El chacal melómano

sábado, 9 de marzo de 2013 · 19:22
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Existe una amplia bibliografía sobre los vínculos padre/madre-hijo, empero la relación abuelo-nieto no ha recibido suficiente atención de los estudiosos del comportamiento humano. La figura del abuelo podría simbolizar al viejo roble que, al sonido del llanto, levanta entre sus nudosas ramas al niño para resguardarlo de los peligros del bosque familiar que grita y castiga; encarnaría también el cariño sabio y la aceptación permisiva para el nieto. En suma, la cercanía con los abuelos, por breve que sea y aunque deba inventarse una vez transpuesto el umbral de la existencia, depara un amor sublimado que ya no lastima como el de padres y hermanos, sino que erige calladas fortalezas y entrelaza horizontes compasivos. Amparado en lo anterior y sin querer negar una extraña mezcla de inhibición y orgullo, el hacedor de esta columna se siente en el deber de recurrir a las evanescentes nociones --vagas y recubiertas en un halo de leyenda-- sobre el propio abuelo paterno, pues fue protagonista de una vivencia que merece ser narrada, precisamente ahora que acaba de conmemorarse el primer centenario de la Decena Trágica. Su mera consignación arrojará una luz impensable sobre uno de los presidentes más siniestros que haya tenido México (y vaya que la lista es larga). Samuel Máynez Prince nació en 1886 en Parras de la Fuente, Coahuila, en el seno de una familia con inclinaciones artísticas, tanto musicales como literarias. Margarita Prince, su madre, fue una pianista de origen irlandés --se presume que estuvo emparentada con el soldado John Prince del Batallón de San Patricio-- que se las ingenió para proveer de educación musical a sus 9 hijos (fotos de la época la muestran sentada al piano en compañía de una pequeña orquesta formada por ellos). En cuanto a su padre, Eduardo Máynez, se sabe que fue un hombre de leyes y libros, probablemente oriundo de Saltillo, que en algún momento estuvo ligado al Ateneo Fuente (dentro del mismo árbol genealógico aparecen el escritor Julio Torri Máynez que egresó del Ateneo([1]) y, en lugar distinguido, el jurista Eduardo García Máynez). El porqué de la residencia de la familia Máynez Prince en Parras es un dato esquivo, ligado quizá a la actividad docente del patriarca; sin embargo, resalta el hecho coincidente de ser la misma ciudad donde vieron la luz los hermanos Gustavo Adolfo y Francisco Indalecio Madero. Subsiste algún eco con respecto a la relación que pudo haber entre ambas familias, aseverándose que una cierta Cuquita Máynez fungió como maestra o institutriz de los niños Madero. Lo cierto es que iniciadas las campañas anti- reeleccionistas del prócer parrense, ningún Máynez fue indiferente y, cuanto menos, contrario (ulterior prueba del arraigado maderismo que se vivió en el ámbito hogareño fue la conservación, en calidad de reliquia, de una foto autografiada en 1912 por el ya para entonces ocupante de la codiciada silla presidencial). Poco o nada se sabe de la situación socioeconómica de la familia de amantes de la música, salvo que alcanzó para facilitar medios de superación muy por encima de aquellos destinados para aprender los tradicionales oficios que se reservaba a los varones. Aquí debe incluirse la adquisición de instrumentos musicales y la posibilidad de mandar a estudiar fuera de Coahuila a aquellos que quisieran proseguir la carrera de músicos. Tal fue el caso del abuelo Samuel y de su hermana Margarita quienes, respectivamente, habían aprendido a tocar el violín y el piano con las previsibles deficiencias emanadas de la instrucción materna. En una fecha imprecisa, en torno a los primeros años del siglo XX el joven violinista abandonó el terruño natal para ir a prepararse a la Ciudad de México. Sus estudios en la urbe capital fueron irregulares y quedaron truncos, es decir, nunca obtuvo un titulo y sus aficiones por la composición fueron cultivadas de manera autodidacta. Los únicos