Tónicos contra el desánimo

sábado, 23 de febrero de 2013 · 20:01
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Dada su unicidad en la música de concierto, los casos de Arcangelo Corelli y Félix Mendelssohn fueron abordados en esta columna (Proceso, 1889), por haber sido de los pocos que tuvieron una vida exenta de privaciones materiales. Es muy cierto que las penurias están siempre al acecho cuando se intenta sobrevivir merced a un trabajo creativo al que por su intangibilidad resulta difícil ponerle precio; como también lo es que sean contados aquellos que han podido dedicarse de lleno a la composición, al menos en sus inicios. Con los dedos de las manos podríamos enumerarlos y nos quedaríamos con dedos sobrantes. No es así en la música popular, donde sus hacedores pueden amasar fortunas, como tampoco para muchos de los intérpretes del arte sonoro. De éstos son de destacar los directores de orquesta quienes, por lo general, provienen de familias acaudaladas que ponen a su disposición peculio y relaciones sociales. Viene una vez más a colación el ejemplo mendelssohniano, pues fue uno de los pioneros en la dirección orquestal que se consolidó, ya desde la infancia, gracias al apoyo paterno. Su progenitor fue un banquero judío que no escatimó recursos para contratar regularmente a una orquesta para que su vástago pudiera ejercitarse en casa con la batuta y para que escuchara de inmediato sus composiciones. Son de agregar al grupúsculo de elegidos --entiéndase que se toman en cuenta aquellos músicos de incuestionable valía que contaron con una riqueza patrimonial realmente conspicua--, los compositores Carlo Gesualdo, un noble con títulos de conde y de príncipe, los aristócratas Aleksander Borodin y Joseph Boulogne, Chevalier de Saint-George, el potentado Francis Poulenc, el multimillonario Charles Ives y, para sorpresa nuestra, también aparece un mexicano. Hablamos de Ernesto Elorduy Medina, a quien debemos celebrarle en este 2013 su primer centenario luctuoso, no sólo por el indiscutible mérito de no haber incurrido en la inacción al tener la existencia resuelta, sino por la exquisitez de su obra y por la jerarquía que le corresponde dentro de nuestro nacionalismo musical. No es de extrañar que esa jerarquía se le siga escatimando, que sus composiciones pertenezcan todavía al limbo de lo ignoto e incluso, para muchos, de lo intrascendente. No en balde nació en este país, donde los logros personales atizan los complejos de la colectividad y donde la inquina, la maledicencia y la envidia surgen con una espontaneidad rayana en lo patológico. Como rezan sus apellidos, Elorduy Medina tuvo ancestros vascos por el costado paterno y árabes por el materno. Ambas ramas afincadas en México con la encomienda de hacer “la América”. Es así que en Zacatecas los Elorduy blasonaron una inmensa fortuna en la minería, y que, gracias a ella, nuestro músico logró cumplir con los dictados, tanto de su vocación como de su generosa condición humana. Tampoco debe sorprendernos que haya sido criticado por su desprendimiento financiero, hedonismo y bohemia. Mas no nos adelantemos a los avatares que le depararon sus caudales. Elorduy nació en la urbe minera en diciembre de 1853 y contó con una educación esmerada, aunque tendiente a la prosecución de los negocios familiares. Recibió las primeras lecciones de piano de su hermano Edmundo y después con profesores particulares. Conforme avanzó en sus estudios musicales, la perspectiva de abandonar la provincia se volvió imperativa, al grado de pensar en cruzar el Atlántico para allegarse la mejor instrucción que el mundo pudiera ofrecerle. Es claro que Ernesto soñaba con convertirse en un virtuoso, aunque eso chocara con la determinación familiar que lo veía como un buen pianista diletante. Acaso pueda decirse que un golpe de suerte allanó el camino para la cristalización de esos planes íntimos. En plena adolescencia los hermanos Elorduy se quedan huérfanos y reciben en heredad una cifra en pesos de oro y plata con la que cualquier sueño está al alcance de la imaginación. Ambos deciden olvidarse del emporio familiar para transferirse a Europa en 1871 como verdaderos indianos. Edmundo cursa economía y filosofía en universidades alemanas y, a la postre, se convierte en lingüista; por su lado, Ernesto decide presentarse con los maestros más eminentes para someter a consideración sus capacidades. Para su alborozo --y por supuesto, para el de la música mexicana--, el talento que manifiesta es reconocido por todos. En el Conservatorio de Hamburgo se convierte en discípulo de Clara Schumann, viuda del eximio compositor y toma clases con Joachim Raff, importante miembro de la tradición sinfónica germana.