El culto contemporáneo por la autenticidad (1)

domingo, 13 de enero de 2013 · 13:34
MÉXICO, D.F. (Proceso).- La creación artística ha estado íntimamente vinculada al mercado y éste ha cobrado en los últimos tiempos un auge inusitado en las grandes metrópolis. México no ha sido la excepción; sin embargo, el carácter distintivo del mercado mexicano es singular: su ausencia de organización. La impunidad con la que se conducen los agentes del mercado como las subastas de arte, las galerías y los expertos, entre otros, han impedido, por la falta de certidumbre jurídica, un desarrollo pleno del mercado del arte, que lo reduce consecuentemente a una actuación marginal. En septiembre 29 del 2009 el Banco de México, en funciones de institución fiduciaria del fideicomiso de Diego Rivera y Frida Kahlo, presentó una denuncia de hechos por la presunta falsificación de obras de Frida. El revuelo se inició con dos publicaciones que daban cuenta de obras de la pintora cuya proveniencia era dudosa: Finding Frida Kahlo, de Barbara Levine y Stephen Jayox, y Frida’s Labyrinth, Death, Pain and Ambivalence, de Jennifer Church y Daniel Friedman. A su vez, la editorial alemana VG Bild Kunst había puesto en duda la seriedad de estas publicaciones que se insertaron obviamente en el torbellino de la fridomanía. No resulta ocioso mencionar que el Kunstmuseum Gehrte-Remund en Baden Baden, Alemania, exhibe réplicas extraordinarias debidamente autorizadas, entre otras, de Frida. Dos lógicas en un mercado totalmente desordenado. Este es un episodio más que ilustra las graves carencias del actual sistema legal mexicano. Se hace pues necesario contribuir al debate en este orden. Este debate pareciera un asunto menor; no lo es, está en predicamento la protección de la creación artística nacional. La especificidad del consumidor de arte obliga al desarrollo de reglas de derecho singulares respecto a las cuales el sistema mexicano acusa graves deficiencias. Las falsificaciones de obras de Diego Rivera, de Frida Kahlo, de Rufino Tamayo, de María Izquierdo, de Remedios Varo y de Francisco Toledo, entre otros, se hacen en perjuicio de la creación artística mexicana. Numerosas son las interrogantes cuya respuesta se ha soslayado en el medio nacional. Las razones son múltiples, pero carece de sentido mencionarlas. La sustancia es lo relevante. Las falsificaciones en el mercado del arte no son un fenómeno nuevo. En las excavaciones de Praeneste, que albergaba el Santuario de la Fortuna Primigenia en el Lazio italiano, se encontraron diversos cuencos de plata egipcios falsificados por los comerciantes fenicios para abastecer el lucrativo mercado de la antigua Roma. Estas piezas se hallan en el Museo Arqueológico Penestrino en el Palazzo Barberini, en la serie de la tumba Bernardino. La magnificencia de las falsificaciones fenicias resultan sorprendentes; el famoso Cuenco de Idalión, en Chipre, da buena cuenta de ello. Las falsificaciones han tenido no solamente propósitos mercantiles, sino políticos, de gran envergadura. En un documento (Donatio Constantini, del año 300 d.C.) atribuido a Constantino El Grande, quien hizo del cristianismo la religión oficial del Imperio Romano, él le habría donado a la Iglesia católica el derecho de abrogarse los Estados pontificios. Con esta donación se constituyó el llamado Patrimonium Petri (Patrimonio de San Pedro) que le aseguró a la Iglesia el gobierno, entre otras provincias, de la ciudad de Roma. El efecto primario de este documento fue asociar a la Iglesia con la noción de Estado; las secuelas fueron de una gran trascendencia: el Vaticano se adjudicó el derecho de convalidar en las monarquías europeas el tránsito de una dinastía a otra; sirvió también para que León IX le exigiera a Miguel I Cerulario, patriarca ortodoxo de Bizancio, sumisión a su autoridad, así como al Sacro Imperio Romano Germánico. Siglos más tarde, en 1440, Lorenzo Valla demostró que se trataba de un documento apócrifo y reveló el fraude de la curia romana. La historia de las falsificaciones ha sido una constante en la creación artística y los falsificadores no han sido artistas menores: Miguel Ángel en sus primeros años esculpió el Cupido Durmiente y, a sugerencia de Lorenzo de Medici, el gran mecenas florentino, enterró esta escultura para darle la apariencia de antigua y obtener un mejor valor por ella. Fue descubierto y su escultura se demeritó fuertemente.   