 2005 la organización tuvo ganancias por 1.2 millones de euros sólo en el estado de Sao Paulo. Ese dinero estaba en múltiples cuentas bancarias, aunque la organización llevaba un registro en libros muy bien organizado. Al mismo tiempo que ha ampliado su “cartera de negocios”, la organización ha extendido sus actividades a varios países de América Latina. Especialmente fructífero es el intercambio de drogas por armas. Según el diario Folha de Sao Paulo, la organización ha implantado su base de operaciones en Paraguay y tiene lazos con el crimen organizado en Argentina y Chile, y con la guerrilla colombiana. Souza señala que desde hace unos meses el PCC también ha contactado con los cárteles mexicanos, pero no ofrece precisiones. Organizados El periodista Josmar Jozino cuenta en el libro Cobras y lagartos que el nacimiento en 1993 del PCC fue detonado por un partido de futbol entre presos en la Casa de Custodia de Tabuaté, una cárcel con un severo sistema de internamiento y que ha recibido múltiples denuncias por violaciones a los derechos humanos. Una pelea acabó con la muerte de un preso. Surgió entre los reos la idea de organizarse para defenderse de las posibles represalias tanto de las autoridades de la prisión como de la policía. Su temor era fundado. Sólo un año antes la Policía Militar y el Ejército habían perpetrado la tristemente célebre matanza de Carandiru: reprimieron brutalmente una revuelta en esa prisión que se saldó con la muerte de 111 internos. El PCC surgió como una protesta organizada ante las violaciones a los derechos humanos de los presos. Pronto exigió y obtuvo mejores condiciones carcelarias. Al principio la organización enarboló las ideas de justicia y libertad y coqueteó con el proceder robinhoodiano: robar al rico para dar al pobre. Sus “principios” se afianzaron en 2002 cuando Marcos Camacho, Marcola, asumió el liderazgo de la organización. Lector empedernido, incorporó un discurso político más elaborado que justifica el crimen como una venganza de los pobres sometidos por una sociedad extremadamente desigual que los lleva a ver en el crimen su única opción de vida. Marcola usó el diálogo para resolver conflictos y evitó el uso de la violencia indiscriminada, señala la antropóloga Karina Biondi en su investigación Junto y mezclado: una etnografía del PCC. Además el PCC impulsó la idea de la “igualdad” y la “unión” entre sus miembros “para evitar matar a un soldado de los nuestros”, según sus estatutos. Así –indica Biondi– el PCC impuso “la guerra con la policía y la paz entre los ladrones”. En su investigación Biondi detalla las categorías de los miembros del PCC: Primero están los “hermanos”: militantes de la organización que sólo pueden llegar de la mano de otro “hermano” y recibir su “bautismo”: un rito en el que un “padrino” da de beber al nuevo integrante cachaza (el licor más popular de Brasil) y unas gotas de sangre. Todos pagan una mensualidad a la organización que varía en función de si están presos o en libertad. El estatuto del PCC les exige “lealtad, respeto y solidaridad” con sus compañeros. Sus faltas se castigan con “la muerte sin perdón”. Los “pilotos” son los encargados de mantener el orden en un barrio o en el pabellón de una prisión. Los “primos” son presos que no pertenecen a la organización pero se comportan con base en su “ética”. Las “cuñadas” son las mujeres de los “hermanos” y reciben “apoyos” de la organización. Las decisiones se discuten entre los pilotos y los hermanos. Por ejemplo, si en una celda hay 40 presos y apenas 12 camas, el acuerdo sobre quién dormirá en ellas no se decide por la fuerza, sino mediante el diálogo y con apego a las orientaciones del PCC. En buena medida la organización cumplió su promesa inicial de mejorar la vida en las cárceles: “Aunque las condiciones siguen siendo malas, se han conseguido mejoras que en el día a día del preso son importantes, como el derecho a las visitas íntimas o los controles menos humillantes para los familiares que llegan de visita”, explica el antropólogo Adalton Marques en entrevista con la reportera. Además el PCC ha puesto orden en las celdas hasta casi erradicar el uso del crack, las violaciones y los asesinatos, salvo los que sus dirigentes ordenan, claro. Se ha ganado así el respeto y la estima de buena parte de los presos y sus familias, que no es poco, pues en Brasil hay medio millón de reos, casi 200 mil de ellos en Sao Paulo. Sus líderes han sabido construir una identidad en torno a sus siglas. “Los presos tienen un fuerte sentimiento de pertenencia al PCC: le dicen la Familia Real”, explica Souza. Para Biondi “la violencia es apenas una de las expresiones del PCC, justamente la que le confiere visibilidad”. Otras expresiones más amables de la organización le han ayudado a consolidar dicha legitimidad entre los presos y sus familias. El PCC fleta autobuses para las visitas a las prisiones, paga abogados a las familias carentes de recursos y les proporciona despensas con alimentos básicos. En las favelas y barrios de la periferia de Sao Paulo –de donde procede la mayor parte de los presos y donde ejerce un férreo control– el PCC también reparte despensas, financia fiestas, ofrece servicios de reparto de gas doméstico o reparación de inmuebles y de la red de agua, y, lo más importante, tiene éxito en lo que el Estado ha fracasado: la pacificación de los barrios en la inmensa periferia de la mayor ciudad de Sudamérica. Sus dirigentes saben que en las calles como en las prisiones, “el PCC tiene dos poderes: el miedo y el respeto”, comenta Souza. Osadía y corrupción Los dirigentes del PCC “son atrevidos e inteligentes”, dice Souza. Y enumera algunas de sus acciones: introducción