Alternativas culturales (II parte y última)

domingo, 4 de agosto de 2013 · 13:17
MÉXICO, D.F. (Proceso).- La Declaración de México con motivo de la Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales (Mondiacult, México 1982) fue todo un manifiesto; en ella se explicitó un concepto de cultura muy comprensivo: es el conjunto de rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o a un grupo social y abarca, además de las artes y las letras, los modos de vida, las maneras de vivir juntos, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias. La definición referida, de claros tintes antropológicos, profundiza en los conceptos de los patrimonios culturales material e inmaterial que postulan que la cultura deja de ser una acumulación de obras y de conocimientos circunvenidos a las obras de arte y las humanidades reservadas a la élite. Dicha noción fue posteriormente desarrollada por la Escuela de Friburgo (Patrice Meyer-Bisch) y ahora se contiene en el Preámbulo de la Declaración Universal de la UNESCO sobre la diversidad cultural de 2001. Esta definición constituye una ruptura con el status quo específicamente en tres rubros cuya actualidad en México resulta innegable: el ideológico, que polemiza en torno a la función social del arte lato sensu; el filosófico, que sirve como sustento al desarrollo de la acción cultural del Estado, y el administrativo, que determina los nuevos modos de colaboración entre el Estado, las entidades federativas, las comunidades o grupos culturales y la elección de sus interlocutores, fundamentales para hacer operativa la acción cultural.   Un sistema nacional   En la reforma constitucional en materia de cultura se le dio competencia legislativa al Congreso general para que expidiera leyes que establecieran las bases sobre las cuales la Federación, los estados, los municipios y el Distrito Federal coordinaran sus acciones en la materia y estableciera los mecanismos de participación de los sectores social y privado para cumplir los fines previstos en el párrafo noveno del artículo cuarto de la Constitución. El Congreso debe ahora cumplir con el mandato cultural que le dio el poder revisor de la Constitución. Está obligado por lo tanto a crear un sistema cultural que, sin soslayar su complejidad por nuestra vocación federalista, sea original, descentralizado, equilibrado, dinámico y pluralista, que provenga de nuestra historia y que reconozca la multiculturalidad en toda la extensión del territorio nacional. Pero –y sobre todo– que desarrolle una firme función identitaria en constante metamorfosis, atribuible, entre otros, al ritmo de la globalización y a la hibridación intrínseca de las propias identidades. El imaginario nacional es un espacio sin solución de continuidad, contestatario y en constante recreación; no es una noción unitaria estática. La identidad cultural, la autonomía y la autenticidad constituyen las piedras angulares de nuestros grupos y comunidades culturales, en las cuales resalta el individuo. Pero el ser humano, por encima de cualquier otra lealtad, lo es primariamente con su cultura (Ernest Gellner). Al sistema cultural no se le puede visualizar como una política, sino como un movimiento cuyo eje es la participación social; su objetivo es claro: la creación de un civismo cultural fundado en la voluntad social colectiva y autónoma. En esta sociedad de cultura la sociedad debe ser incentivada para crear una cultura en constante movimiento; más que de política pública, se requiere de acciones culturales, de un sistema cultural que pueda galvanizar a nuestra sociedad hacia nuevas formas de solidaridad. Este sistema debe estar radicado en las universidades y en los grupos y comunidades culturales, sustrato de la organización de la sociedad civil y santuarios de la creatividad cultural mexicana. El énfasis debe hacerse en la sociedad civil, en la participación ciudadana, en la innovación y en la vanguardia. Para ello es necesario sacar a los actores culturales de la insularidad y de la marginalidad en la que se encuentran en la agenda nacional y pasarlos de la periferia al centro social para que la experiencia artística vuelva a convertirse en un ritual social. Pero este eje central social exige una neutralidad del Estado en el ámbito cultural. Este sistema debe estar destinado a multiplicar los espacios culturales en todo el territorio mexicano y asegurar la propagación de las diferentes expresiones –ya sea de excelencia, de conservación, de cultura para todos, de diversidad, de innovación o de participación–, capaces incluso de crear una contracultura. Por encima de las zozobras burocráticas de la progresión presupuestal en este