"Mi papá llorando me perdonó": Helena Paz

viernes, 11 de abril de 2014 · 10:47
También escritora, como sus padres Octavio Paz y Elena Garro, Helena Paz vivía desde hace cinco años en la casa de retiro Villa Laurel, en Cuernavaca, donde falleció repentinamente a los 72 años el 30 de marzo, víspera del centenario del nacimiento de su padre. En octubre de 1991, recién aparecido en Madrid su primer libro de poemas, y a punto de regresar con su madre a México tras un “exilio” de más de 20 años, narró a Proceso su relación con ambos y su desencuentro con Paz, así como su “milagrosa” reconciliación.   PARÍS (Proceso).- Con un primer libro de poemas recientemente publicado en España, Helena Paz Garro, hija única de dos de los más destacados escritores mexicanos, alberga grandes expectativas de volver a México con su madre, a quien se le prepara un homenaje a principios de noviembre, casi 20 años después de su autoexilio. Alta y delgada, de largo cuello y frente curva como Elena Garro, y como ella blanca y rubia, y a decir suyo impulsiva a la manera de su padre, Octavio Paz, Laura Helena es una mujer de palabra fácil y buen humor, candorosa y, semejante a sus propios poemas, arrancada de los cuentos de hadas. Escritora de poesía desde los seis años de edad, recuerda haber crecido sin ninguna presión para dedicarse a la literatura, llena de lecturas maravillosas. Es la lectura la mayor pasión de su vida, confiesa, y nunca tuvo prisa por publicar. Si ahora lo hizo fue casi sin proponérselo, gracias a su amiga Clara Janés, quien le pidió poemas y solicitó a Ernst Jünger –el filósofo alemán que Helena considera su maestro y a quien le liga la misma visión conservadora del mundo– un texto de prólogo, que ella cree sin duda lo mejor del libro, titulado Criaturas de la noche. Nacida en México, pasó su infancia en París, donde cursó estudios de bachillerato, y de 1963 a 1972 estudió en México Antropología y Filosofía y Letras. Publicó en El Rehilete su poema “Mandala”, y en otras revistas, y hasta ahora en realidad sólo ha escrito para sí misma. Sabía que alguna vez llegaría el momento de publicar un libro, pero no se preocupaba. En la sala de su apartamento, mientras Elena Garro reposa en sus habitaciones, dice el porqué: “Conocí de niña en la casa a muchos escritores vanidosos, que llegaban con sus poemas a leer y a hablar de sus libros toda la noche.” En ese amplio departamento de París donde lo que más recuerda es cómo se hablaba siempre de literatura. En ese departamento de París donde hablaba mal el español y su padre, diplomático, rehusaba que la familia fuera a España porque Francisco Franco estaba en el poder. “Así que cuando llegué a México fue un choque –cuenta–. No imaginaba que hubiera un país donde se hablara español en la calle. Me fascinaba. Para mí el español era la lengua de la casa, donde lo hablaba con mis padres y con las chicas del aseo, que eran españolas.” Niña soñadora y libre, educada en un colegio prestigiado de la alta sociedad a la que iban hijas de nobles y millonarios –con quienes no compartía, por mandato paterno, las sesiones del catecismo– y enamorada de la Bretaña donde pasó algunas vacaciones en casa de una amiga suya, Helena encontró en los viejos libros de ilustraciones desplegables que sus condiscípulos heredaban de sus padres y ellos de los suyos las historias de ese lugar mágico de donde vienen todas las leyendas del rey Arturo, el encantador Merlín y la bella Melusina que acabarían siendo definitivas en su poesía. Leyó a los clásicos franceses, a Racine, a Moliére, devoró los cuentos de Andersen, de los hermanos Grimm, de Perrault. Su madre le recomendó las historias de Homero, “las del astuto Ulises y Afrodita, su diosa preferida”, pero ella se quedó con los cuentos de hadas que vienen del país bretón, y con la diosa Atenea y su inseparable búho, “que es un