Periplo masticado: La infección latente

sábado, 9 de noviembre de 2013 · 23:37
BREZINKA, Polonia.- Tanto la literatura como la filmografía sobre el genocidio nazi son de una inusitada extensión y es imposible quedar incólume. En el ámbito narrativo existen tres categorías reconocibles: los diarios o memoriales de los deportados, las obras sociológicas o históricas sobre el tema y las meras elaboraciones literarias; no obstante, subsiste un relativo desconocimiento sobre las funciones que desempeñó la música dentro de los campos de exterminio y en particular sobre los más famosos e infaustos: aquellos tres que componen el complejo de Auschwitz. Sea éste un respetuoso tentativo de aproximación en aras de exponer algunos de los contradictorios mecanismos que se operaron entre víctimas y verdugos, al tiempo que el arte sonoro desplegaba sus virtudes y se le empleaba para musicalizar lo inenarrable, es decir, ordenar, diferir y aliviar la inducida fragilidad de la existencia humana. Ya desde la llegada al estacionamiento del Museo o Lugar de la Memoria --en el Lager de Birkenau, o Auschwitz II, fue donde se llevó a cabo, gracias a sus cinco cámaras de gas, la faceta más cruenta del holocausto-- se percibe una pesadez colectiva que coarta cualquier esbozo de sonrisa. De los autobuses descienden multitudes que, en su mayoría, inician su marcha ondeando banderas y acompañándose con cantos en hebreo y yiddish. Son ellos los actuales hijos de Israel que desandan el camino de la tierra prometida para hacer un peregrinaje hasta este epicentro del horror y la sinrazón. Para los demás caminantes, hundidos tal vez en un silencio interior cuajado de desgarradoras invocaciones, surgen sentimientos de solidaridad que van mezclándose con la constatación de lo insondable. Esta misma senda, y están las vías de ferrocarril para atestiguarlo, fue recorrida por los vagones rebosantes de seres humanos destinados, cuales reses contagiosas, al sacrificio metódico y sistemáticamente perfeccionado de sus carniceros. Eran una plaga y así debían tratarse. Metros más adelante se yergue la torre de vigilancia mejor conocida como Puerta de la Muerte a través de la cual es forzoso internarse. Hoy se entra a pie, pero es fácil sintonizarse con la angustia que plasmaron en el aire el millón 100 mil personas que se cree surcaron este umbral sin un regreso posible. A ese número aproximado de víctimas se suman los pocos sobrevivientes que encontró el Ejército Rojo al momento de la liberación en enero de 1945, hablándose de un número no mayor a los tres mil individuos.([1]) Una vez sobre las diversas plataformas de las vías –que ingresando al campo se bifurcan-- tórnase prioritario imaginar la sarcástica brutalidad de la escena: por un costado se apostaba uno de los ensambles de reclusos destinado a dar la bienvenida ,y la selección musical casi siempre se ordenaba de acuerdo al lugar de origen del convoy.([2]) Por otro lado, las fotografías revelan cómo era vomitada desde las entrañas de los trenes la muchedumbre que había de alinearse según sexo, edad y condiciones físicas. Niños, ancianos y enfermos eran escoltados, sin mayores preámbulos, hacia los “baños” donde habrían de perecer en un lapso bien especificado por el sistema teutón. Si las cámaras mortuorias con sus respectivos crematorios estaban saturadas se decretaba entonces una suerte de antesala en el bosque de abedules aledaño. Como un marasmo sonoro puede recrearse con los oídos de la mente la gritería de guardias y prisioneros junto a los sones que la acallaban. La resultante imaginaria se conecta con los himnos que entonan con mayor convicción aún los visitantes venidos de Israel y con las voces de los guías que en la actualidad explican los pormenores del recorrido. Para acrecentar el realismo se expone para los recién llegados uno de aquellos vagones de la infamia; ahí pueden apreciarse las piedras que depositan religiosamente los turistas de extracción judía, en señal de presencia tangible, ante el espíritu de los ancestros que en él perecieron. A la izquierda se vislumbra el inmueble llamado Blockführerstube, donde los comandantes alemanes realizaban sus labores administrativas; en derredor, trasegada la vista por las alambradas, se enseñorean los restos de los barracones en los que se hacinaba a los desahuciados huéspedes. Si se decide entrar a alguno de los que están en pie, debe estarse preparado para recibir una bocanada indecible de dolor. Ahí conciliaron el sueño y encontraron reposo los cuerpos exhaustos que seguían con vida merced a un destino caprichoso que los requería para los trabajos forzados. Viene a cuento el relato de Primo Levi, otro de los pocos elegidos que, estando débil, salió ileso: “Mientras se distribuye el pan, uno puede oír, en el aire oscuro, que la orquesta comienza a tocar; los compañeros sanos están saliendo en escuadras al trabajo. El percutir de tambores y címbalos nos alcanza continua y monótonamente. Las tonadas son pocas, las mismas mañana y tarde: las marchas y canciones populares