La música y el buen comer (I)

sábado, 8 de agosto de 2015 · 23:53
MÉXICO, D.F. (Proceso).- “Además del ocio, no conozco ocupación más deliciosa que comer como es debido. El apetito es para el estomago lo que el amor es para el corazón. El estomago es el maestro de capilla que dirige la gran orquesta de las pasiones. El estomago vacío representa al fagot en el que refunfuña el descontento; al contrario, el estomago lleno son los tambores del regocijo. En cuanto al amor, lo considero la actriz protagonista por excelencia, la diva que canta en el interior de la mente cavatinas con las que se embriaga el oído y el corazón acaba embelesado. Comer y amar, cantar y digerir; estos son, en verdad, los cuatro actos de esta ópera bufa que se llama vida y que se desvanece como la espuma del champaña. Quien la deja escapar sin haberla disfrutado está loco de remate.” Con estas sentencias, emitidas a través del cedazo de su visión de músico, Gioachino Rossini deja testimonio, en el ocaso de su existencia, de su pasión por la gastronomía; y valiéndonos de ellas como epígrafe extendemos una cordial invitación para internarse por los laberintos donde hambre y sed, en connubio con los placeres del oído, conforman una sabrosa sinfonía gastronómica paralela a nuestro devenir en tierra. Iniciemos, como prescribe el respeto por Cronos, por el mundo antiguo, ya que en su heredad abreva la cultura que subyace en nuestras tradiciones. El banquete o symposium,[1] creación griega por antonomasia, se caracteriza por la indisoluble unión entre comida, canto, bebida y danza, y el todo como aglutinación perfecta del placer, tanto intelectual como corporal. Las vivencias helénicas, cantadas por Homero, Píndaro o Jenofonte, nos dan pistas para degustar el menú como es debido. Así, una vez que atravesamos el umbral de la casa de nuestro anfitrión[2] ateniense, tenemos que descalzarnos para que puedan lavarnos los pies. Sin ello nadie puede pasar al comedor. Ya instalados en él tenemos que tumbarnos sobre cojines, con las piernas estiradas y el busto inclinado para que nos sirvan. Como al resto de los convidados nos toca una pequeña mesa individual. Antes de que circulen los alimentos podemos echar un vistazo alrededor: hay grandes ánforas de vino, estatuas y arreglos florales, entre los que destacan rosas y violetas, éstas últimas adoptadas como remedio contra la embriaguez. Como parte indispensable de la decoración apreciamos a las bailarinas en sus túnicas leves que danzan al son de un grupo de flautas o aulós. Las esclavas y prostitutas que las tañen lo hacen con los carrillos bien hinchados ya que son dos los tubos de caña que deben abarcar simultáneamente. Lo que obtienen es una agradable brisa sonora. Cuando probamos el vino notamos su extraño sabor: no se ha fermentado en barricas y viene mezclado con agua salada que ayuda a su conservación. También percibimos que tiene un regusto a menta y canela. Con algarabía escuchamos que ya vienen las bandejas con comida y lo primero que vemos son las hogazas de pan de trigo, llamadas artos, con las que hemos de acompañar los purés de haba y lenteja. En sucesión probamos aceitunas, quesos de cabra y una suculenta plétora de sardinas, atunes, anguilas y mariscos.[3] Concluida esta porción del banquete se nos invita a dejar espacio para el postre o tragema, mismo que consiste en higos, pasas y nueces, junto a exquisitos dulces hechos con miel. Saciada el hambre, se espera que comencemos las libaciones en honor a Dionisio y Apolo; pero antes de cada trago tenemos que unir nuestra voz al coro colectivo para entonar un peán, que es el canto de sus alabanzas. Entre bromas oímos a un comensal que pide que le ofrezcan a su mujer el vino trezenio, dada su efectividad para impedir los embarazos… Todos ríen y no faltan las alusiones a Hipócrates, quien solía recetar la ingesta vinícola para combatir la fiebre y acortar las convalecencias. Lo siguiente que despierta nuestra curiosidad es asistir a un festín en la Roma imperial. Desechamos la austeridad de Augusto y el desenfreno de Calígula, para quedarnos con la proverbial gula de Nerón, a quien hay que valorarle las infaltables exhibiciones musicales que impone en sus actos públicos. La fastuosa Domus Aurea es el lugar del convite y debemos disponer de buena parte de la jornada, como mínimo desde mediodía hasta medianoche, para disfrutar lo que está dispuesto para los invitados; en esto van incluidos los baños, de agua caliente o fría según la estación, que se programan, durante los intervalos, en pos de recomponer el cuerpo. En la amplia bóveda del salón reverberan los rasgueos de las cítaras que fungen de marco para que