Las enseñanzas de Don Julio

jueves, 15 de enero de 2015 · 20:11
MÉXICO, D.F. (apro).- ¡Qué carajos con usted, don Carlos! ¡Disfrute su trabajo! Lo perfecto es enemigo de lo bueno. Haga cosas buenas y disfrute lo que hace. Su perfeccionismo lo paraliza. Lo hace inútil. Su nota es una chingonería, me gritó, molesto, don Julio Scherer, un día de 1986, unos meses después de que se me encargara cubrir la fuente económica para Proceso. Me dejaron mudo su actitud y sus gritos. Yo simplemente reclamaba que los editores habían cortado párrafos importantes de mi nota y que no atinaban a poner correctamente algunas cifras. Pero así era de explosivo. Radical en el elogio y en el reproche. Nunca medias tintas. O era uno muy chingón o muy pendejo, en función de la nota publicada. Un día de mayo de 1987 me mandó llamar a su oficina. Subo. Toco la puerta. “No me chingue, don Carlos, por qué toca, si la puerta está abierta y además yo lo llamé”. “Perdón, don Julio”. --Venga, siéntese aquí -- me dijo, al tiempo que se levantó y me cedió su silla. Incrédulo y nerviosísimo, me senté en el lugar del fundador y director general de Proceso. ¡Uff! Perplejo, lo escuché: --Por ese reportaje, usted podría estar aquí (en esa silla). No entendí. Había ido a Monterrey a cubrir una asamblea de accionistas del Grupo Industrial Alfa, que por décadas había sido el orgullo de la iniciativa privada nacional, y que en ese entonces iba a pique con todo y el apoyo financiero del gobierno de Miguel de la Madrid. No había invitación para medios. Pero logré colarme. Con lo visto y oído en la asamblea, más la información de contexto que llevaba, armé el reportaje. --Es una maravilla su reportaje. Qué manera de manejar la información. Qué claridad. Cómo expone usted los datos. Deja muy en claro cómo a Alfa se la está llevando la chingada. No creía lo que me estaba diciendo. Pero, sin duda, por dentro estaba yo exultante. Sin embargo, pronto acabó el júbilo interno. Me pidió que me levantara de su silla. --Quítese de ahí, don Carlos. Le voy a mentar su madrecita. Es extraordinario su trabajo. Pero es terriblemente frío. No hay seres de carne y hueso. Nadie habla. Nadie expresa su sentir. Son números, datos, cifras; nunca personas. Nadie habla. Muchas gracias, don Carlos. Y me despidió con un fuerte abrazo y risa cómplice. Bajé a mi lugar sintiéndome muy pendejo. Pero aprendí la lección. Durante años, don Julio me resultó inasible. Era un reportero en extremo tímido. Me abrumaba su presencia. Sufría cuando tenía que hablar con él. Me apanicaba. Siempre con miedo de decir alguna tontería y decepcionarlo. Debo confesar que muchas veces lo esquivé. Veía que se acercaba a la Redacción y yo de plano me escurría por ahí. Sobre todo cuando no tenía nada qué contarle, pues a cada reportero que saludaba, invariablemente le preguntaba: “Qué me cuenta”, “Cuénteme algo”, “Dígame como están las cosas”, “Qué dice el secretario”. Un día me la volvió a hacer. --Está de la chingada la economía, ¿verdad, don Carlos? Y yo, ya más avezado en los temas económicos, quise replicarle. --Pues no tanto, don Julio. En la parte macroeconómica vamos más o menos, según los indicadores… --A la chingada los indicadores y la macroeconomía, don Carlos. La gente está jodida, no tiene trabajo y no tiene para comer. No me chingue, don Carlos. Si la gente está jodida, la economía está mal. Usted tiene que decir que está mal la economía. No es novedad decir que cada encuentro con don Julio era toda una experiencia. Siempre dejaba un aprendizaje. Impresionante su capacidad para usar metáforas en su plática cotidiana. Asombrosa su memoria. Prodigioso su don de conversador. Insaciable su sed y su hambre reporteril. La información, su alimento insustituible. Ya con más trato, con más confianza, sin miedo ya de mi parte, un día –hará unos 20 años-- dio pie a una plática personal, íntima. Le platiqué mis cuitas, mis frustraciones, mis vacíos emocionales. Andaba yo en uno de esos periodos depresivos que me son frecuentes. Me atendía absorto… y me mató: --Lo oigo, don Carlos, y escucho la voz del fracaso –me dijo en un tono muy bajo, preocupado… y lapidario. Me hundí en el sillón. Una bala expansiva me hacía estallar en mil pedazos. Se me borró la visión. Empequeñecido al extremo, quería lanzarme por la ventana. No sé cómo me vio don Julio, que quiso componer... "pero está usted muy joven, don Carlos, tiene la vida por delante. No me chingue". Pero el palo estaba dado. Tardé en reponerme de la depresión. Pero resultó que la relación con don Julio, a partir de entonces, fue cada vez más cercana. Ávido por la información como era –a veces por el mero chisme--, me escuchaba con enorme interés cuando le contaba vivencias, anécdotas, sobre todo en el tiempo en que cubría la presidencia de la República, los últimos tres años de Salinas y los dos primeros de Zedillo. Obsesionado como yo por la figura y la personalidad de Carlos Salinas de Gortari, no daba crédito cuando le contaba, por ejemplo, sobre las pernoctas del entonces presidente en algún poblado de extrema pobreza, en alguna casucha realmente jodida, para emplear un término del propio don Julio. Resulta que Salinas, cuando andaba de gira por algún estado de la República –en promoción de Solidaridad, su programa de combate a la pobreza--, siempre pasaba