El arte imita a la vida...   Una de las metamorfosis renacentistas de mayor significación fue sin duda la ruptura entre el artesano y el artista; el artista renacentista escapó de las reglas rigurosas de los gremios medievales y con ello se indujo el tránsito de las artes mecánicas a las artes liberales. A partir del siglo XV italiano, las actividades de los pintores, escultores y arquitectos se diferencia singularmente de las artes mecánicas. Fue una toma de conciencia del valor del artista que corresponde al descubrimiento del arte clásico a través del humanismo (Lequette-de Kernenoaël). Como consecuencia inmediata se provocó la transmutación del vínculo entre el artista y su obra: el artista empieza a firmar sus obras. Las firmas de obras de arte, que son sumamente escasas en la Edad Media se convierten en una constante a partir del siglo XVI. Al singularizar su obra, el trabajo del artista dejó de tener una función decorativa y su creación artística devino obra de arte. Surge una nueva concepción entre el creador y el objeto de su creación (Moulin). Esta metamorfosis propició que los gremios medievales sucumbieran y que emergieran las academias de artes europeas, más flexibles que sus ancestros, ya que asimilaban nuevas tendencias artísticas, con lo que pudieron salvaguardar su prestigio, pero sobre todo su hegemonía.   …La vida imita al arte   Al periodo romántico se le puede atribuir una nueva concepción individualista y de imagen social del artista. El romanticismo europeo llevó al clímax la ideología carismática del artista. El advenimiento de la concepción individualista, acendrada por el romanticismo, la desaparición de la aristocracia como medio de financiamiento del arte y su remplazo por el mecenazgo burgués, impulsó la creación del mercado del arte con su irremediable especulación. Esta nueva concepción permitió la valorización de testimonios artísticos, como son los esbozos, los borradores y los meros ensayos entre otros, anteriormente irrelevantes; lo significativo empero es que surgen nuevos cánones estéticos en donde se realzan incluso las obras de arte inconclusas. Cézanne y Rodin son claros ejemplos de esto. En palabras de Balzac (Le chef-d’oeuvre) únicamente la obra imaginaria o invisible alcanza la perfección. El siglo XX lleva al extremo los anteriores cánones estéticos; el expresionismo, el cubismo, el dadaísmo, el surrealismo y tantos más tienen como común denominador el cambio constante de cánones estéticos. La matriz estética abandona el arte imitativo y la obra de arte deja de tener su función de ornamentación. La creación artística es el resultado de una inspiración totalmente libre que proviene del inconsciente del sujeto y que permite explorar con una metodología creativa una parte hasta entonces no revelada del ser humano: su inconsciente. Varios de los pensadores que marcan la última parte del siglo XIX no permanecieron impasibles a este torrente de movimientos artísticos; la verdad de la obra de arte se encuentra en el artista, diría Nietzsche. También Oscar Wilde sostendría: es la vida la que imita al arte; la vida es el espejo del arte (La decadencia de la mentira) que equivale a considerar al artista como un demiurgo. En este contexto nada más acertado resulta la leyenda que obra en el frontispicio del Museo de la Secesión en Viena: “A cada época su arte; al arte su libertad” (Der Zeit ihre Kunst; der Kunst ihre Freiheit). Una conclusión puede sustraerse de estas reflexiones: El arte es un conjunto de prácticas sociales y el canon estético está regido por dichas prácticas y por las representaciones que las acompañan. Las convenciones sociales determinan que la creación artística sea únicamente la original y la auténtica y que se incorporen como caracteres esenciales