El Van Gogh desconocido, lejos del mito

domingo, 13 de septiembre de 2015 · 05:52
En el pueblo francés donde Vincent van Gogh radicó sus últimos 70 días y pintó otros tantos cuadros, los sobrinos nietos del pintor holandés conversaron largamente con Proceso, en ocasión de los 125 años de su muerte. Ambos sostienen que no era, como se ha pensado siempre, un hombre al margen de los círculos artísticos, sino respetado en ellos. Lo valoraban Renoir, Monet, Signac, Toulouse-Lautrec y, por supuesto, Gauguin. De hecho, su suicidio ocurrió cuando empezaba a ser reconocido. AUVERS-SUR-OISE, FRANCIA (Proceso).- .- Un poético manto de hiedra cobija las dos tumbas gemelas. Sólo emergen, idénticas, las sobrias lápidas funerarias. En la primera se lee “Aquí descansa Vincent van Gogh 1853-1890”, y en la segunda “Aquí descansa Theodore van Gogh 1857-1891?. Con gestos delicados, Machteld van Laer y Willem van Gogh disponen girasoles y dalias amarillos sobre la hiedra. Luego se recogen en silencio. Llegaron de Ámsterdam para conmemorar el 125 aniversario luctuoso de Vincent van Gogh, su tío bisabuelo, quien falleció el 29 de julio de 1890 en este hermoso pueblo ubicado a escasos 30 kilómetros de París. Los acompañan en esa ceremonia íntima Axel Rüger, director del Museo van Gogh de Ámsterdam y sus colaboradores cercanos: Dominique Charles-Janssens, director del Instituto Van Gogh de Auvers-sur Oise e Isabelle Mézières, la alcaldesa de este municipio. Un poco apartado del pueblo y bañado en una luz transparente, el pequeño panteón está rodeado por campos de trigo que ondulan al viento. “Caminar por los senderos que recorrió Vincent van Gogh y contemplar los paisajes que le inspiraron sus últimas obras maestras siempre despierta profundas emociones”, confían a la corresponsal los descendientes del pintor que visitan Auvers-sur-Oise con cierta frecuencia. Pensativos, comentan que nunca se sabrá cuál de estos senderos tomó Van Gogh el fatídico domingo 27 de julio de 1890 al atardecer, ni cuánto tiempo caminó, ni hacia dónde lo hizo antes de detenerse, sacar una pistola y dispararse una bala en el pecho. El proyectil no alcanzó el corazón, sino que se incrustó en el abdomen. Gravemente herido, Van Gogh regresó al Auberge Ravoux, la modesta pensión donde se hospedaba. El doctor Paul Gachet, su amigo en el pueblo, acudió de inmediato para atenderlo. El día 28 por la mañana llegó Théo de París y encontró a su hermano mayor, sufriendo pero lúcido, casi sereno y en mejor estado de lo que temía. Estaba encamado en su habitación monacal, en la buhardilla de la pensión. Por momentos alcanzaba a fumar su pipa. Théo escribió a Johanna, su esposa, que se encontraba en Holanda: “No te preocupes demasiado. Ya le tocó estar tan desesperadamente mal como ahora y su fuerte constitución sorprendió a los médicos”. Con el filo de las horas, sin embargo, Vincent se fue debilitando. Théo se acostó a su lado, tal como lo hacía cuando eran niños en el austero presbiterio donde habían nacido y crecido. Vivían entonces en Zundert (Holanda), un pueblo en el que su padre se desempeñaba como pastor. Y así quedaron los dos hermanos, más unidos que nunca, hasta el alba del 29 cuando Vincent exhaló su último aliento. Ese día fue terrible para Théo. Desgarrado, se enfrentó al cura de Nuestra Señora de Auvers-sur-Oise. El sacerdote rehusó categóricamente celebrar la ceremonia funeraria en la iglesia que Van Gogh había inmortalizado unas semanas antes en un cuadro magistral, considerado hoy como uno de los mayores “íconos” de su obra. El religioso no soportaba la idea de abrir el templo a un suicida protestante, ni siquiera aceptó prestar su coche fúnebre para transportar el