la noche, deliberadamente, en un jacalón expresamente destinado para ese propósito. Y para que, al amanecer del día siguiente, las cámaras de Presidencia, de video y fotografía, captaran a un presidente “entregado al pueblo”, que convive con la gente más necesitada del país, saliendo de la casucha con la gente que realmente vivía allí. Tuve oportunidad de hacer buena relación con personal de la Presidencia que me permitió el acceso a esos momentos. Obviamente, el Presidente no me identificaba. A condición de que no llevara grabadora, cámara, ni siquiera pluma y libreta, me daban alguna cámara o algún rollo de cables, un tripié o cualquier aparato para sumarme al equipo que registraría el “espectacular”, “humano” y “solidario” momento en que el presidente de la República salía acompañado de los paupérrimos habitantes del lugar. Lo que no captaban las cámaras eran los momentos en que elementos del Estado Mayor Presidencial desmontaban el interior del jacal, fumigaban, hacían una limpieza profunda y colocaban otro mobiliario. Tampoco cuando, en cuestión de minutos, también gente del Estado Mayor Presidencial armaban un galerón para ubicar la cocina donde se preparaban los alimentos del presidente y sus acompañantes. Era irritante ver por detrás del jacal el movimiento febril un gran equipo de chefs y cocineros con impecables filipina y gorro blancos. Cuando le contaba este tipo de vivencias, don Julio siempre escuchaba emocionado. Era lo que le gustaba. Que le contaran cosas. Que el reportero mostrara pasión por lo que hacía. Fueron muchos los regaños y los reproches que recibí de don Julio. Pero nunca groseros, mucho menos altaneros. Y siempre con alguna lección como resultado. Pero fueron más, mucho más, los elogios que me prodigaba, en una relación de creciente admiración y respeto profesional mutuo. Me ruborizaba con mucha frecuencia cuando me decía: “Es un honor y un orgullo trabajar con usted, don Carlos”. “No sabe usted lo feliz que me hace ser compañero suyo de trabajo”. “Hizo usted una obra de arte, don Carlos; chiquita pero obra de arte al fin”. Y cosas por el estilo. Generoso en extremo era cuando hacía uno un buen trabajo. A veces al elogio –que, viniendo de don Julio, de por sí henchía el ego de reportero-- se sumaba algún premio. “Acosta, don Julio está encantado. Dice que estás escribiendo como príncipe. Te vas a Davos (Suiza)”, me dijo a fines de enero de 1995, Carlos Puig, entonces jefe de información. Había logrado cuatro portadas al hilo, con información sobre la crisis económica de 1994-1995, por la macro devaluación del peso. El “error de diciembre” le llamó Salinas. Don Julio nunca me dijo nada. Pero dispuso que me fuera al Foro Económico Mundial con todas las facilidades, con el dinero suficiente hasta para contratar intérpretes. Entre muchos otros premios, uno que me es muy apreciado es la entrevista que tuve en 1996 con Carlos Slim, ya próximo don Julio a dejar la dirección general de Proceso. Ante un buen desempeño de mi parte en ese año, Scherer de plano me dijo: “Dígame, don Carlos, qué quiere. Déjeme quedar bien con usted”. Nada tardé: “Una entrevista con Slim, don Julio”. Había batallado mucho tiempo por esa entrevista. Pero todos mis esfuerzos personales y mis recursos, fueron insuficientes. Nunca pude. El magnate –que entonces ya era el más acaudalado del país, pero estaba lejos de ser el más rico del mundo-- no daba entrevistas. Y menos a Proceso. Yo me la había pasado ese año haciendo textos que, decía, le agraviaban. Y, peor: Rafael Rodríguez Castañeda –entonces jefe de redacción y nuestro actual director de la revista-- había publicado el libro Operación Telmex. Contacto en el poder, en el que detalla exhaustivamente cómo fue la privatización de Teléfonos de México, que quedó en manos de Slim. Estaba fúrico el empresario. Irritadísimo con Proceso, y sobre todo con Rodríguez Castañeda. Sin embargo, quién sabe como lo hizo don Julio, pero logré hacer esa entrevista, que fue muy atropellada y que se desarrolló en tres sesiones de más de dos horas, en distintas oficinas de Slim. Nunca me atreví a preguntarle a Scherer qué le había parecido mi trabajo. Nunca supe si le gustó. Me imagino que no, pues me lo hubiera dicho. A Rafael creo que de plano no le gustó, porque tampoco me dijo nada y en el texto se planteaban cosas que contradecían las tesis de su libro. Aunque tuvo muy buen eco en los medios esa entrevista –el célebre escritor e historiador Fernando Benítez (qepd) me prodigó elogios que me ruborizaron--, el único que me dijo algo fue Vicente Leñero. “Muy bien, Acosta. Felicidades”, me dijo apenas. El dato que me dejó en claro que no les había gustado mi trabajo, fue una llamada telefónica, personal y directa, del propio Carlos Slim… para agradecerme la entrevista. En los últimos años, cuando se espaciaban cada vez más las visitas de don Julio a las oficinas de Proceso, era tal la relación de cariño, respeto y confianza, que terminó por ya no decirme “don Carlos”. Me decía “profesor” cada vez que nos encontrábamos en la revista. No aguanté y un día le pregunté por qué eso de “profesor”. Su generosidad sin límites me sonrojó: --Cada vez que lo leo, aprendo algo y entiendo de economía, profesor. Así era don Julio Scherer García.

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