Los enselvados de la ópera

sábado, 21 de septiembre de 2013 · 19:00
MÉXICO, D.F. (Proceso).- En este 2013 el planeta se apresta para festejar a Richard Wagner y Giuseppe Verdi por el segundo centenario de sus natalicios. Al sajón Wagner, nacido un 22 de mayo en Leipzig, y a Verdi, quien vio la luz un 10 de octubre en un villorrio de Parma, se les considera, justamente, como dos de los operistas más prominentes. Con respecto a los homenajes que se le rinden en México al atrabiliario y racista alemán, esta columna no quiso inmiscuirse, ya que no hubo un sólo argumento de ópera donde manifestara un interés que no fuera más allá de sus propias mitologías. No podía haber sido de otra forma, pues Wagner vivió con el complejo de sentirse un ser superior, y aquellos que no encuadraron con el biotipo ario le merecieron desprecio. En cambio, el rústico y rupestre italiano, sin demérito de su genialidad, coqueteó con diversas temáticas entre las que refulge, por su rareza, una aproximación al indígena de América. De esta última llamada Alzira hablaremos en nuestra segunda parte. Mas volvamos al exordio, para dar comienzo a la contextualización que la materia nos requiere. Decíamos entonces que ambos personajes alcanzaron cimas en el arte melodramático y que no creímos necesario sumarnos a la conmemoración wagneriana porque la relevancia de sus aportaciones es incuestionable y porque en el país se han escuchado sus principales óperas con distintas puestas en escena que arrancan desde los primeros años del siglo XX. Curiosamente, la producción wagneriana ha sido el proyecto más caro para la historia de la ópera en México con un dispendio --no puede llamarse de otra manera-- de 34 millones de pesos (según las cifras oficialmente reconocidas) para el montaje de la Tetralogía que corrió por cuenta de Sergio Vela en la primera década de este nuevo siglo.([1]) Es imposible justificar el exorbitante costo, además de lo obvio, por la sencilla razón de que en México se producen muy pocas voces wagnerianas --eso implica la forzosa contratación de cantantes extranjeros-- y que no hay muchos públicos entrenados para degustar ese tipo de repertorio. Diametral diferencia con la ópera italiana, que fue concebida para espectadores más terrenales. En tanto objeto de estudio de la antropología, la comunicación y la psicología, la ópera posee un valor inestimable. Bien sabemos que su aposentamiento en los espacios teatrales del orbe ha sido objeto de sátiras y caricaturizaciones pero, sobre todo, de amores desenfrenados. O se le ama o se le repudia. Rousseau escribe: “No pueden tener idea de los gritos espantosos, de los largos mugidos con los que resuena el teatro durante las representaciones. Se ven actrices casi convulsionándose que se arrancan forzadamente esos gritos de los pulmones, con los puños cerrados contra el seno, la cabeza torcida, el rostro inflamado, las venas saltadas, el pecho jadeante; no puede decirse cuál se ofende más, si el ojo o el oído. […] y el colmo es que estos gritos son, casi por norma, la única cosa que los espectadores aplauden.” Y Voltaire no se queda atrás: “Acaso me gustaría más la ópera, si no se hubiera dado con el secreto de hacer de ella un monstruo indignante. Que vaya quien quiera a ver esas tragedias musicales en las que las escenas están hechas sólo para llevar, desastrosamente, dos o tres canciones ridículas que hacen valer el gaznate de una actriz. […] En cuanto a mí, hace tiempo que renuncié a esas miserias que edifican actualmente la gloria de Italia, y que sus soberanos pagan tan caro.” A guisa de escaparate, la ópera pone al descubierto los anhelos más recónditos del alma humana, tanto en sus meridianos luminosos como en sus insondables abismos. Aunque hablar de ella sea un intento fútil por asir lo inasible, no sería erróneo enunciar que es una criatura amorfa salida de los pliegues de nuestra contradictoria humanidad que nos retrata de cuerpo y espíritu enteros. “La ópera es un pedazo de pomposa locura”, consignó Charles Marguetel, pero ¿dónde radica la clave de su auge? ¿Reside su poder en la exaltación de las pasiones? ¿No reconoció Rousseau en su Dictionaire de musique que: “La energía de todos los sentimientos, la violencia de todas las pasiones son el objeto principal del drama lírico”? ...Quizá podamos encontrar respuestas, precisamente ahí, en la pasión y en los arcanos que desata. Lo consustancial del fenómeno operístico es brindar al inconsciente de aquel que la disfruta --aunque deba padecerla-- una refracción de sus miedos primigenios de tal suerte, que el “operópata” es sujeto de regresiones oníricas. “El hecho teatral aparece como el perfecto escenario analógico de ese otro escenario que es el inconsciente”, sostiene Marie-France Castarède. Dado lo expuesto, ¿sería de extrañar que una vez catado su inmenso poder para la manipulación del inconsciente, la ópera haya sido utilizada como vehículo para la glorificación de