féretro hacia el cementerio. Fue su colega de la vecina iglesia de Méry-sur-Oise quien facilitó el suyo. La ceremonia se llevó a cabo el 30 de julio en el comedor del Auberge Ravoux. Émile Bernard, pintor posimpresionista y amigo cercano de Van Gogh, dejó un testimonio conmovedor de esos momentos: “Sus últimas pinturas estaban colgadas en las paredes de la sala en la que estaba expuesto el cuerpo y dibujaban como una aureola a su alrededor . El resplendor del genio que emanaba de ellas nos volvía aún más penosa esa muerte. Una simple sábana blanca y muchísimos girasoles y dalias amarillas cubrían el ataúd. El amarillo era su color predilecto, símbolo de la luz que soñaba con hacer surgir en los corazones y en sus obras. Se habían colocado su caballete, su asiento plegable y sus pinceles al pie del ataúd. “Llegaban muchas gentes, artistas sobre todo (…) y también habitantes del pueblo que lo conocían un poco y lo querían, porque era tan bueno y tan humano…” Siguió contando Bernard: “A las tres de la tarde se levanta el féretro que los amigos cargan hasta el coche fúnebre. Algunas personas lloran. Théodore van Gogh, que adoraba a su hermano y que siempre lo apoyó en su lucha por el arte y la independencia, no controla sus llantos de dolor. Fuera pega un sol atroz. Mientras subimos las cuestas de Auvers-sur-Oise hablamos de él, del empuje audaz que dio al arte, de los grandes proyectos que siempre tenía en la mente y del bien que nos había hecho a cada uno de nosotros.” Sentados en un anexo acogedor de L’Auberge Ravoux, Machteld van Laer y Willem van Gogh recuerdan esa carta donde Émile Bernard describe a Albert Aurier el funeral. Reconocido crítico y teórico del arte, Aurier publicó un largo artículo entusiasta sobre la obra de Van Gogh en la edición de enero de 1890 del Mercure de France, renombrada revista cultural de la que era cofundador. Comenta Machteld: “Esa reseña de su trabajo le dio muchísimo ánimo a Vincent que se encontraba todavia internado, a pedido suyo, en el asilo psiquiátrico de Saint-Paul-de-Mausole, cerca del la pequeña ciudad de Saint- Rémy-de-Provence, en el sur de Francia.” Leyenda negra Interviene Willem: “Al igual que el testimonio de Émile Bernard, el artículo de Aurier es importante porque desmiente la leyenda del pintor incomprendido, burlado, despreciado o ninguneado por sus pares, cuyo talento sólo era percibido por su hermano. En realidad Vincent era conocido y respetado en los círculos artísticos de su época. Auguste Renoir, que valoraba su trabajo, solía decir que para conocer lo mejor del arte contemporáneo era preciso buscar las obras de Vincent van Gogh. Lo admiraban tambien Claude Monet, Paul Signac, Henri Toulouse-Lautrec y por supuesto Paul Gauguin. Si bien sólo vendió un cuadro durante su vida, intercambió muchas obras con sus amigos artistas. La obra de Vincent ‘circulaba’, era vista. Los connaisseurs de arte se interesaban cada vez más en su trabajo. De hecho se puede decir que Van Gogh se suicidó justo en el momento en que empezaba a ser reconocido como un artista importante.” Recalca a su vez Machteld: “No hay que olvidar que Vincent sólo llevaba 10 años pintando cuando murió. En cualquier parte del mundo, en ese entonces como hoy, un pintor no se abre camino de la noche a la mañana. Diez años no son muchos en realidad para darse a conocer.” Machteld van Laer y Willem van Gogh no pretenden ser expertos de la obra de su tío bisabuelo. Machteld se dedica al periodismo cultural y Willem se encarga de las relaciones internacionales del Museo van Gogh de Ámsterdam. Pero ambos, al igual que el resto de la familia, siguen de muy cerca los trabajos de investigación del equipo de expertos del