de celulares y armas a las cárceles, asaltos bancarios, espectaculares fugas a través de túneles… Incluso recuerda que en 2006 el PCC introdujo 28 modernos televisores al presidio de Avaré para que Marcola y otros dirigentes pudieran ver el Mundial de Futbol. Osadía es la palabra más repetida por Souza para describir a esta organización; una osadía que se alimenta de la corrupción. “Mientras ésta exista en la policía y en los funcionarios penitenciarios, no hay nada que hacer”, afirma la periodista. Y señala que, según los cálculos de un preso miembro del PCC, alrededor de 10% de los agentes de la policía paulista, civil y militar, son miembros “bautizados” de la organización. Comenta que los jueces no son corruptos pero tienen miedo, sobre todo después de que en agosto pasado los Milicianos de Río de Janeiro –la organización criminal del estado vecino– asesinaron a la juez Patricia Acioli. A Souza le inquieta el aumento de los secuestros y asaltos en Sao Paulo. Asegura que la mayoría están vinculados con el PCC. El más espectacular de ellos fue el robo a una sucursal del banco Itaú en agosto pasado: los delincuentes se llevaron 100 millones de reales (unos 60 millones de dólares) en dinero y joyas. Fue el segundo mayor asalto de la historia de Brasil. “¿Para qué necesita el PCC ese dinero extra de caja?”, se pregunta Souza. Y sugiere una respuesta poco reconfortante: el liderazgo de Marcola estaría siendo disputado por Macarrao (Orlando Motta), uno de los nuevos dirigentes, quien considera demasiado pasiva la actitud del máximo líder y cree que ha llegado el momento de dar un golpe de efecto, similar al que se produjo con los ataques que, entre el 12 y el 15 de mayo de 2006, provocaron que las autoridades de Sao Paolo decretaran el estado de excepción. En esa ocasión hubo motines simultáneos en varias cárceles del estado, seguidos por asaltos bancarios, incendios de decenas de autobuses y la muerte tanto de miembros y simpatizantes del PCC como de policías y militares. Fue una guerra no declarada, pero abierta. Durante tres días la ciudad se paralizó. Muchos trabajadores se quedaron en sus casas, las escuelas cerraron y hasta la Bolsa de Sao Paulo suspendió parcialmente sus operaciones. El saldo oficial: 272 muertos, entre ellos 91 policías, según publicó Folha de Sao Paulo. La venganza de las fuerzas de seguridad fue brutal: atacaron las favelas y los barrios pobres de la periferia de la ciudad y dejaron una estela de 500 muertos, según calcularon testigos, reportes médicos e investigaciones de asociaciones civiles como Madres de Mayo y Justicia Global. “Poco después de los ataques de 2006, el gobernador de Sao Paulo, Geraldo Alckmin (del PSDB), almorzó con los directores de las televisoras. Al día siguiente nos llegó la orden de que no mencionáramos las siglas del PCC”, cuenta Souza. Actualmente la prensa sigue respetando esa ley del silencio impuesta por el gobierno de Sao Paulo. “Dicen que es para no hacerle propaganda a los criminales, pero eso es ridículo”, añade la reportera, quien sospecha que el gobierno pretende “ocultar el problema”. Si las clases medias de Sao Paulo, resguardadas en su torre de marfil, han creído que el PCC acabó porque la prensa dejó de hablar de él, la realidad es muy distinta en los barrios populares. Allí todos saben que el PCC domina, si no todas, la mayoría de las favelas. Saben quién es el piloto y saben que él puede garantizarles su seguridad. “Triángulo de la muerte” La mayor fuente de legitimidad del PCC en los suburbios de Sao Paulo se debe a un hecho: “Consiguió poner orden en la favela”, dice Helena, activista social, quien reside en un barrio de la periferia sur de la ciudad. Hace 10 años los habitantes de la zona sur de la capital paulista vivían con miedo. Los barrios de Jardim Sao Luis, Jardim Angela y Capao Redondo formaban el llamado “Triángulo de la Muerte”. Sus índices de muertes violentas eran superiores a los de algunos países en guerra. La tasa de homicidios en la favela Jardim Angela, por ejemplo, era de 123 por 100 mil habitantes, mientras que en el rico barrio de Moema la tasa era de tres por cada 100 mil. “La vida no valía nada: te podían matar por pasar por ahí, por una mirada, por una discusión en el bar”, narra Fernando, otro habitante de las favelas. Una década después se vive una relativa paz. Con todo, la de Sao Paulo sigue siendo una sociedad dual: al otro lado del puente que atraviesa el río Pinheiros, en los barrios populares de la ciudad, la mayoría es más negra y más pobre, vive bajo otros códigos y en muchos sentidos no se siente ciudadana de pleno derecho. Alckmin ha querido sacar réditos electorales de la notable disminución de la violencia en la ciudad. Pero en la periferia hay consenso: “No fue el Estado. Los homicidios bajaron por orden del PCC”, asegura Souza. Si alguien quiere asaltar o matar en la favela debe pedir permiso al Partido, que tiene sus propios tribunales. La desobediencia trae consigo la muerte “sin perdón”, como rezan sus estatutos. La población de la periferia disfruta así de una paz… frágil, pero paz al fin. Sin embargo el PCC también puede reprimir con brutalidad, por lo que los vecinos en esos barrios optan por guardar silencio ante sus acciones criminales. Incluso muchos prefieren el yugo de los miembros del PCC al de la policía: ambos reprimen y matan a la población, pero “la violencia policial contra el favelado es arbitraria, mientras que el Partido mata o maltrata sólo a quien le interesa, como la mafia”, matiza Helena. l –––– * Nazaret Castro, corresponsal en Brasil para el diario español Público, colaboradora de Le Monde Diplomatique y de la revista Caros Amigos, de Brasil.

Comentarios