¡Viva la mamma y la chacota!

miércoles, 7 de octubre de 2015 · 14:47
MÉXICO, D.F. (apro).- Estrenada en una segunda versión (la primera fue en 1827) en el Teatro della Cannobianna de Milán el 20 de abril de 1831, Viva la mamma, la graciosa y divertida ópera de Gaetano Donizetti, llegó por fin a México la tarde del 24 de septiembre, es decir, 184 años después. Empero, más vale tarde que nunca y, por lo grata que es, deseamos que no pasen otros 100 años antes de que vuelva a subir a nuestros escenarios con, claro, las correcciones necesarias. Dividida en dos actos, su argumento es sencillo y no del todo novedoso, ya que se trata de “teatro dentro del teatro”, al plantear las vicisitudes de una modesta compañía operística que deberá montar una ópera nueva, para lo cual lo primero que tiene que hacer es integrar el elenco adecuado. Y es aquí donde comienzan los problemas ya que las divas y los divos, fieles a su naturaleza, se disputan preeminencia, importándoles realmente poco el contenido y resultado artístico general. Lo importante para cada uno de ellos es su lucimiento personal. El tema, decía, no es nuevo. Ya Mozart, para señalar un solo ejemplo, lo había utilizado por lo menos medio siglo antes en El empresario. Lo distinto, que es lo que hace valer esta mamma, es el tratamiento y un personaje singular, la propia gran Mamma, doña Agata Scanagalli, papel encargado --y esto sí es una rareza--, a un barítono. Es decir, se trata de un rol travestido para un varón, cuando lo estilizado en aquellos tiempos era travestir a las mujeres para que hicieran papeles masculinos. Se entiende claramente, desde el título de la ópera, que el personaje central es la Mamma (grande que añadiría García Márquez), que aquí fue encomendado a Armando Mora, quien hacía largo rato que no aparecía en Bellas Artes, donde “olvidaba decir” se efectuó el estreno mexicano. Prototipo de la madre dominante que quiere realizar en su hija lo que ella no pudo ser, la mamma contribuye en muy buena forma a los enredos de la compañía que, llevada al extremo, obliga al compositor a disolverla porque es imposible hacer nada con ella. Elenco joven, con excepción del ya mencionado barítono Mora, se integró con la soprano Lorena Flores (Prima donna), Adriana Valdés (segunda soprano), Orlando Pineda (tenor alemán), el barítono Carlos López (Procolo), el barítono Jorge Eleazar Vargas (compositor), la mezzosoprano Rosa Muñoz (Pippetta), el bajo Alejandro López (poeta, libretista), el barítono Jorge Ruvalcaba (empresario) y el bajo-barítono Rodrigo Urrutia (jefe de foro), quienes se desempeñaron con atingencia, destacando Carlos López, Jorge Eleazar Álvarez --que estuvo verdaderamente bien-- y Lorena Valdés. La dirección musical fue del también joven y ya imprescindible entre las batutas mexicanas, Iván López Reynoso, quien actuó con su solvencia acostumbrada, y la grata puesta en escena y aplicando los tonos adecuados a cada momento correspondió al experimentado hombre de teatro que es Antonio Castro. Y precisamente por esa experiencia y formación teatral, es que no puede excusarse a Antonio Castro de haber “achabacanado” totalmente, y sin necesidad alguna --ya que el personaje es cómico y simpático per se, a la mamma-- llevando a Mora a lo pedestre, al humor primario del pastelazo y dejando que éste, Mora, exagerara y se acorrientara hasta, por momentos, llegar a lo grotesco. Con sus limitaciones y deficiencias de siempre en lo vocal, mal cantante en general, Mora desperdició aquí la posibilidad de, como actor, mostrarse por lo menos aceptable. Lástima que un buen montaje en general haya permitido, en el personaje central, que “las pezuñas sustituyan a las alas”, como sentenciara Federico García Lorca a quien Antonio Castro debe conocer muy bien. Qué pena.

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