Argentina: La tortura y "la complicidad social"

viernes, 7 de junio de 2013 · 22:26
BUENOS AIRES (apro).- “Este congreso tiene por objetivo generar una discusión en sentido crítico sobre la tortura; por eso hemos convocado a jueces y fiscales que están comprometidos con el tema para que puedan marcar cuáles son las deficiencias desde los poderes institucionales”, dice a Apro Nicolás Laino, funcionario de la Defensoría General de la Nación, a cargo de la organización del Primer Congreso Internacional Sobre Tortura y Otros Tratos Crueles, Inhumanos o Degradantes, desarrollado el 6 y 7 de junio en la Biblioteca Nacional de la ciudad de Buenos Aires. El congreso internacional es uno de los puntos destacados de la Campaña Nacional contra la Tortura. Ésta fue lanzada en marzo de este año por la Defensoría General de la Nación, que depende del Ministerio Público de la Defensa. Se extiende a lo largo de 2013, en homenaje al bicentenario de la Asamblea Constituyente del año 1813, cuyos representantes criollos, emancipados del poder español, abolieron la tortura, que hasta entonces era un instrumento legal del proceso penal. “Cada vez que se tortura, atrasamos 200 años”, es la consigna de la campaña. El llamamiento evoca el hito histórico y a la vez la lucha contra la persistencia de la tortura ilegal en lugares de encierro, como cárceles e institutos siquiátricos. “Hay un componente de tolerancia social a la violencia institucional, a las torturas, al maltrato carcelario, sobre el que hay que trabajar muy fuerte”, dice a Apro la panelista del congreso internacional Paula Litvachky. “Este congreso sirve para dar visibilidad al tema y discutir socialmente la tolerancia a ciertas prácticas de tortura y malos tratos que es necesario erradicar, porque justamente esta tolerancia es la que después genera políticas de demagogia punitiva”, sostiene. Litvachky dirige el área de Seguridad y Justicia del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), uno de los organismos de derechos humanos más prestigiosos de Argentina. Los panelistas abocados al análisis de la situación en Argentina coinciden en señalar que aquí los casos de tortura no se presentan de manera aislada. La lucha contra esta práctica necesita, por consiguiente, enfrentar poderes y estructuras. “No hay en la sociedad un rechazo visceral a la tortura”, sostuvo la propia defensora general de la nación, Stella Maris Martínez, en declaraciones que publicó el diario Página 12 el pasado 2 de junio. La funcionaria comparó, para graficar su postura, la reacción social mediática frente a dos noticias de julio de 2012: A mediados de ese mes se divulgó un video, grabado con un celular, en el que se veía a policías torturando a detenidos en una comisaría de la provincia de Salta. La repercusión del hecho en los medios se disolvió rápidamente. Días más tarde, se reveló que el Servicio Penitenciario Federal disponía de un programa de salidas para que algunos presos asistieran a actividades culturales, coordinadas por una ONG cercana al gobierno. El escándalo ocupó portadas y títulos durante más de una semana. “Frente a estos casos, yo creo que todavía tenemos una sociedad cómplice”, dijo la defensora Stella Maris Martínez en el citado artículo. Sostuvo que a las fuerzas de seguridad se les exige, ante casos de gran repercusión mediática, que encuentren una solución sin reparar en los medios. El congreso internacional en Buenos Aires abarcó los aspectos culturales, sociológicos e históricos de la tortura, su persistencia en tiempos de democracia, su judicialización, las experiencias en materia de prevención; además de las obligaciones de los Estados. La conferencia inaugural estuvo a cargo de Juan Méndez, relator especial de Naciones Unidas sobre la materia. Entre los panelistas puede citarse a Alberto Pérez Pérez, juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos; al director de legislación y políticas de Amnistía Internacional, Mike Bochenek; al miembro de la Corte Suprema argentina, Eugenio Raúl Zaffaroni; al magistrado de la Audiencia Nacional española, Ramón Sáez Valcárcel; y a la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto. Justicia permisiva Argentina