animal al que nadie quiere y tiene mala fama, pero yo soy noctámbula”. Orgullosa ahora que ve su sobria plaquette de 200 ejemplares editada en Papeles de Invierno de Madrid, Helena Paz define sus poemas como baladas de la Edad Media, que gustaron a su padre, y que su madre, más intelectual que ella, no siempre entiende. O dice muy espontánea sin susceptibilidad: “Y es que yo quiero hacer una poesía para el pueblo, como los poetas que recitaban las baladas a la gente junto a la chimenea. Es mi ideal. A mí no me interesa la poesía abstracta.” Editorial Devenir, de España, le pidió 40 poemas para publicar 3 mil ejemplares, y tiene también un ofrecimiento de una casa francesa. Cariñosa siempre al referirse a sus padres, Helena los admira también como escritores: a Elena Garro por sus cuentos “La dama y la turquesa” (de Andamos huyendo Lola) y “Qué hora es”, publicado en La semana de colores, así como la obra de teatro “muy mexicana” Un hogar sólido; a Octavio Paz más por sus poemas que por sus ensayos. De una y otro ha escrito mucho en su diario, y cuenta que hay quien le ha reprochado que cómo se atreve a escribir teniendo esos padres. Ella se asombra, y replica con desconcertante naturalidad: “Si Shakespeare es mejor poeta que mi papá y Balzac mejor narrador que mi mamá, ¿entonces, yo ya no puedo escribir? Uno escribe porque le gusta.” Quizá como en ningún otro, Helena Paz se expresa a sí misma en este poema, “Retoño”, de 1981: Nadaba en la savia de un retoño Estiraba los brazos en ese acuario verde Tocaba el borde cristalino del cubo de perfumes agrestes más verde que la profundidad del cielo. Ella flotaba En esa agua ligera como espuma llevada por las olas de sueños minerales.   Una vida que palpita   Ernst Jünger le escribió en el prólogo a Criaturas de la noche: “La ligereza con que caen las hojas induce a creer en una vida que palpita con más fuerza en la raíz que en las ramas y cuya patria es el sueño y no el mundo cotidiano. Hasta qué punto se aleja usted de este mundo cotidiano nos lo manifiestan sus imágenes. Usted se siente dentro de unos fuegos artificiales cual zafiro en el que se cumple el destino de Constantinopla.” Lectora de Jünger desde muy joven, su admiradora, a los 16 años cayó en una fuerte depresión y decidió escribirle una carta, a pesar de que sabía que el filósofo no acostumbraba responder. Helena le escribió 30 páginas, y Jünger le respondió, enviándole además una foto suya de su época de luchador contra Hitler. Jünger, dice ella, le dio una razón para vivir. Y sintetiza una idea central del filósofo: ya no estamos en la época histórica, que empezó con Hesíodo, donde se derrotó a los titanes y a los dioses. El héroe, por tanto, ha desaparecido (de ahí que Alemania y Japón hayan sido derrotados en la guerra). La Edad de Oro, la de Sigfrido, cuando la miel caía de los árboles, se evoca ahora, de ahí el predominio de lo social. Por encima de las ideas heroicas están las ideas igualitarias. Y en este mundo del trabajador los conservadores no tienen (ni Jünger, ni Helena) cabida, como no lo tienen los héroes (como Yukio Mishima). En la sala del apartamento de Elena Garro y Helena Paz –como si la entrevista se desarrollara en una casona de la colonia Roma del Distrito Federal– el mobiliario es escaso, y sólo la televisión último modelo y la videocasetera dan la sensación de actualidad. La voz de Helena expone ahí los contornos de su filosofía desde los días de su juventud: “Yo estaba en contra del totalitarismo. Para mí el marxismo lo era, y también el nazismo. Pero se confunde el ser conservador con el ser nazi. Ser conservador es creer en el caballero del honor.” En eso ella se identifica más con su madre que con su padre, aunque aquélla “ya no es optimista, mientras que yo creo que de alguna manera hay salvación”; y éste, aunque combatió las expresiones totalitarias