Las becas del Fonca, un estímulo a la antropofagia

miércoles, 1 de julio de 2015 · 17:44
MÉXICO, D.F. (apro).- Una vez más, el anuncio de los estímulos del Sistema Nacional de Creadores de Arte (SNCA) nos permite reflexionar sobre la diversidad de polaridades económicas que se pueden advertir. No podemos conformarnos con el dictado de que el subsidio a la vida de los beneficiarios pretende reducir el impacto de la precariedad laboral (y con ello la marginación social), ya que ante la lucha por la subsistencia, el impulso creador se pierde. Tampoco que con la entrega de recursos públicos a quienes son identificables por sus contribuciones a los procesos culturales del país, la sociedad les reconoce su invaluable (inauditable) aportación. Estas posturas convencionales –y por supuesto hay otras-- han servido de escudo al aparato institucional y a quienes se benefician de dicha intervención, para la defensa de sus intereses y evitar así una evaluación objetiva de los resultados que se obtienen de dicho sistema. Otras visiones que con el paso de los años se han expuesto cobran mayor relevancia ante la nueva cauda de debilidades por las que atraviesa del Estado benefactor. Por ejemplo, que los estímulos deberían otorgarse también con base en un estudio socioeconómico. Con ello se haría evidente la necesidad del subsidio y su efecto multiplicador en la manutención, tranquilidad liberadora de la creatividad. En tal perspectiva, depositar mensualmente y por varios años una suma de dinero a quienes cuentan con empleo fijo, que tienen variadas fuentes de ingresos, que son funcionarios en niveles no prohibidos para la asignación del reconocimiento, que sus derechos de propiedad los manejan o bien pertenecen a particulares que los explotan, que poseen bienes muebles e inmuebles, o que son dueños de pequeñas y medianas empresas, anula el impacto que en la economía doméstica se busca. La combinación de liquidez que asegura las condiciones de vida, con el excedente que genera el bono de la autoridad vía un jurado cuyo nivel socioeconómico es muy superior a la media, incrementa sin duda la marginación social. Otra postura indica el natural cuestionamiento a la valoración de trayectorias, elemento en el que se sustenta primordialmente la votación que determina al ganador de la beca del SNCA. Se juzga inviable aplicar reactivos sujetos a estándares medibles y abiertos al escrutinio público. Tampoco se permite fincar criterios de productividad a la labor creadora. Menos aún es posible relacionar el proceso creativo con un mercado interno y su consumo. En la lógica de autoridades, jurados y beneficiarios, es un despropósito --por no decir la violación a un derecho humano, cultural y de postura política-- encauzar ese gasto público con la certeza de que tiene destinatarios que podrán beneficiarse de lo que es, al final de la cadena, una inversión pública (o si se quiere, cultural). No olvidemos que el dinero que reciben docenas de artistas se obtiene a través de la recaudación fiscal, de la explotación de los bienes propiedad de la nación o por endeudamiento. Aunque existen algunas acciones tendientes a comprometer a los artistas premiados con ciertos sectores de la sociedad, esta reciprocidad dista de criterios de focalización y de medición de resultados. Como mandatan diversidad de instrumentos jurídicos, todo programa de gobierno que responde a una serie de políticas, debe ser evaluado, comunicados sus beneficios y ser alejado de su usufructo político. Por ello, para estar en boga, es imposible determinar si el SNCA ayuda a restablecer el tejido social, a disminuir la violencia y paliar la inequidad. Tanto como es problemático señalar si los recursos de que disponen los becarios se emplean para fines de su proceso creativo, si hay derrama que alimente cadenas de valor y, por citar una arista, si cuando un beneficiado ha gozado en más de una ocasión del estímulo, tal fondeo repercutió mayormente en generación de riqueza espiritual, simbólica y material. Se considera inadmisible categorizar desde una lógica economicista no sólo el SNCA, también la mayor parte de la intervención del Estado en el sector cultural. Pero lo cierto es que hay becarios según el estrato social: pobres, de clase media, de clase alta. Nada sorprendente ya qué ocurre en el país en sus distintas prácticas político-sociales. Sin embargo, la ausencia de rigor gubernamental, por no decir honestidad, favorece con las becas artísticas lo que ocurre con las medicinas, el agua, el predial, lo que con otros bienes y servicios de gobierno y la política tributaria se da: la población de menores ingresos es perjudicada en relación con los que más tienen. El desplegado del Conaculta vía Fonca (Fondo Nacional para la Cultura y las Artes) da para un amplio catálogo de reflexiones. Una, la dramática concentración geográfica de los estímulos en el Distrito Federal, tendencia histórica e irreversible justo a raíz de la marginalidad y el subdesarrollo que prevalece en el país. Otra, con vistas a un análisis profundo desde sus implicaciones generacionales, la estrechez de la comunidad cultural que busca el subsidio: la gran mayoría de los que pueblan el desplegado son receptores (o susceptibles de) de recibir apoyos y encomiendas de otros programas financiados con el gasto público, ya sea en universidades, a través de fundaciones, organismos de la sociedad civil, en instancias estatales y municipales. Y una reflexión más: son identificables los elementos de la costumbre de becar a quienes no pueden circular sus productos creativos: son las garantías para la inversión a fondo perdido. Si se tomara en serio el ofrecimiento de un presupuesto base cero para el gobierno federal, la suerte de muchos programas del subsector cultura no resistiría ninguna prueba para justificar su permanencia en el presupuesto. Pero hay una costumbre arraigada del Estado cultural que lo impedirá: estimular la atropofagia como práctica de legitimación.

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