rubro se encuentra el diseño de mecanismos y regulaciones que el gobierno debe imaginar para promover una forma eficaz de cultura, más dinámica y diversa. El texto constitucional del artículo 4°, párrafo noveno, es inequívoco en su mandato, al que debemos someternos y sólo a él responder: el acceso a la cultura es cultura para todos, cuyo sustrato es nuestra diversidad cultural. El multiculturalismo mexicano permite a todo individuo conservar su identidad y formar parte de una comunidad. Este sentimiento de pertenencia social estable tiende a fortalecer a todo individuo y a proporcionarle medios que le permitan luchar y sobrevivir a los entornos hostiles. La comunidad les confiere poder a sus miembros, les ofrece ocasionalmente oportunidades de participación y de vivir en un ámbito estable con una cultura que los valoriza. La emancipación no es solamente del individuo sino de su comunidad. La defensa del multiculturalismo es un combate por la autoestima del individuo, por su identidad y por su diversidad. Pero simultáneamente el multiculturalismo postula una representación colectiva, comporta elementos de un lenguaje común, espacios públicos y de marco cultural común de referencia. Este sistema debe valorizar el sentimiento de pertenencia a una comunidad que milita en un espacio común. Las comunidades o grupos culturales mexicanos satisfacen objetivos de interés general; tienen un sentido de responsabilidad colectiva, y son públicas no por su vínculo con el Estado sino por su función social. En ellas radica la riqueza de la diversidad cultural mexicana y es ahí en donde se gestan las nuevas expresiones culturales nacionales. Las culturas comunitarias constituyen una miríada de subculturas, provistas de un gran vigor y de una gran relevancia.   De la excepción a la diversidad   Jean Monnet, uno de los creadores de la actual Unión Europea, sostuvo que, en retrospectiva, si hubiese la posibilidad de iniciar nuevamente este singular proceso comunitario, se debería tomar como el Ursprung la cultura. La mejor prueba de la eficacia de cualquier sistema cultural es la creación cultural continua por parte de hombres y mujeres que integran la sociedad; de los recursos que emplean para ello y de los resultados que obtienen. Esto nos obliga necesariamente a reflexionar acerca de la manera en que la oferta cultural puede llegar a las clases populares y a las minorías y cómo se les debe asociar a la vida cultural. El legado cultural es una construcción social formada por el entretejido de múltiples narrativas provenientes de la historia, de la religión, del mito y de leyendas, entre otras muchas. Las narrativas comunitarias y la integridad de sus tradiciones son centrales en la formación de la identidad. Una comunidad o grupo cultural se define por su cultura, por su memoria colectiva y por su responsabilidad compartida, y, por lo tanto, la única manera de darle un significado a su cultura es potenciarla a través de su narrativa. Por su parte los bienes culturales, recursos nacionales no renovables por antonomasia, están íntimamente asociados al sistema correspondiente por medio de narrativas culturales, prácticas, valores y virtudes (Alasdair MacIntyre); son emanaciones de la comunidad y aseguran la continuidad cultural; vehiculan ideas, valores simbólicos y modos de vida que informan y recrean, y que contribuyen a forjar y a difundir la identidad colectiva, así como a influenciar las prácticas culturales (Jean Baptiste Harelimana). La relevancia de su integridad es por demás evidente. En nuestra época, sin embargo, la excepción cultural, fundada en la especificidad de los productos, bienes y servicios culturales por igual, es cuestionada por la tesis economicista que postula la libre circulación de todos los bienes y servicios. La orientación de las discusiones en el marco de la Organización Mundial de Comercio (OMC) son indubitables en cuanto a su tendencia: las creaciones e innovaciones inmateriales y culturales son capitales estratégicos, complementarios de los capitales materiales. Se asume que los bienes y servicios culturales se encuentran incorporados a la economía; se les conceptualiza como una fuerza productiva, como un instrumento de producción y de inversión al servicio de las empresas y consorcios, en términos semejantes a los de la ciencia y la tecnología, con abstracción de su función social, democrática y cultural. La misma naturaleza jurídica ambigua y equívoca de las actividades y expresiones culturales que se desarrollan entre el arte y la industria contribuyen a que este debate sea virulento y polémico en el ámbito internacional. En este entorno se redactó la Convención de