del valor de la obra de arte (Genette). Es precisamente esta sacralización de la creación artística la que va a determinar los fundamentos jurídicos del régimen de la obra de arte. Es fácilmente comprensible que el sistema jurídico se haya impregnado de esta nueva concepción del arte y del artista y que ante todas estas rupturas el aprendizaje en la disciplina jurídica atada al status quo ante haya reaccionado con lentitud y vacilaciones. La obra de arte adquiere una doble función: es a la vez el resultado de la creación artística, pero también una mercadería que está en el mercado, susceptible de comercialización. No obstante esto, la noción de obras de arte ha sido expansiva, especialmente en el ámbito de la antropología y la etnología, y se consideran ahora como tales objetos cuya función primaria había sido simbólica, simbolismo del que ahora se encuentran totalmente desprovistas. En Occidente se desarrollaron dos nociones estéticas que acompañan a la obra de arte en protección de la creación artística y del mercado de arte: la autenticidad y la originalidad, que se constituyeron rápidamente en los elementos operativos con los que se debe empezar a trabajar conforme a las nuevas concepciones estéticas: Para que una obra artística tenga la pretensión de ser legalmente protegida, debe ser original; la originalidad refleja la personalidad del artista. Tradicionalmente se había considerado como tal la ejecución personal y material del artista, lo que obligó a la jurisprudencia extranjera a crear una presunción de originalidad en el ámbito de las artes plásticas. No lo es ahora, pues lo que prevalece en la obra de arte es la visión singular del artista y no su ejecución material: no es la novedad lo que se protege, sino la aportación intelectual. La jurisprudencia extranjera también ha determinado que no existe obra de arte sin autenticidad. Es ahora la autenticidad la que determina si una creación artística es una obra de arte o un simple objeto de decoración. La obra de arte se convierte en la expresión excelsa de la personalidad del artista, que coincide con el culto al autógrafo que se inició en el romanticismo decimonónico y se arraiga en el siglo XX. El centro de gravedad en consecuencia se desplaza del análisis de la expresión de los cánones estéticos de la obra artística a la inspiración del artista y al reflejo material de su personalidad. Son la autenticidad y la originalidad, dos nociones omnipresentes y jurídicamente operativas, las que determinan la identidad de una obra de arte. En el ámbito internacional existe consenso en este sentido: Lo que debe protegerse en la obra de arte no es la calidad estética, que es evanescente y subjetiva, sino su antigüedad y su autenticidad. La protección se centra en consecuencia en su unicidad, en su autenticidad y en su originalidad. La autenticidad está lejos de ser una noción unívoca; inicialmente respondía al postulado del carácter único de la obra de arte, ejecutada por la mano del artista. Esta noción empero excluía a las artes de la reproducción, que son múltiples. La primera noción correspondía a un objeto singular que era el monotipo, y las segundas a objetos idénticos que se generan a partir del primero. La autenticidad es, pues, un fenómeno de una gran complejidad debido a diversos y nuevos elementos: los trabajos de taller, las copias, las réplicas y la restauración. Las obras de arte con tiraje múltiple, como el grabado y la litografía, ponen en predicamento la noción de originalidad, que se convierte en esa forma en un sucedáneo de la autenticidad, cuyas características esenciales son la fecha, el lugar y el objeto de la creación. Las divagaciones jurídicas en este ámbito introdujeron elementos de alta incertidumbre en los sistemas legales. Las turbulencias sociales del siglo XX hicieron el resto, lo que propició un terreno fértil para la perversión de la obra artística a través de las falsificaciones.   ___________________________________ *Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas.

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