museo. Año tras año éstos profundizan los conocimientos que se tienen sobre la obra y la vida del pintor. Y siguen descubriendo elementos nuevos. “Su trabajo sobre la correspondencia de Van Gogh que publicaron integralmente en 2009 después de una labor de investigación de 10 años es capital –insiste Willem–. Permite restablecer la verdad sobre la auténtica personalidad de Van Gogh, que es muchísimo más compleja que la que transmite el mito del ‘pintor alucinado y marginal que pintaba en estado de trance’… Salvo en sus periodos de crisis, Vincent trabajaba muchísimo, todo el día, de la mañana a la noche y todos los días. No paraba. Pintaba sin descanso y cuando no pintaba hacía bocetos, dibujos, esbozos.” Precisa Machteld: “Buscaba siempre ir más lejos, explorar, tomar riesgos. Es lo que explica en sus cartas, sobre todo en las que enviaba a Théo, pero también en las que escribía a Paul Gauguin y a otros pintores. Es apasionante ver cómo reflexionaba antes de empezar a pintar una obra, cómo ‘pensaba’ cada obra. Ciertamente en los setenta días que paso en Auvers-sur-Oise, del 20 de mayo al 29 de julio de 1890, pintó 70 cuadros. Fue el periodo más creativo de su vida. Pero estas obras no emanaban de visiones repentinas y fulgurantes. Eran obras pensadas con anticipación, que sus años de trabajo y su inmenso talento le permitían realizar con cierta velocidad.” En su libro Vincent van Gogh en Auvers, publicado en 2009, Wouter van der Veen –quien trabajó como experto del Museo van Gogh sobre la correspondencia de Vincent–, analiza cada una de las pinturas –paisajes y retratos– realizadas por el artista en sus 10 últimas semanas de vida. De esa radiografía minuciosa surge “la inmensa complejidad de la obra aparentemente sencilla y sin embargo salvaje y controlada, exaltada y reflexionada de un pintor que no buscaba seducir sino compartir un poco de luz”. Van der Veen, a quien Machteld van Laer y Willem van Gogh citan como referencia, no esconde su iritación ante los clichés que siguen circulando sobre el artista. Estos “mitos” nacieron poco tiempo después de su suicidio y se agudizaron con la publicación en 1934 de Lust for life, una biografía del pintor escrita con una pasión desbordante por Irving Stone. Se consolidaron con el largo texto lírico “El suicida de la sociedad”, que Antonin Artaud escribió sobre Van Gogh en 1948 y culminaron con la adaptación cinematográfica de Lust for life realizada por Vicente Minelli en 1956, en la que “Kirk Douglas encarna un Van Gogh de caricatura, arquetipo del pintor maldito”, denuncia Van der Veen. “Reducir la obra de Vincent a la de un loco es despojar al artista de su trabajo, de sus cualidades intelectuales, de su erudición literaria, de su incomparable cultura pictórica y también de la experiencia de un hombre que vivió en cuatro países –Holanda, Inglaterra, Bélgica y Francia–, entre ricos y pobres, compartiendo comidas con tejedores , mineros, pero también con poderosos marchantes de arte”, afirma Van der Veen en su libro. Willem van Gogh también insiste sobre la erudición de su tío bisabuelo: “Además de su idioma materno Vincent hablaba francés, inglés y alemán. En su correspondencia hay comentarios suyos muy cultos sobre unos doscientos libros que solía leer en su idioma original, y a miles de obras de arte. Estamos lejos de la imagen del artista alucinado.” Los descendientes de Van Gogh intercambian una breve mirada irónica a la sola evocación de la tesis de Steven Naifeh y Gregory White –autores de Van Gogh, the life, una biografia del pintor de 900 paginas publicada en 2011 en Estados Unidos–, según la cual dos adolescentes, René y Gaston Secrétan, hubieran matado por accidente a Vincent. Afirma Willem: “Para nuestra familia no hay la menor duda. Según lo que contó Johanna, nuestra bisabuela a su hijo, nuestro abuelo, Théo le preguntó a Vincent si se trataba de un suicidio. Vincent le contestó que sí y agregó: ‘Está bien. Estoy listo para irme.’ Van Gogh, the life, es sin duda la mejor biografía del artista que jamás se haya escrito –y nos parece difícil que pueda superarse–, pero la tesis del asesinato que Steven Naifeh y Gregory White desarollan en el apéndice del libro no la creemos convincente. Se basan en suposiciones y rumores. Los expertos del Museo van Gogh la analizaron con cuidado, pero tampoco quedaron convencidos. Ahora bien, cada quién es libre de examinar documentos y archivos y de seguir investigando…”. Y, de buenas a primeras, pregunta a la reportera: “¿Sabe cuántos libros se han escrito sobre los trastornos mentales de Vincent?” Sin esperar respuesta, contesta: “Más de 400. Y de todos modos seguimos sin saber de qué sufría. Nunca lo sabremos. Pero se seguirán escribiendo libros sobre el tema.” La herencia Willem y Machtheld vuelven a mirarse, esta vez francamente divertidos cuando la corresponsal se arriesga a preguntarles cuántas obras de Van Gogh heredaron. “En nuestra familia nadie tiene el más mínimo boceto de Van Gogh. Así lo decidió nuestro abuelo”, asegura Willem. “Y fue el mejor favor que nos pudo hacer. Conocemos a descendientes de pintores famosos. No los envidiamos: todos pasan gran parte de su vida enfrentándose en tribunales por viles disputas de dinero”, enfatiza Machtheld riéndose. A Willem van Gogh y Machtheld van Laer les gusta hablar de su abuelo, pero no esconden la fascinación que ejerce sobre ellos su bisabuela Johanna Bonger, la esposa de Théo, un personaje fuera de lo común, quien enviudó seis meses después de la muerte de Vincent. Tenía sólo 28 años y menos de tres de casada. “Johanna tomó el relevo de Théo y cumplió exitosamente con la misión de dar ampliamente a conocer la obra de Vincent –recalca Machteld–. Lo logró con maestría sin haber sido preparada para semejante responsabilidad.” Théo se desempeñaba como marchante de arte en la empresa Boussod, Valadon & Cia. en París y ganaba bien. Según cuentan sus bisnietos había llegado a un acuerdo con sus padres y sus tres hermanas: sostenía económicamente a Vincent y a cambio tenía la propriedad exclusiva de todas sus obras. Después de la muerte de los dos hermanos, la familia respetó escrupulosamente el acuerdo y Johanna heredó de la inmensa colección de pinturas, dibujos y cartas de Vincent y las obras de sus amigos artistas. En 1891 esa colección no estaba aún valorada en el mercado del arte. Pero Johanna multiplicó iniciativas para dar su lugar a Van Gogh. No sólo logró organizar exposiciones cada vez más importantes con el curso de los años, sino que se lanzó a una tarea titánica: ordenar, en vista de su publicación, las centenares de cartas que Vincent habia escrito a Théo. Sólo se conservaron algunas cartas de éste a Vincent, porque este, poco organizado, no las guardó o las perdió en sus numerosas mudanzas. Las misivas estaban encerradas en baúles, todas revueltas y muchas sin fechas. Johanna dedicó diez años a esa labor al tiempo que dirigía una pensión en la pequeña ciudad de Bussum, ubicada a 30 kilómetros de Ámsterdam. Así se ganaba la vida. Ningún editor se interesó en esa correspondencia por lo que Johanna costeó personalmente su publicacion en 1914. Cartas a mi hermano contribuyó ampliamente a afianzar la fama de Van Gogh. Poco a poco también Johanna Bonger consiguió colocar obras de Vincent en el mercado de arte. El primer marchante con el que colaboró fue Paul Cassirer, un dinámico galerista