ratificó en 1986 la Convención de las Naciones Unidas para prevenir y sancionar la tortura. Desde 1989 rige en el país la Convención del Sistema Interamericano de Protección de los Derechos Humanos. A ambas convenciones se les asignó un rango constitucional en 1994. La Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó en diciembre de 2002 un Protocolo Facultativo a la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes. En 2004, Argentina aprobó por ley este Protocolo, cuya finalidad es controlar las prácticas cotidianas dentro de las cárceles a través de un sistema preventivo de visitas periódicas. “Nosotros estamos impulsando fuertemente que Argentina ponga en funcionamiento el mecanismo nacional de prevención de la tortura y que empiece a funcionar de manera articulada con los mecanismos provinciales”, sostiene Litvachky. Mientras tanto, la tortura en los sitios de detención persiste. Su cifra negra se presume elevada. El número de condenas por torturas en cárceles o comisarías argentinas es bajísimo. La actitud de jueces y fiscales frente a este delito es permisiva. “En general los poderes judiciales en Argentina están respondiendo en forma muy débil a las denuncias que existen sobre violencia institucional en los lugares de encierro”, dice Litvachky. “Es necesario que los poderes judiciales profundicen sus políticas de sanción frente a las denuncias sobre prácticas de tortura y malos tratos”, dice, ya que “el modo en que el poder judicial responde en estos casos es también, indirectamente, una política de prevención”, puntualiza. Jueces y fiscales optan generalmente por desconfiar del preso que dice haber sido golpeado o torturado. Y cuando existen las pruebas, es difícil deslindar las responsabilidades. Desde el advenimiento de la democracia, en 1983, “se aprobó un artículo que responsabilizaba a título de culpa al director de la unidad”, contó la defensora general Martínez en la nota citada. “Ese artículo, que está vigente desde hace 30 años, se aplicó una sola vez”, señaló. “La impunidad que encuentran este tipo de hechos se ha vuelto una tolerancia no social y general, pero sí una tolerancia del sector del Estado, en concreto del Poder Judicial, que debería tomar estos crímenes cometidos al amparo o con la actuación de agentes estatales como los crímenes más graves, tal como se considera en el derecho internacional”, sostiene Laino. “Frente a estos hechos, los jueces y fiscales no investigan, no requieren medidas, los miran como algo leve o simplemente no les creen a los presos cuando cuentan sus historias de maltrato”, grafica el funcionario. Otro de los expositores del congreso, Jorge Taiana, fue canciller argentino entre 2005 y 2010. Taiana sabe de lo que habla. En 1975 fue detenido ilegalmente por la Policía Federal. Fue registrado como desaparecido. Posteriormente fue legalizado y estuvo preso en distintas cárceles de la dictadura hasta noviembre de 1982. Taiana considera que la tortura no sólo es un medio para obtener información sino que también constituye un elemento de disciplinamiento, que se aplica a delincuentes y al conjunto de excluidos que hay en la sociedad. “Lo que nosotros tenemos mayormente estudiado, por lo menos a nivel del sistema federal y provincial, es que hay un fuerte componente del maltrato y la tortura como forma de disciplinamiento y de gobernabilidad de los lugares de detención”, coincide Litvachky. “Y se identifican también algunas prácticas de violencia policial y de tortura o maltrato en comisarías, pero no en el nivel que se ve en las cárceles”, sostiene. La especialista cree que el uso de lo que se conoce como tortura procesal, que es la tortura para la confesión, no está tan extendido. “Aunque existen sí, claramente, prácticas de hostigamiento y maltrato a jóvenes, como la detención para averiguación de antecedentes, que tienen que ver más que nada con una función de control territorial”, explica. Menciona el caso de Luciano Arruga, un chico que está desaparecido desde el 31 de enero de 2009, cuando contaba con 16 años de edad. La familia sostiene que fue secuestrado por efectivos de la policía de la Provincia de Buenos Aires, para los que se habría negado a