¿Y ahora qué?

lunes, 9 de julio de 2012 · 11:01
MÉXICO, D.F. (Proceso).- ¿Y ahora qué viene? En cualquier democracia funcional el paso siguiente a una contienda electoral es que los partidos se ponen a debatir y negociar para llegar a acuerdos. ¿Negociar, pactar? ¿Te cae? En México esos términos tienen un tufo negativo, como de claudicar en principios o de ceder para obtener un beneficio personal. Sí, negociar y pactar son expresiones que entre nosotros arrastran el estigma de la transa. Sin embargo, para lograr acuerdos que beneficien al país hay que construir consensos, y eso requiere negociaciones y pactos. Hace unas semanas Gregorio Marañón y José Juan Toharia publicaron un artículo (El País, 13 de mayo de 2012) sobre la importancia suprema del consenso, donde argumentan que una urgente tarea que los gobernantes y la oposición deben emprender para afrontar la situación política con altura de estadistas es justamente el pacto político. Ellos establecen una diferencia entre el acuerdo político serio y los pactos “oportunistas”, y denuncian que se ha perdido el hábito de la transacción. Los autores usan la metáfora de un avión para hablar de su país y dicen que si el avión sufre una importante avería en pleno vuelo, “¿qué puede sentir el pasaje si ve al piloto y al copiloto enzarzarse ante ellos en descalificaciones mutuas, responsabilizando cada uno al otro de la inminente catástrofe, en vez de buscar, juntos, formas de evitarla?”. Esa imagen también sirve para hablar de lo que nos pasa aquí: Todos los habitantes de México vamos en el mismo avión, y si se cae, sucumbiríamos todos, los que votaron por EPN y los que no votamos por él. Aunque dentro del avión se encuentren distintas posturas ideológicas y políticas, y aunque lo tripule una sola de ellas, todas las personas compartimos la misma suerte del aparato en que estamos volando: Avión = Nación. El destino de México nos concierne a todos, sin importar por quién hayamos votado. Indudablemente hay temas sobre los que hoy es imposible ponerse de acuerdo, como el de despenalizar el aborto en todo el país, pero en cambio hay otros –como la reforma a nuestro sistema político, llevar a buen puerto la lucha contra la corrupción y la impunidad, o la ampliación y fortalecimiento del sistema de seguridad social– en los que todos anhelamos acuerdos porque nos beneficiarían por igual, independientemente de a quién hayamos otorgado nuestro voto. Si una vida política más democrática requiere que nuestros gobernantes y representantes políticos sean interlocutores productivos en vez de estériles adversarios, ¿por qué es tan difícil que razonen y discutan hasta ponerse de acuerdo en una decisión admisible para las distintas partes? Se me dirá que no es posible acordar con quienes hicieron uso indebido de recursos y medios en estas elecciones. Indudablemente que es difícil hacerlo, pero también es indispensable para que el país supere el trance en que está. A reserva de que la revisión de actas ratifique o descalifique el resultado provisional que hay por el momento, me parece que existe un problema de otro orden, que ninguna de las fuerzas políticas visualiza cabalmente: el peso de la subjetividad de los actores políticos, los de todos los partidos, y también de los ciudadanos que votaron por ellos. Me parece que existen, además de posturas ideológicas contrarias, cuestiones personales –rencores enquistados, desconfianzas arcaicas y arrogancia prepotente– que obstaculizan la construcción de las soluciones compartidas que se requieren. Los políticos no sólo están sometidos a fuertes presiones (algunas debidas a turbios intereses); también están a disposición de los vericuetos de su propio psiquismo: resentimientos, aprensiones y desprecios. Por eso la desavenencia política con frecuencia se traduce en enemistad, incluso en agresión. La subjetividad de muchos políticos les dificulta aceptar un proceso de deliberación y negociación que sirva para pactar un programa concertado de acciones que aborden urgentes problemas. Por eso, en este momento la acción política de la ciudadanía es imprescindible para exigir a nuestros representantes que, pese a las inconformidades y sospechas, busquen consensos, hagan negociaciones y pacten. Sé que una postura moderada corre el riesgo de ser considerada “traidora”. En México ser un político moderado no tiene prestigio, pues la moderación no se interpreta como consecuencia de la madurez, sino de la debilidad o el temor; la resistencia a ser prudente o moderado tiene que ver con esta valoración, que se desprende del machismo. Todavía no circula ampliamente en México la reflexión sobre las repercusiones éticas y políticas del machismo en la política. Sin embargo, es un hecho la correspondencia entre el funcionamiento psíquico individual y la cultura política tradicional, y por ello la actividad política expresa la subjetividad de quien se dedica a tal actividad. El mandato simbólico de la masculinidad –los hombres deben ser fuertes, duros, valientes– nutre la cultura política machista. Por eso algunos de los procesos intrasubjetivos de los actores políticos están trabados por la dimensión machista, que valora actitudes “heroicas” y desafiantes, mientras que desprecia características como la moderación y la prudencia, que son vividas como “femeninas”. Sí, mucha de la patología presente en las prácticas políticas se deriva de que ahí también se juega la confirmación de la masculinidad o de la feminidad. Por eso varias inseguridades agresivas y actitudes desafiantes son resultado, no de una decisión razonada y estratégica, sino del machismo cultural. Para que una nación avance en la resolución de sus grandes problemas nacionales no es necesario que las fuerzas políticas nieguen sus desacuerdos; lo indispensable es que aprendan a deliberar y negociar pacífica y consistentemente sobre ciertas vías a seguir. Así como decimos “lo cortés no quita lo valiente”, habría también que afirmar “lo negociador no quita lo congruente”. Mejorar nuestro funcionamiento político implica aceptar que, pese a que existen innegables diferencias, es necesario ponerse de acuerdo en algunas cosas. Quienes votamos por AMLO queremos que el país tenga un rumbo distinto. Hoy somos, con los datos preliminares, la segunda fuerza política de la nación. A diferencia de las elecciones pasadas, donde el conflicto poselectoral llevó a dar la espalda a una participación crítica y responsable frente al gobierno federal, hoy habría que estar ahí, y debatir, y negociar, y exigir, y hacerlo sin ceder en principios ni traicionar nuestros ideales, sino acotando nuestra intervención para lograr algunos objetivos decisivos en los que se pueda estar de acuerdo. Estoy convencida de que hay que funcionar como una oposición responsable y activa, exigente y razonable. Y por eso deseo que todos, clase política y ciudadanía, seamos capaces de comprender la metáfora del avión: o nos salvamos juntos o no se salva nadie. Tal vez así lograremos que nuestros representantes políticos se sienten a definir algunas bases para empezar a resolver los desgarradores problemas que hoy enfrenta nuestro país.

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