del marxismo (de hecho piensa que en la misma esencia del marxismo está instalado el totalitarismo), “es más demócrata que yo, está más por el sistema de la igualdad americana”. ¿Cuál es la crítica de Helena Paz a esta democracia? Una muy simple: “Es una democracia falsa, no hay libertad de expresión”. Como si se justificara, remata: “Es que como estoy tan decepcionada de la política...” Una pasión distinta   Siempre cariñosa al referirse a sus padres, Helena recuerda con palabras gratas sus “abracadabrantes historias de ir de un lugar a otro”, y hacia 1963 se instalan en México. Un año más tarde se casará con un alemán que quería llevarla a vivir a su país. Pero en ese momento Helena tenía una pasión distinta a la literatura: precisamente la de la política. “Me divorcié por taruga, por andar en lo del 68”, dice, y recuerda esos años mexicanos, hasta el 72, como una experiencia “bonita, pero triste”, cuando tras el movimiento estudiantil se cernió sobre ella y su madre un “muro de silencio”. A Elena Garro la acusaron de estar en el movimiento, ella lo negó y quedó mal con el gobierno y con la izquierda. Helena escribió una carta a su padre, que fue publicada por la prensa, tratando de aclarar la situación, pero eso la distanció de él. “La pasamos mal –recuerda–, pero eso siempre es un arriesgue si te metes a una lucha política. Yo era conservadora y expresé mis ideales, que siguen siéndolo, pero metí la pata con la carta. Por mi pasión política, ataqué a gente como Luis Villoro, a quien vagamente conocía. Luego estuvo de embajador de México en la UNESCO aquí, y se portó muy bien conmigo. Me perdonó.” Insoportable la vida en México, Helena y su madre partieron a Estados Unidos y sufrieron una gran decepción: “Creyendo que era una democracia, nos negaron el asilo político. Pedirlo fue un error. Esperaron a que se vencieran nuestros pasaportes. Al fin nos dieron la salida y nos fuimos a España porque el papá de mi mamá era español.” Al reflexionar hoy sobre esos días, al advertir la posibilidad cercana de regresar a México, Helena Paz dice: “Yo fui una niña muy consentida. Tenía todo, fiestas, vestidos, era hija de embajador. Pero no me daba cuenta de que era privilegiada. Ahora soy otra. Siento mucha emoción de regresar. Valió la pena lo que hicieron mis padres. Lo que yo he hecho con buena intención, aunque me equivoqué. La derrota me enseñó a ser más buena, menos arbitraria, más generosa, más tolerante.”   Milagro en París   Hasta 1981 estuvieron en España. Primero en Madrid, luego en Ávila, porque era más barato. Se sabe que madre e hija sufrieron penurias, y ahora Helena lo recuerda, aunque su padre les enviaba 400 dólares mensuales; pero también aprecia haber vivido el fin del franquismo y el principio de la democracia como un fenómeno muy interesante. Su madre le decía: “Ya no quiero tener experiencias”. Y con los ocho mil dólares que ganó en Grijalbo con Testimonios sobre Mariana, decidieron regresar a Francia. También en España Elena Garro escribió Andamos huyendo Lola, donde “vaticinó” lo que su hija llama “el milagro de la rue du Bac”. Porque con la llegada a París, cuenta Helena, volvió el hambre. Habían encontrado un pequeño estudio. Eran vísperas de año nuevo. La situación estaba fatal. Entonces Helena, que se volvió católica en México, decidió ir a la iglesia situada en la calle de Bac –donde se apareció la virgen en 1830–, “porque pensé que iba a suceder algo maravilloso”. Edgar Lizt, hijo del poeta Germán Lizt Azurbide, que era ateo, y un amigo suyo uruguayo –ambos también vivían con dificultad en París– se burlaron de Helena, pero ella fue a rezar, y luego le habló a la narradora Vilma Fuentes pidiéndole el teléfono de Octavio Paz. “No nos hablábamos desde hace años. Y contestó Marie-José, muy amable, y me pasó a mi papá. Y ese fue el milagro. Mi papá, llorando, me