que aman los alemanes; son la voz del Lager, la expresión perceptible de su geométrica locura. Cuando la música suena sabemos que nuestros compañeros, fuera en la niebla, marchan como autómatas; sus almas están muertas y la música las lleva, como el viento a las hojas secas, ocupando el lugar de su voluntad.” Efectivamente, Levi confirma que los grupos musicales tenían una función precisa, mas los documentos arrojan datos sobrecogedores: no sólo eran ensambles pequeños, sino que llegaron a formarse orquestas sinfónicas con 80 integrantes, bandas de metales de 120 elementos, orquestas femeninas, coros y bandas de jazz y de músicas populares. Sus obligaciones, amén de mantener el ánimo levantado de la población, consistían también en “amenizar” las ejecuciones públicas, en proporcionar el alimento espiritual de los victimarios y en dar realce a las ceremonias nazis y a los tours de los jerarcas. El trompetista Herman Sachnowitz describió: “Tocábamos en otras ocasiones, especialmente en los fusilamientos que por lo general ocurrían los domingos por la tarde. Quizá se pretendía con ellos silenciar las protestas. Un espectáculo grotesco que se había ordenado desde la cúpula del Reich. Para garantizar nuestro buen desempeño, los hombres de la SS nos rodeaban con armas cargadas.” Como puede intuirse, a los músicos “oficiales” se les reservaban ciertos privilegios como porciones de alimento menos miserables y, sobre todo, el de preservar la vida un poco más. Hay casos de sobrevivencia que merecen mención, como el de la joven cantante Ewa Filipowicz, quien se dirigió a una guardia ofreciéndose a cantarle algo a cambio de comida: “Canté para ella, en medio de la barraca, un aria de Puccini y no sólo me concedió un pedazo extra de pan sino que me reclutó en el coro femenino. Había veces en que nos despertaban en plena madrugada para llevarnos a las fiestas de los altos oficiales, donde teníamos que cantar un repertorio que siempre los conmovía. Canté Schumann y Schubert para asesinos del calibre de Eichmann, Mengele, Höss y Himmler. Era una ironía atroz verlos al borde del llanto mientras me escuchaban para, a la mañana siguiente, retomada su personalidad criminal, supervisar con celo la eficiencia de la maquinaria homicida.” Debidamente resguardados aparecen los objetos que dan cuenta de la organizada barbarie: montañas de cabellos, de prótesis, de maletas y de vestimentas, muchas de ellas de infantes que no dejaron de serlo encontrándose en el más allá con la inocencia mutilada. Como corolario de la visita se eligen las ruinas de los crematorios --antes de huir los nazis quisieron eliminar las evidencias incriminatorias-- donde pervive una historia que subyuga: Ilse Weber, una heroica compositora y poeta que trabajó como enfermera en el campo de concentración de Terezin en Checoslovaquia, se apegó tanto a los niños enclenques que tuvo a su cargo, que se obstinó en ser transportada con ellos. Llegado el cargamento humano a su destino final, Ilse hizo acopio de instinto empeñándose en acompañar a las criaturas hasta las cámaras de gas. En el grupo iba su propio hijo. Los testigos narran que entró cantando con ellos un arrullo que les había compuesto y enseñado mientras los curaba.([3])  Con la existencia al punto del colapso Ilse seguía cantándoles: ¡Qué silencioso es el mundo!/ no hay sonido que turbe su quietud. / Duerme mi pequeño infante, duerme también… Vuelven a apiñarse las caravanas para salir y en los rostros se transparenta la pesadumbre. Debe darse por concluida la parábola dantesca para reincorporase al reino de los vivos. La experiencia de haber regresado de Auschwitz-Birkenau se arrastra como una bendición envenenada. Con las banderas macilentas, los grupos de israelíes ya no cantan y en su penosa marcha hacia el estacionamiento se reactiva un virus que no enmudece: bajo la luz solar varios neonazis los aguardan para entonarles nuevas canciones que censuran su sobrevivencia. Los nuevos guardias callan mientras el mundo, infectado de odios, sigue girando envuelto en un ruido que adormece…


([1]) El campo de Birkenau se planeó para albergar a 20 mil prisioneros --mujeres y niños principalmente-- aunque se ha dicho que en los momentos más febriles de la deportación llegaron a hacinarse alrededor de 100 mil.
([2]) Erika Rothschild, una de las sobrevivientes, dejó escrito que: “recordaba haber sido expulsada de los vagones de ganado y haberse formado […]              Además, una banda, conformada por los músicos recluidos más diestros, tocaba y, dependiendo de la procedencia del transporte, tocaban música      polaca, checa o música popular húngara. La banda tocaba, la SS atormentaba y no quedaba tiempo para pensar. […] Una persona era conducida hacia el campo, la otra hacia el crematorio.”
([3]) Se sugiere la audición de Wiegala con texto y música de Ilse Weber. La obra, junto a otros poemas y músicas de su autoría, fue rescatada por su marido. Escúchela en la página: proceso.com.mx

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