delinquir. “Nosotros vemos que esa desaparición sería como la manifestación más extrema de esas prácticas de hostigamiento policial”, dice Litvachky. Vulnerables Laino explica la situación que enfrenta un preso que ha sido víctima de torturas: “Frente a la impunidad absoluta en que quedan los hechos, los presos dicen ‘Para qué voy a denunciar, si terminan archivando todo porque no me creen o no me hicieron la prueba a tiempo; además me van a seguir cuidando los mismos torturadores’. “Y si lo mandan a otra cárcel, los penitenciarios federales se conocen, lo mismo los de las provincias, saben que es un denunciante y le terminan pegando. El temor a represalias hace que no se denuncien hechos”, resume. El Ministerio Público de la Defensa asiste a la víctima que quiere presentar una denuncia y lo acompaña con su equipo de abogados si quiere ser querellante. Pero también ha creado en 2010 un organismo que permite al detenido exponer la tortura sufrida sin tener que hacer la denuncia. Laino coordina esta Unidad de Registro, una especie de observatorio que monitorea casos de tortura en lugares de encierro y el uso de violencia desmedida de las fuerzas de seguridad en sus operativos. La idea del organismo es fortalecer la prevención de estos delitos. Se busca establecer patrones y producir estadísticas. “Los defensores oficiales, que defienden a muchos de los 10 mil presos que hay en las cárceles federales registran los hechos en una planilla”, sostiene Laino. “Allí hay información sobre la víctima, la unidad penitenciaria y el lugar donde ocurrió el hecho, el horario, sobre las características de los agresores en caso de que se conozcan”, sostiene. El observatorio ha permitido establecer que los grandes complejos carcelarios del Gran Buenos Aires presentan los índices más altos de violencia institucional. En el caso de las detenciones, la policía suele desplegar una violencia excesiva contra chicos en situación de calle o que vienen de las “villas de emergencia”. La mayoría de las víctimas de este maltrato provienen de la clase social más desfavorecida, que es la que hoy es la que se hacina en cárceles y comisarías. Litvachky advierte: “Los Estados que proponen modelos de inclusión social no pueden al mismo tiempo trabajar sobre modelos punitivos que impulsan un endurecimiento del sistema penal, que en general está orientado hacia los sectores populares. Porque eso es todo lo contrario a un sistema de inclusión.” La especialista propone, en cambio, reorientar los esfuerzos del sistema penal para dirigirlos contra las redes y no sobre los últimos eslabones. “Lo que uno ve en general es que el sistema penal está lleno de pobres y que las personas que son detenidas son los últimos eslabones de las cadenas —dice Litvachky— porque el Estado no tiene la inteligencia ni la política contra la criminalidad suficiente como para trabajar sobre las redes de ilegalidad, que son las que también generan violencia social y las que en última instancia producen delitos violentos que provocan alarma social.” El congreso internacional abordó también la tortura contra otros grupos de personas en situación de vulnerabilidad. En ese marco, se elogió la reciente reglamentación de la Ley de Salud Mental, que pretende evitar torturas en los lugares de encierro siquiátrico. “Para estas personas con problemas de salud mental la ley crea un mecanismo, un órgano de revisión, que va a tener facultades para controlar las internaciones”, explica Laino. “Porque mucha gente que está detenida en centros siquiátricos no está a disposición de un juez penal, el problema es que están a disposición de jueces civiles”, sostiene. “Los jueces civiles se vienen oponiendo a aplicar esta ley con el argumento de que no estaba reglamentada”, dice. “Se van a empezar a aplicar muchos derechos que surgían de la norma y que muchos jueces civiles, reacios a los nuevos paradigmas de derechos humanos, en el caso de internación siquiátrica, se estaban negando a aplicar”, afirma. La Ley de Salud Mental encontró “mucha resistencia de las corporaciones clásicas, que tenían todo el poder en el tema de salud mental, como por ejemplo los siquiatras”, explicó la defensora general Martínez en el