La cultura o la banalización

lunes, 3 de septiembre de 2012 · 12:58
Dentro de escasos días la nueva legislatura federal asumirá sus funciones, y dentro de escasos tres meses una nueva administración del Poder Ejecutivo hará lo propio, cuestión que formalmente habrá de clarificar pronto el Tribunal Federal Electoral; es decir, se acercan tiempos novedosos, aunque a ciencia cierta no necesariamente pueden significar tiempos mejores, a pesar de que anhelemos que así sean. Debo afirmar que por lo menos los 12 últimos años han sido de pesadilla para el ámbito cultural, particularmente para las instituciones que conforman este subsector a nivel federal. Engaños, acuerdos tramposos, ocurrencias, violación a las legislaciones, permisos y autorizaciones demenciales, implementación de proyectos que han lesionado terriblemente el funcionamiento de las instituciones. Pero también es verdad que una serie de presiones financieras, de orden político e ideológico y hasta de seguridad nacional expresado en la violencia, han ocasionado que cada día los problemas a los que se enfrentan nuestras instituciones sean cada vez más complejos y esto signifique un desafío para las mismas. En estos últimos años, sin embargo, la particularidad en el ejercicio de la función pública en diversos ámbitos ha sido la mediocridad, la ignorancia, la arrogancia y hasta la patanería de los funcionarios advenedizos nombrados para dirigir las instituciones y, lo que es peor, en varios casos violando las leyes que establecen perfiles para el nombramiento de los mismos. Es realmente increíble, a pesar de los escándalos de la Estela de Luz, de lo sucedido en el proyecto de Luz y Sonido en la Zona de Monumentos Arqueológicos de Teotihuacan y los miles de agujeros en una de las pirámides, de los permisos para conciertos en monumentos históricos y arqueológicos, el enorme problema de la Presa Temacapulín, de Teposcolula y Coixtlahuaca, estemos viviendo nuevos escándalos en Puebla y Michoacán, concretamente en los Fuertes de Guadalupe y Loreto y en el sitio arqueológico de Tzintzuntzan, respectivamente, derivados de quién sabe qué intereses de la autoridad central del INAH, que de manera irresponsable ha convertido a esa institución en una oficina de trámite para el comercio, la privatización y el espectáculo de facto de bienes de dominio público, como son nuestros monumentos arqueológicos e históricos. Pero aún peor resulta la indiferencia de los secretarios de Educación Pública, quienes por cierto desde hace ya varios años pretenden desentenderse de sus atribuciones-obligaciones contenidas en la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal y su Reglamento Interior, que le competen en esta materia, dejando que de hecho y derecho (mediante dos acuerdos, uno de ellos el 151, más lesivo e incluso ilegal, por la manera como se ha ejercido) el Conaculta se convierta en una secretaría de Estado y ahora peor, cuando en un reciente Acuerdo de la SEP se ha establecido claramente que dicho Consejo es Cabeza del subsector cultura y arte, haciendo de dicho subsector un imperio del presidente en turno de dicha institución. Indignante resulta cómo han invertido el funcionamiento de las instituciones convirtiendo a la administración en el elemento que predomina por encima de las funciones sustantivas de las dependencias que conforman el subsector cultura, lo que ha derivado en una mayor burocratización, malos tratos a sus trabajadores y a las personas en general. Unos de esos perjudicados han sido los académicos investigadores, quienes tienen que someterse a requisitos insospechados para poder obtener ya ni siquiera una apoyo para presentar ponencias o dar conferencias en otras latitudes, sino hasta para conseguir un simple permiso de salida. Evidentemente esto ha significado que el conocimiento, experiencia y criterio académico estén prácticamente ausentes de las decisiones de los funcionarios cuando autorizan obras o dan permisos; o en el caso de asignación de recursos provenientes de los Fondos, que estos criterios académicos estén ausentes y a muchos creadores se les margine discrecionalmente de tales apoyos y ya no digamos el enorme descuido de archivos y bibliotecas, entre otros campos. Pero en honor a la justicia, también habría que decir que se ha vuelto prácticamente estructural el problema de una desconfianza y suspicacia mutua entre