un puñado de bailarinas ataviadas con telas trasparentes, pongan a tono el ambiente. Surgen risotadas por doquier y el vaivén de esclavos que ofrecen bebidas es frenético. Parece que hoy el emperador está en vena de ponerse a cantar. Por encima de su fama de caudillo, Nerón se considera como un verdadero artista. No en balde repite en sus discursos que “el arte nos hará vivir”. Su debut como cantante tuvo lugar en Nápoles, para el que requirió la presencia de cinco mil plebeyos que debían aplaudirlo hasta el desvanecimiento, y es de notar que para que alguien pueda ser parte de la claque imperial tiene que tomar un curso propedéutico para dominar las distintas modalidades del aplauso. Los hay de tres tipos, según su intensidad: los “zumbidos”, las “tejas” y los “ladrillos, estos últimos se ejecutan con las manos arqueadas y las palmas planas. En cuanto a la destreza musical del César, baste decir que dedica muchas horas a la semana para estudiar la lira con Terpno, el mejor maestro del momento y que su voz es robusta gracias a la reiterada práctica de tumbarse boca arriba, con una sólida plancha de plomo en el pecho, para hacer sus vocalizaciones. Antes de poder ingerir bocado nos enteramos que si el sumo caudillo decide cantar todo debe interrumpirse y que nadie puede abandonar el recinto. No importa qué tan apremiantes sean los motivos para hacerlo. Mientras eso no acontezca podemos disfrutar del mullido triclinio que nos han reservado y aceptar el gustatio o aperitivo que nos ofrecen. Lo que nos metemos en la boca son ostras, huevos duros, erizos de mar, espárragos, almendras verdes y tordos ahumados. En lo referente al vino que nos escancian es un mulsum que lleva miel. Cuando es la hora de los platos fuertes, la variedad nos intimida: camarones, morenas, pichones, conejos, faisanes rellenos de dátil, lechón asado y pescados como el esturión, el dorado y el rodaballo. Aunque la panza nos mande señales de hartazgo no podemos ignorar la ternera asada, el hígado de oca y los huevos de pavo real, que son verdaderas delicias; de cualquier manera siempre está el recurso que avala el mismo Nerón en todos sus festines: podemos recostarnos de espalda con la boca abierta al tiempo que nos meten una pluma en la garganta que nos aliviará el estómago. E invariablemente será preferible recurrir al vomito para volver a comer, en lugar de contenerlo a la hora en que el César se ponga a cantar… Afortunadamente ya no lo hace porque nuestra intempestiva salida lo indispone. Con reflujos todavía presentes optamos por aceptar el raro privilegio de ser admitidos en el monasterio de Ruperstberg, donde nos aguarda la abadesa que lo funda. De antemano sabemos que la comida será frugal en extremo ya que es una norma de templanza anímica que se sigue al pie de la letra, más aún cuando la Superiora es la primera en alabar las virtudes del ayuno como medida terapéutica para una infinidad de trastornos. Pero más que la cantidad de potajes y trozos de pan que nos obsequien las monjas, lo que realmente anhelamos es escucharlas cantar en la misa previa al almuerzo. Sus voces están entrenadas para satisfacer oídos divinos y lo que cantan es obra de la propia abadesa.[4] Es ella una mujer excepcional, no sólo para su tiempo, sino para el subseguirse de las generaciones. Publica tratados de teología y medicina, es poetisa de sublime inspiración, compone música y es una visionaria cuyas profecías demudan a quien se aviene a descifrarlas. Por si fuera poco, mantiene un intenso epistolario con reyes, Papas y príncipes. Se llama Hildegard von Bingen y nació en el año 1098. La música que inunda el monasterio ratifica los misterios de la fe y la piedad que suscita nos aminora el apetito. Preferimos entonces beber la cerveza que Hildegard le recomienda a sus monjas para conservar el rubor de las mejillas. Para mitigar tristeza y melancolía nos dicen que suele recetar un “vino flojo”, que ha de beberse por la mañana, apenas nos levantamos. Asimismo, nos insisten en complementar nuestra dieta paseando, bailando, escuchando música y meditando. Ciertamente la fugacidad de la vida, ya lo anotaba Rossini, amerita la delectación completa de todos sus placeres. (Continuará...) [1] El término significa, literalmente, “reunión de bebedores”. [2] Fue este el rey de Tebas, famoso por la esplendidez de sus banquetes. [3] La carne era un lujo que muy rara vez se concedían los atenienses. [4] Se recomienda la audición de alguna de las obras sacras de la connotada monja. Pulse el Audio. Hildegard von Bingen – O Euchari. (Oxford Camerata. Jeremy Summerly, director. NAXOS, 1995)

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