de Berlín que vendió 55 obras del artista entre 1902 y 1911. La viuda de Théo no tardó en convertirse también en hábil negociadora. Atendía personalmente a los coleccionistas en su casa decorada con las obras de Vincent y solía ser muy estricta con los precios. Su mayor triunfo fue la compra en 1924 de una naturaleza muerta –los famosos Girasoles– por la National Gallery de Londres. Le costó trabajo deshacerse de esa obra, una de sus predilectas, pero consideró que su presencia en un museo tan prestigioso era la coronoación de 30 años de esfuerzos al servico de la obra de Vincent. También la llenaba de gusto y orgullo haber reunido a los dos hermanos en el cementerio de Auvers-sur-Oise. “Sólo un mes después de haber organizado una exposición de obras de Vincent en su departamento parisino, en septiembre de 1890, Théo empezó a padecer graves problemas psíquicos a consecuencia de la sífilis. Fue internado en París, pero su estado empeoró. Johanna optó por trasladarlo a Utrecht, donde su familia la ayudó a atenderlo. Théo murió el 25 de enero de 1891 tras semanas de sufrimientos atroces”, cuenta Matcheld van Laer. Fue en 1914, después de la publicación de Cartas a mi hermano que Johanna tomó la decisión de juntar a Théo y Vincent en el bucólico panteón de Auvers-sur-Oise. Enfrentó un sinnúmero de trabas burocráticas en Holanda y Francia, pero no se dejó impresionar y, como siempre, logró su cometido. Johanna Bonger murió el 2 de septiembre de 1925, duramente afectada por el mal de Parkinson. Su hijo único, Vincent Willem van Gogh, heredó su importante colección. El mundo del arte distaba de apasionarlo, le interesaba esencialmente la empresa de consultoría en ingenería que había fundado y que dirigía. En 1930 confió parte de su colección al Stedelijk Museum de Ámsterdam, guardó cuadros y dibujos en una bodega de su casa de campo en Laren y colgó una veintena de pinturas en su residencia principal. “Recuerdo muy bien algunos de estos cuadros que adornaban el comedor. Los veíamos cuando íbamos a visitar a nuestro abuelo. Nos parecía la cosa más normal del mundo. De niños nos gustaban sus colores”, comenta Willem. Durante muchos años Vincent Willem, quien se presentaba siempre como “el ingeniero”, no se preocupó mayormente de la obra de su tío. Pero a partir de 1945 empezó a su vez a promoverla. “Lo que ansiaba antes que todo nuestro abuelo era preservar intacta esa colección de doscientos cuadros, quinientos dibujos y setecientas cartas de Vincent –recalca Willem–. En 1960 creó la Fundacion Van Gogh que reunía miembros de nuestra familia y un representante del gobierno. En 1962 la Fundación firmó un convenio con el Estado neerlandés por medio del cual se comprometía a prestarle su colección en forma permanente mientras que el Estado se responsabilizaba de la creación y gestión de un museo exclusivamente dedicado a Van Gogh. Fue así como nació el Museo van Gogh, que se inauguró en 1973.” “Nuestro abuelo tenía una ética calvinista –precisa Machtheld–. No quería que sus hijos y sus nietos fueran ricos herederos. Siempre pensó que teníamos que valernos por nosostros mismos. Además consideraba que la obra de Vincent no nos pertenecía, sino que tenía que ser accesible al mayor número de personas posibles.” Apunta Willem: “Le pregunté a mi padre lo que pensaba de la decisión de Vincent Willem. Me contestó: ‘En realidad no tengo porqué opinar. No es mi colección. Es la suya y puede hacer con ella lo que quiera sin consultar a nadie. Dicho eso, lo apoyo en forma incondicional.” Concluye Machtheld: “Fue sabia esa decision y nos honra.” Asiente Willem van Gogh. Ambos se notan sinceros.

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