perdonó. Y me consiguió el trabajo en el consulado de México. Para mí era muy importante porque me pesaba haberme peleado con él.” Fue un “reencuentro de personajes”, dice con alegría parafraseando el título de la novela policiaca que su madre escribió en España. Y narra el vaticinio: “Mi mamá escribió un cuento en Andamos huyendo Lola donde anunció el milagro. Teníamos una virgencita de plástico en España que se ilumina al ponerle en el contacto de la luz y que nos regaló una amiga, Isabel, que para mí va a ser una santa. Y en el cuento, mi mamá habla de esa virgencita y escribió: ‘El milagro va a venir de la rue du Bac’.”   México, dos países   Desde entonces hasta hoy, Helena trabaja en la embajada de México en París. Y fue justo ahora, “cuando me iba bien”, que se desplomó. “De repente, hice crac. Como que todo se había acumulado, incluyendo el cansancio físico, y como la naturaleza es sabia y busca el equilibrio, ahora cuando me iba muy bien me entró una depresión terrible. Ya ni siquiera leía. Estaba muy deprimida y un día salí en bata al hall del edificio pidiendo auxilio. Mi doctor, que vive arriba, me recomendó que entrara a un sanatorio. Yo no sentía miedo, pero mi mamá sí. Decía que me iban a dar baños de agua helada y electroshocks. Pero el doctor la calmó. Y me pasé dos meses en el hospital psiquiátrico, muy hermoso por cierto, con jardines. Te dan masajes, terapias. Me dijeron que debía tener un egoísmo sensato, que debía pensar más en mí, no preocuparme tanto por los demás, porque antes me culpabilizaba mucho, pensando siempre si algo le pasaba a mi mamá, por ejemplo. Me dijeron: olvídese de todo. Me impusieron un régimen alimenticio, ahora me despierto temprano, llevo otro ritmo. Aprendí a hacer esmaltes. Pero espero no volver, ¿eh? Convaleciente, risueña, cuenta sus historias del Hospital del castillo de Garches, en las afueras de París, donde los psiquiatras tratan con deprimidos, alcohólicos y drogadictos, pero donde hay también un pabellón especial, “ese sí ya para locos”. La mayoría de ellos, dice con dolor, menores de 30 años. La fue a visitar su madre, la llamó su padre. “La depresión era tan fuerte que veía a un hombre guapo y me enamoraba, y eso es un mal síntoma, imagínate”, confiesa, y se prepara para regresar en un par de días a la embajada. El embajador Manuel Tello, a quien considera una persona excepcional, le dio permiso para ausentarse estos dos meses. Eso ella lo agradece en el alma, porque no siempre se le ha tratado así: «No es cosa de decir nombres, pero alguna vez me dijeron que como el empleo me lo había conseguido mi papá, pues que me fuera a mi casa de aviadora, que para qué tenía que ir a la embajada.” –¿Qué idea tiene del México al que volverá con su madre dos décadas después? –Pienso que México son dos países muy diferentes. El de la gente que tiene el dinero, el poder político e intelectual, gente atea, muy moderna, muy demócrata; y el pueblo, que son los indios, seres míticos, religiosos, con un sentimiento heroico de la vida. Son el campesinado. La clase media está dentro de los primeros. Pero mi  sentimiento se identifica más con el pueblo que con los otros. –¿Y volverá a México si su madre se decide? –Ella dice que se equivocó en todo, que está loca, y yo soy optimista, le digo siempre que hay que arriesgar. Yo siempre tuve el sentido del riesgo, de jugarme el todo por el todo. Eso sale en mi horóscopo, una tendencia a saltarme por encima de las leyes. Nací un 12 de diciembre. Pienso que al fin todo va a salir bien. Fue una gran ventaja tener los padres que tengo, aunque no hay padres sin defecto. Gracias a ellos aprendí varios idiomas. Son gentes fabulosas. Yo sí soy optimista, como Sancho Panza al final. Y evoca con alegría: “Mi papá decía que mi mamá era don Quijote y yo Sancho Panza.”

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