la UNESCO de 2005 sobre protección y promoción de la diversidad de las expresiones culturales. Este instrumento postula que la diversidad cultural debe entenderse como un factor de desarrollo, como elemento de dignidad humana y como una fuente de creatividad. Pero su glamour se desvanece súbitamente si se observa en su texto la carencia de obligaciones vinculantes y de mecanismos ex post. Si bien México la ratificó en 2006, hizo una importante reserva, que es sintomática, al momento de acceder a ella. Esta Convención debe armonizarse con los acuerdos de la OMC. Es claro que dicho instrumento acusa por lo tanto graves debilidades frente a los principios liberales de la OMC, lo que explica que haya perdido su fuerza constrictiva. Resulta igualmente evidente que en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, si bien a la iniciativa de Canadá se incorporó la fórmula de la excepción cultural, ésta se encuentra vinculada a una cláusula subsidiaria de retorsión que permite a los Estados Unidos implementarla en otros sectores; a ello habría que agregar que los paneles de arbitraje en la OMC le han sido adversos a Canadá. México, en este contexto, no es excepción. En el ámbito nacional el debate también perdura; su intensidad y polarización no hacen más que evidenciar una falta de consenso social mínimo. En el amparo en revisión promovido por Costco, que alegaba la conculcación de las garantías de libertad de comercio y de libre concurrencia económica, bajo la tutela del artículo 28 constitucional, que en su criterio incurría la ley de fomento para la lectura y el libro, el pleno de la Suprema Corte de Justicia resolvió, en una votación de seis a cinco, negarle la protección de la justicia federal, pues consideró que el fundamento constitucional correcto era el acceso a la cultura, conforme a la reforma del artículo 4° párrafo noveno de la Constitución. A esta resolución le han seguido otras más, que empiezan a reflejar un mayor acendramiento de los fundamentos culturales de la Carta Magna. La diversidad es el elemento que pudiera restablecer el equilibrio precario de la producción y de las difusiones culturales, y contribuir con ello a superar las asimetrías en el ámbito internacional, cuya consecuencia es la dominancia cultural. La diversidad debe convertirse en un factor de cambio de orientación y en una estrategia positiva de la globalización (Françoise Bennamoui). Ello no podrá lograrse sin el fomento de la raigambre de nuestra diversidad. Este es el reto de nuestra sociedad. Ahora más que nunca se requiere que el posicionamiento político de la excepción cultural pueda articularse jurídicamente; que de los postulados teleológicos se transite al rigor de las construcciones jurídicas. Se deben finalmente superar los defectos innatos de la noción de diversidad cultural y darle coherencia cognoscitiva en nuestro marco normativo e institucional.   El déficit   Todo sistema político, especialmente el democrático, busca legitimarse con la cultura. Nadie se resiste a hablar en nombre de la cultura, y menos a predicar su abandono. Frente a esta realidad debe hacerse un diagnóstico nacional, sin ideas preconcebidas, desactivar los prejuicios con los hechos y aceptar los resultados, por más severos que pudieran ser. Se trata de informar, de restituir la complejidad a los hechos, de darle coherencia a las cifras, para allegarse elementos confiables, únicos indicadores a partir de los cuales pueda debatirse el sistema cultural nacional. Se debe privilegiar la realización de estudios transversales e investigaciones longitudinales como vehículos naturales del conocimiento de la compleja realidad cultural mexicana, vertebrados con una metodología que tenga presente la constante temporal para evitar metonimias, atribuibles a la compleja experiencia cultural de un grupo o comunidad. La acción cultural debe responder a una amalgama de acciones culturales diversas y variadas que puedan ser retransmitidas a las sucesivas generaciones. Las estructuras culturales son las que aseguran la multiplicación de las posibilidades de realización de los individuos que forman nuestros grupos o comunidades culturales. El Estado debe promover la diversidad y la calidad de la innovación cultural con el propósito de vigorizar nuestras estructuras culturales. De la forma en la que entendamos el significado de nuestro legado cultural dependerá el trazo de la política respecto del mismo y poder instilar un nuevo civismo cultural. Se trata finalmente de crear una agitación cultural perenne de largo alcance.   *Doctor en derecho por la Universidad Panthéon Assas.

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