sus promotores y para asegurar la supervivencia de imperialismos y regímenes autocráticos? Es indudable que a través de la diversión se catequiza de una manera sutilmente perfecta, y que el catequizado rara vez se percata del adoctrinamiento que se ha operado en su interior. Ahora sí podemos referirnos a la primera ópera que se interesó por el indígena, pero antes anotemos que, con respecto a las otras artes, la ópera fue la última en ocuparse de ellos. Remontémonos pues al 1656. Se estrena ahí, en plena época del puritanismo británico, la ópera The cruelty of the Spaniards in Peru, del dramaturgo Sir William Davenant y del compositor Matthew Locke,([2]) cuya fuente fue la Destrucción de las Indias de Bartolomé de Las Casas, recién traducida al inglés y dedicada a Oliver Cromwell con el sugestivo título de The tears of the Indians. Debemos reparar que al momento del estreno londinense, se vivía todavía en Inglaterra la interdicción para que sus ciudadanos acudieran al teatro. No sin una cierta razón, Cromwell creía que en los escenarios teatrales se consolidaba la degradación y envilecimiento del pueblo. La manera en que Davenant convenció al represor fue aduciendo que su ópera invocaba fines morales: “Si se admiten representaciones sin obscenidad, blasfemia y escándalo, el primer tema sean la conquista bárbara de las Indias Occidentales por los españoles y los actos de crueldad que cometieron con los súbditos de esa nación… Cosa que puede ser de cierto provecho.” --argumentó. En cuanto a la “provechosa” trama baste decir que en las primeras escenas se ilustran las guerras intestinas de los últimos incas a las que se sobreponen las de conquista. Al tiempo de la consumación de ésta se descubren los desmanes hispanos. No se excluye el trabajo infrahumano de las minas ni las brutales torturas ejercidas por la Inquisición hasta que, por fin, en la última escena, aparecen en el horizonte los salvadores de los indígenas… ¿Podríamos tener dudas de su identidad? Ciertamente no. Son, nada menos, que los marineros de la flota inglesa… Una ligera “licencia poética”, explicó el autor. En esta “licencia” encontramos respuestas interesantes: Davenant construyó una versión amañada de los hechos para que los desinformados británicos festejaran los ataques de su armada contra España. Recordemos que en ese momento se libraba la guerra Anglo-Española (1654-1660) y que el conflicto se desató por la codicia inglesa al constatar las riquezas que los iberos extraían de América. Cromwell no dudó de que con esta contrafacción de los hechos sus gobernados lo aplaudirían. Por eso reabrió los teatros. Era prioritario que los enemigos fueran vistos como seres desalmados, los marineros británicos --también los piratas-- como héroes y que su rapacidad se entendiera como servicio a la patria. Así comenzó a armarse la leyenda negra de la conquista española, y fueron los “moralistas” ingleses los primeros en propugnarla. Dos años después, para reforzar el efecto, Davenant escribió The History of Sir Francis Drake, cuya acción transcurre frente a las costas peruanas.([3]) En el libreto, las “licencias poéticas” convierten al pirata en un libertador de los indios cimarrones y en un ser magnánimo y generoso. Al final de la ópera, cuando los españoles quedan vencidos por la alianza anglo/indígena, Drake le perdona la vida a dos de ellos… Ya para finales del XVII surgió la ópera de Henry Purcell The Indian Queen sobre un libreto escrito por John Dryden y Robert Howard, en cuyo argumento figura un cierto Montezuma como mercenario al servicio de los incas, quienes tienen pirámides de oro puro. Ese es el verdadero motivo de la rivalidad entre incas y aztecas…([4]) (continuará)


([1]) Vale la pena señalar, como todo mundo sabe,que el abogado Vela manejó a su antojo los presupuestos de Bellas Artes, el Conaculta y la UNAM principalmente, para satisfacer  su germanofilia y su egolatría. Sería de señalar que sus ínfulas empatan su desubicación, ya que le tocó nacer en un país de muertos de hambre donde la  “impureza” racial es la norma. No en balde es un adorador del operista alemán, que llega a extremos, a saber, que en sus ágapes reserva un asiento para  Wagner, escanciándole vino a una copa fantasma y que para la formalización del compromiso con una de sus mujeres, que por cierto no era amante de  la  ópera, mandó confeccionar una gelatina verde con la efigie del compositor para que los convidados ingirieran la transustanciación de su espíritu. Además, a la dama le ofrendó el riguroso anillo de compromiso asentándolo sobre tierra extraída de la tumba de su ídolo.
([2]) Su partitura está perdida.
([3]) La música también está extraviada.
([4]) Se recomienda la audición del trío What a flatt´ring noyse donde se describe el cascabeleo de las serpientes como metáfora de la envidia entre las etnias citadas. Disponible en el sitio: proceso.com.mx

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