autoridades y trabajadores, lo cual ha impedido construir espacios de diálogo y entendimiento, sin que esto justifique el actuar autoritario de ciertos directivos por encima de las disposiciones normativas que regulan las instituciones. Por otra parte, el papel de los legisladores ha sido igual de lamentable: cada legislatura es un caudal de iniciativas de ley o de reformas de leyes cuyo origen real se desconoce; quizás eso explica por qué están llenas de ocurrencias y únicamente han logrado confrontar aún más a esta comunidad. No se sabe realmente quiénes los asesoran, cómo construyen sus propuestas, cuánto gastan o pagan por cada proyecto de ley; forman “consejos o comisiones” a modo, marginando a sus críticos; sus decisiones en diversas ocasiones se someten a intereses de determinado funcionario del ejecutivo o de algún grupo de interés particular, por lo que el actuar autónomo del Poder Legislativo queda en entredicho pues realmente no hay una mínima técnica legislativa. Cada legislatura que llega es realmente incierta, pues para empezar la conformación de las comisiones de Cultura se da con personajes que poco o nada saben del tema, mucho menos de la problemática que se vive, realmente son premios de consolación para quienes no logran nada en otras comisiones. Aún así, piensan que vienen a inventar el hilo negro cuando lo que hacen es copiar de manera mecánica modelos “internacionales” que únicamente han complicado la aplicación de nuestro marco jurídico en un deliberado sometimiento a organismos multinacionales, perdiendo así la oportunidad de aprender de otras experiencias pero de manera razonada. Me parece que, en buena medida, la lucha que libran en estos momentos los académicos del INAH, al igual que los trabajadores de la Escuela Superior de Música y del INBA, entre otros sectores sociales, en defensa de nuestros monumentos nacionales, de orden e interés público, es reflejo de toda esta descomposición institucional que expresa claramente cómo ciertas cúpulas de la autoridad han seguido sus propios intereses, olvidándose de los fines por los que fueron creadas nuestras instituciones y también del Estado de derecho, salvo cuando se trata de perseguir judicialmente a sus trabajadores. Esta debacle institucional no debe continuar, el próximo gobierno, así como la próxima legislatura, deben entender que llegan ahí para atender demandas sociales y hacer prevalecer el interés público sobre el privado, no para hacer su voluntad propia. Deben entender que las instituciones, la historia y las culturas de este país merecen respeto y se los exigimos. Es urgente que sus consultores sean las propias instituciones públicas, quienes se dedican a la investigación académica en dichas materias, y trabajadores que han dejado su vida en ellas, sin dejar de escuchar voces críticas de organismos no gubernamentales y de carácter internacional en igualdad de circunstancias. El Estado no puede desentenderse de este campo educativo-cultural, de lo contrario corremos el riesgo de convertirlo todo en espectáculo y banalidad, lo cual sería grave y lamentable para los niños y jóvenes que ahora se forman y que ante la ausencia de un futuro que les ofrezca su gobierno optan por formar parte de organizaciones criminales. Por ello el Estado debe tener una idea clara de su política en este campo, definiendo qué lugar ocuparán “la cultura” y la educación en el proyecto nacional. Finalmente deben entender que la solución de esta multiplicidad de problemas forma parte de un proceso de reconstrucción de nuestras instituciones, que empieza por nombrar gente capaz al frente de las mismas, de devolverle el lugar que les corresponde en la educación y formación de los ciudadanos, de preguntar y asesorarse correctamente, por lo que dicho proceso no tiene por qué apegarse ni a los tiempos políticos ni a intereses particulares de individuos, de partidos o de administraciones, que es lo que ha prevalecido. Mientras no haya un conocimiento real y claro de la problemática, cometerán los mismos errores y por ende todo aquello visto como logro (léase el aumento presupuestal, etcétera) pierde relevancia ante esta cadena perversa que no se rompe; en sus manos está pues el reencauzar el rumbo de la actividad cultural, por lo menos lo que corresponde al gobierno y sus instituciones en el país.

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