artículo citado. La nueva ley “no concibe al enfermo meramente como un objeto de protección sino como un sujeto de derechos”. Tiene derecho a tener un abogado “que lo asesore sobre la racionalidad de que sea tratado privándolo de su libertad, con tratamientos que aplican mecanismos como la sujeción, el electroshock”, dijo la defensora. “Hemos logrado revertir esa medida extrema en un altísimo número de casos”, sostuvo. Extramuros El Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) presenta cada año un Informe de Derechos humanos. En el informe publicado en 2012, el CELS advierte que algunos indicadores, como la evolución de muertes en las cárceles, han mostrado un incremento preocupante. “Mientras que en 2010 hubo 33 muertes, en 2011 hubo 39”, puede leerse. “Esta ocurriendo en el Servicio Penitenciario Federal un número muy elevado de muertes”, constata Laino, cuyo sector en la Defensoría General de la Nación lleva el registro de las muertes en situación de encierro que se producen en el ámbito federal. “Algunas de esas muertes se producen por enfrentamientos entre internos, entonces dicen ‘No, se pelearon entre ellos, se mataron entre ellos’”, refiere el funcionario. “¿Por qué se matan? Se matan por un par de zapatillas, se matan porque no alcanza la comida”, sostiene. “Eso nos habla de una deficiencia estructural en el servicio penitenciario, ya que el poder de custodia tendría que evitar que esto pasara”. “Adentro y afuera, una frontera imaginaria. La brutalidad intramuros se propaga al resto de la sociedad y, lejos de pacificarla, aumenta los niveles de violencia”, escribió el 27 de julio de 2012 el periodista y director del CELS, Horacio Verbitsky, en el diario Página 12. “Más temprano que tarde estas prácticas intramuros se diseminan en toda la sociedad, que no está formada por compartimentos estancos”, sostiene el periodista. “Allí donde una vida no vale nada, todas se devalúan —dice—. Los asaltos a familias o personas mayores que son golpeadas en forma salvaje o sometidas al paso de corriente eléctrica prueban el aporte de las prácticas carcelarias a la inseguridad.” —¿Ve usted una relación entre los niveles de violencia institucional que viven los presos en las cárceles y la violencia que han asumido en los últimos 15 o 20 años los asaltos o robos? —se le pregunta a Litvachky. —Es difícil responder linealmente esa pregunta —dice la especialista— No hay estudios de impacto que puedan hacer esa relación tan directa. Lo que sí está claro es que cuando uno trabaja sobre la violencia social, sobre su disminución, la violencia institucional es uno de los aspectos centrales sobre los que hay que intervenir. Litvachky sostiene que “si la cárcel o las instituciones de encierro pretenden resolver algún aspecto vinculado con la generación de violencia social, que se expresa en algunos casos en el delito, aunque no siempre, esta respuesta estatal no puede ser una respuesta en la que se aplique violencia”. Dice: “Ahí hay una discusión moral, una discusión ética y una discusión político-institucional también”. Desde la Defensoría General de la Nación se plantea a futuro un cambio radical. El contacto con los presos estaría a cargo de personas con un rol de educadores antes que de guardias. El personal de seguridad haría sólo protección perimetral. Hacer cárceles pequeñas, gobernables. No abusar de la prisión preventiva. Desarticular la convicción de que el Estado debe castigar al delincuente a modo de venganza en vez de privarlo de la libertad en lugares sanos, limpios y seguros para sancionarlo e intentar recuperarlo. En lo inmediato, según Litchavsky, “es necesario que los poderes ejecutivos (nacional y provinciales) desarrollen sus propias políticas de prevención de la tortura, que tiene que ver con el modo en que funcionan los servicios penitenciarios y las policías”, dice. “Hay necesidad que tanto los servicios penitenciarios como las policías reformen sus prácticas, se reformen las leyes orgánicas, se fortalezca el control político tanto de los servicios penitenciarios como de las policías, y mejoren los sistemas de control interno”, sostiene la especialista.

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