Bueno, hablemos de música*

jueves, 17 de abril de 2014 · 17:40
MÉXICO, D.F. (Proceso).- En una de esas encuestas que proliferan a diario me han preguntado, como tantas veces, cuál es la música que me llevaría si sólo pudiera llevarme un disco a una isla desierta. No he dudado un instante la respuesta: las suites para chelo solo de Juan Sebastián Bach, y si sólo pudiera una de ellas escogería la número uno. Conozco distintas versiones, y entre ellas, por supuesto, la de Pau Casals. Además de su valor histórico, es una versión excelente, pero la grabación es tan antigua que es mucho lo que se pierde de su excelencia. En realidad, la versión que más me conmueve es la de Maurice Gendron, y por consiguiente sería ésta la que me llevaría a la isla desierta, junto con un libro único: una buena antología de la poesía española del siglo de oro. Este tema me ofrece la oportunidad de contestar a otra pregunta que los periodistas me hacen con frecuencia sobre mis relaciones con la música. Les contesto siempre la verdad: la música me ha gustado más que la literatura, hasta el punto de que no logro escribir con música de fondo porque le presto más atención a ésta que a lo que estoy escribiendo. Sin embargo, nunca voy mucho más lejos en mis explicaciones, entre otras cosas porque tengo la impresión de que mi vocación musical es tan entrañable que forma parte de mi vida privada. Por lo mismo, cuando estoy solo con amigos muy íntimos, no hay nada que me guste más que hablar de música. Jomi García Ascot, que es uno de estos amigos, publicó hace poco un libro excelente sobre sus experiencias de melómano empedernido, y allí incluyó una frase que me oyó decir alguna vez: “Lo único mejor que la música es hablar de música”. Sigo creyendo que es verdad. Lo raro es que cuando uno dice que le gusta la música se piensa siempre en la música que por pura pereza mental se ha dado en llamar música clásica. También se le llama culta, lo que no resuelve el problema, pues pienso que la música popular también es culta, aunque de una cultura distinta. Aun la simple música comercial, que no siempre es tan mala como suelen decir los sabios de salón, tiene derecho a llamarse culta, aunque no sea el producto de la misma cultura de Mozart. Al fin y al cabo, los grandes maestros de todos los tiempos saben que el manantial más rico de su inspiración es la música popular. La foto más conmovedora en la vasta y hermosa iconografía de Bela Bartok es una en que aparece recogiendo una canción de labios de una campesina con una grabadora de cilindro, que nada tenía que envidiar a la primera que construyó Edison, y en el cual quedaron grabadas para la historia las preciosas líneas del corderito de María. Todo esto para mi es más simple: música es todo lo que suena, y el trabajo de establecer si es buena o mala es posterior. Tengo más discos que libros, pero muchos amigos, sobre todo los más intelectuales, se sorprenden de que la lista en orden alfabético no termine con Vivaldi. Su estupor es más intenso cuando descubren que lo que viene después es una colección de música del Caribe —que es de todas, sin excepción, la que más me interesa—. Desde las canciones ya históricas de Rafael Hernández y el Trío Matamoros, hasta las plenas de Puerto Rico, los tamboritos de Panamá, los polos de la isla de Margarita en Venezuela, o los merengues de Santo Domingo. Y por supuesto, la que más ha tenido que ver con mi vida y con mis libros: los cantos vallenatos de la costa Caribe de Colombia, de los cuales habría que hablar un día de estos en una nota distinta. Jamaica y la Martinica tienen una música grande, y fue Daniel Santos quien divulgó algunas canciones que estuvieron de moda hace muchos años sin que casi nadie supiera que eran de Curazao con letra de papiamento. Debo decir, sin embargo, que la canción más bella que escuché jamás en esa región alucinada fue la que cantaba una niña indígena de unos nueve años en las islas de San Blas de Panamá. La niña cantaba con una hermosa voz primitiva, acompañándose con una sola maraca, mientras se mecía a grandes bandazos en la misma hamaca donde dormía un niño de pocos meses. Me quedé como extasiado flotando en la magia de la canción y lamentando con el alma no haber llevado conmigo una grabadora. Nuestro guía local no dijo —sin pretender ningún juego de palabras— que era una canción de cuna de los indios cunas. Fue tanta mi impresión, que al día siguiente le conté mi emoción al general Omar Torrijos para que me facilitara el regreso a las islas con una grabadora. Pero él me disuadió con su raro y demoledor sentido común “No vuelvas más —me dijo— que esas cosas suceden una sola vez en la vida”. No volví, por supuesto, pero la certidumbre de que nunca más volveré a escuchar aquella canción es una de las muy pocas amarguras de mi vida. Tengo versiones inencontrables en ningún lugar del Caribe, que sin embargo las he encontrado donde menos podía imaginarse: en los mercados de discos latinos de la calle catorce de Nueva York. Tengo discos de salsa, desde luego, pero con la conciencia de que no es una música nueva, sino la continuación exiliada y sofisticada para bien de la música tradicional de Cuba. Como lo dijo hace pocos días en una entrevista Dámaso Pérez Prado, el inmortal, que es uno de mis ídolos más antiguos y tenaces como debe constar en los archivos de los periódicos en que escribí mis primeras notas. Me alegra comprobar, por otra parte, que mi pasión por la música del Caribe está bien correspondida. Hace unos años recibí en Barcelona un telegrama de alguien que solicitaba mi ayuda para escribir sus memorias, y que se firmaba con el seudónimo de El inquieto anacobero. Un seudónimo cuyo titular es conocido de todo el Caribe: Daniel Santos, el jefe. Más tarde me llamó por teléfono desde Nueva York mi amigo Rubén Blades para decirme que quería cantar algunos de mis cuentos, y yo le contesté que encantado, inclusive por la curiosidad de saber que clase de trasposición endiablada podía quedar de semejante aventura. Lo digo sin ironía: nada me hubiera gustado en este mundo como haber podido escribir la historia hermosa y terrible de Pedro Navajas. Por último, en el reciente aluvión telefónico que estremeció mi casa de México, una de las llamadas fue la de otro gigante de la canción, Nelson Ned. Hace pocos años perdí la amistad de algunos escritores sin sentido del humor, porque declaré en una entrevista —pensándolo de veras— que uno de los más grandes poetas actuales de la lengua castellana era mi amigo Armando Manzanero. Hablar de la música sin hablar de los boleros es como hablar de nada. Pero también eso es motivo para una nota distinta, y tal vez interminable. En este género, Colombia tiene un mérito que sólo Chile le disputa, y es la de haberse mantenido fiel al bolero a través de todas las modas, y con una pasión que sin duda nos enaltece. Por eso debemos sentirnos justificados con la noticia cierta de que el bolero ha vuelto, que los hijos les están pidiendo con urgencia a sus padres que los enseñen a bailarlo para no ser menos que los otros en las fiestas del sábado, y que la viejas voces de otros tiempos regresan al corazón en los homenajes más que justos que se rinden en estos días a la memoria inmemorial de Toña la Negra. Sin embargo, y sin ninguna duda, mi respuesta a la pregunta de siempre fue muy bien pensada y sincera: el disco que me llevaría a una isla desierta es la suite número uno para chelo solo de Juan Sebastián Bach. ¡Terco que es uno! *Este texto se publicó originalmente en el número 317 de la revista Proceso, del 29 de noviembre de 1982, y posteriormente formó parte de la Edición Especial No. 21 de este semanario, titulado 40 ANIVERSARIO/Cien años de soledad.

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