mentores conocidos con los que entabló una relación alumno-maestro fueron el catalán José Rocabruna --fundador y codirector con José F. Vásquez de la Orquesta Sinfónica de la Universidad-- y el violinista y compositor Pedro Valdez Fraga. Este último fue otro parrense afincado asimismo en el Distrito Federal que, cosa curiosa, habría de exiliarse en Cuba en 1916 junto a Luis G. Urbina y Manuel M. Ponce, por temor de ser ultimados por los testaferros de Venustiano Carranza, ya que se les acusaba de colaboracionistas con el régimen militar instaurado por Victoriano Huerta (para los Madero también se había predispuesto el exilio en La Habana). No hay forma de saber cómo transcurrieron los estertores del porfirismo para el abuelo violinista, no obstante puede inferirse que sobrevivió como la mayoría de sus colegas, es decir, tocando dónde y para quién fuera. Con toda seguridad comenzaron ahí sus estrecheces económicas. Es de recordarse que en esa época todavía no había orquestas con temporadas estables en el país, y que la pretensión de una seguridad social para los trabajadores de la música era una entelequia. El gremio filarmónico se ganaba la vida ofreciendo sus servicios en teatros e iglesias --todavía no iniciaban las contrataciones de las estaciones de radio--, y prestándose para llevar serenatas y “gallos”, además de “amenizar” los sitios de reunión de la burguesía. En este rubro, en el de la música para bailar y entretener, Máynez Prince obtuvo un puesto en el afamado Café Colón, donde formó un quinteto de cuerdas que comandaba desde su atril de primer violín. Por la prominencia del local y por la calidad de la clientela, puede suponerse que la valía de los músicos debía situarse por arriba de la norma y que el repertorio propuesto, además de ejecutarse con aceptable refinamiento, se conformaba por los éxitos melódicos en boga (los nombres de los integrantes del quinteto se desconocen, mas sobreviven en el archivo familiar las primeras composiciones del abuelo, concebidas para tocarse en ese recinto).([2]) Entre la concurrencia del Café Colón --estuvo ubicado sobre Paseo de La Reforma a la altura de lo que hoy vendría a ser la glorieta homónima-- destacó la del citado general Huerta, como acaba de recordárnoslo JEP en su último Inventario en estas mismas páginas, cuya generosidad --sus pelotones de fusilamiento jamás escatimaron balas para deshacerse de indeseables-- hacia los músicos entró en neto contraste con su desprecio por la criatura humana. En sus consuetudinarias visitas al Café --se dice que despachaba los asuntos de la gobernación en perenne estado de ebriedad y que, con suma frecuencia, lo hacía desde la mesa que siempre le tenían apartada--  no faltó la ocasión en que recompensara al quinteto con botellas de cognac. El siguiente testimonio sobre el militar jalisciense --fue escrito por una persona que se consideró su amiga-- funciona para sopesar el culmen del relato: Huerta no se preocupa mucho por saber a quien mata. Poco le interesa la vida humana (la suya o la ajena…([3]) En un arrebato de munificencia suscitado por el deleite que invariablemente le brindaban los asalariados del establecimiento, Huerta se presentó en una noche incierta con un costoso violín de regalo para que el titular del quinteto lo arrobara aún más con sonoridades inéditas. Requerido ante la presencia del odiado chacal en pos de recibir el invaluable obsequio, el abuelo se plantó con la frente en alto para espetarle seca y tajantemente: Yo no acepto nada de traidores ni asesinos…


([1]) También egresados del Ateneo Fuente fueron  Venustiano Carranza, Vito Alessio Robles, Artemio de Valle Arizpe y María Izquierdo.
([2]) Se recomienda la audición de las 3 danzas para violín y cuerdas “Frívola, Romántica y Bulliciosa” de la autoría de Samuel Máynez Prince. Encuéntrelas en el sitio proceso.com.mx
([3]) La frase pertenece al libro A diplomat´s wife in Mexico de la norteamericana Edith O´Shaugnessy.

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