([1]) También en la ciudad hanseática absorbe las enseñanzas del connotado Anton Rubinstein, quien fundara el Conservatorio de San Petersburgo y fuera legítimo rival de Franz Liszt. Aunque fuera su alumno, Rubinstein se refiere a Elorduy como su “noble amigo azteca” y en reciprocidad por las deferencias recibidas, Ernesto le dedica su primera composición.([2]) Al dar por concluida la estancia alemana, el zacatecano se embarca en 1876 en un viaje que lo lleva por Grecia, Creta, Chipre, Turquía y Egipto. (Las impresiones de ese peregrinaje se verán reflejadas en muchas de sus futuras composiciones y también por esto será criticado). Posteriormente decide instalarse en París para estudiar con George Mathias, un discípulo de Chopin, quien le da los toques finales a su formación pianística. A pesar del sólido bagaje de conocimientos adquiridos Elorduy elude las salas de concierto y prefiere ingresar al cuerpo diplomático. Investido de cónsul reside en Marsella, Santander y Barcelona. En la ciudad portuaria francesa conoce a una hija del escritor Manuel Payno, y se marida con ella sin dilaciones. Al cabo de veinte años de destierro, Ernesto opta por regresar a la patria y, aquí sí, se destapa como concertista. Es el primer compositor mexicano que se exhibe como protagonista de recitales enteros conformados por su propia música. Semejante empresa sería suficiente para merecer reconocimientos ilimitados y vítores altisonantes, como mínimo un sitial en la Rotonda de las Personas Ilustres que, naturalmente, jamás obtendrá. En otras palabras, consigue vestir de frac a la música hecha en México, en una época donde sólo la que venía de Europa tenía ese estatus. En esto antecede a Manuel M. Ponce. Entre 1901 y 1906 funge como maestro del Conservatorio por recomendación de Justo Sierra. En el recinto conservatoriano estrena su única obra escénica --la zarzuela Zulema-- que, no obstante sus criticas entusiastas, pasará muchas décadas en silencio. Para residir en la capital elige la hermosa Casa del Risco de San Ángel, donde tienen lugar refinados jolgorios y sustanciosas verbenas en compañía de sus amigos. Es tanto el derroche para obsequiarlos que la fortuna decrece hasta extinguirse; cosa que a Elorduy no le hace mella, pues su divisa es poseer nada más aquello que logra regalar en vida. Llegada la hora final cierra los ojos con una sonrisa de gratitud por los privilegios que compartió sin reservas. Paradójicamente, sus restos estuvieron a punto de exhumarse debido a la falta de pago por la perpetuidad de la tumba en el panteón del Tepeyac. La afrenta fue evitada gracias a la intercesión del joven José F. Vásquez, quien alertó a la prensa, recaudó lo necesario y organizó en 1917 el primer homenaje póstumo. De entonces para acá, el olvido ha sido la norma. En cuanto al resto de su obra, hemos de decir que fue concebida fundamentalmente para el piano y que sobrepasa el centenar. Música toda preñada por el júbilo de existir;([3]) a la que Ponce admiró por estar “teñida de claridades lunares y enjoyada de estrellas.” ¿No sería deseable que tonificáramos más a menudo nuestro ánimo a través de esa música genuinamente nuestra que fue concebida por un hombre que supo hacer de su vida una inacabable fiesta? ¿Qué perdemos con intentarlo…?  


([1]) Se sugiere la audición del Allegretto de su sinfonía n° 11 titulada Der Winter. Disponible en el portal: proceso.com.mx
([2]) Se titula A orillas del Elba y se publicó en Hamburgo.
[3] Se recomienda la escucha de su vals Miniatura y de su mazurka María Luisa. También disponibles en la red.

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