Svetlana: "No soy periodista en el sentido estricto"
Anne Brunswik, colaboradora de la revista trimestral francesa ‘XXI’, entrevistó largamente a Svetlana Alexievich en agosto de 2009 en la ciudad de Minsk, capital de Bielorrusia, donde la escritora volvió a vivir después de periodos de exilio que la llevaron a Francia, Alemania, Italia y Suecia.
Con gran espontaneidad, Svetlana Alexievich evoca su juventud de la posguerra en Bielorrusia y luego en Ucrania, sus estudios, sus primeros problemas con las autoridades comunistas y la génesis de sus cuatro primeros libros: ‘La guerra no tiene rostro de mujer’, en el que las mujeres soviéticas cuentan con realismo totalmente inédito y bastante tabú para la época lo que sufrieron durante la segunda guerra mundial.
‘Últimos testigos’, donde recogió las voces de quienes habían sido adolescentes en esa misma guerra y aceptaron relatar las atrocidades que habían vivido; un libro que rompió con el mito de los niños héroes; ‘Los hijos de cinc’, un nuevo desafío de Alexievich que recopiló testimonios de soldados que combatieron en Afganistán, y ‘Voces desde Chernóbil’, que dio la palabra a los olvidados de esa terribe catástrofe nuclear.
MINSK, Bielorrusia (apro).- “Empecé a escribir hace más de treinta años. En ese entonces trabajé como periodista en un pequeño periódico soviético de provincia, en Bielorrusia. Lo que me piden en el diario no tiene gran interés y lo hago sin cansarme demasiado. La guerra sigue siendo un tema omnipresente en los periódicos de esa época.
“En Bielorrusia el trauma es enorme, porque perdimos a la cuarta parte de nuestra población durante la segunda Guerra Mundial. Pero los campesinos que cuentan cosas misteriosas sobre esa guerra no interesan a los diarios y tampoco a quienes escriben los libros. A mí me llaman la atencion sus relatos.
“Alguien me dice: ‘En Estalingrado no se podía utilizar a los caballos en los campos de batalla, porque un caballo es incapaz de pasar por encima de un cadáver’. Ese detalle no lo había leído en parte alguna. Las mujeres cuentan hasta qué punto era difícil ser mujer durante la guerra. Hablan de los rostros atroces de los hombres justo después del combate, de sus rasgos desfigurados por el instinto de sobrevivencia; una expresión espantosa que oscila entre lo humano y lo animal. Fue eso que enseguida me pareció apasionante.”
--¿De dónde saca usted esa proximidad con los campesinos?
--Pasé toda mi infancia en una pequena ciudad de Polesia, al sur de Bielorrusia. Mis padres eran maestros de escuela, pero la gente que nos rodeaba eran campesinos con una cultura esencialmente oral. Visitaban a mi padre --un hombre muy respetado que dirigía a la vez la escuela y el colegio--, y le contaban sus historias. Mi padre era un comunista ferviente que lo sabía todo. Mi madre, que no era comunista, era persona muy severa y muy introvertida. Ambos dedicaban muchísimo tiempo a su trabajo y eran muy rígidos, con esa mentalidad muy típica de la elite intelectual rusa que lo miraba todo desde su altura.
“Fue mi abuela materna, con quien conviví cuando nos mudamos a Ucrania, quien me dio la intuición del misterio secreto del mundo. Para ella el mundo estaba lleno de interrogantes. Con ella se podía hablar de todo: de la culpabilidad, del pecado, de la muerte. Era analfabeta, pero tenía un alma llena de vida.”
–¿Fue entonces gracias a su abuela que usted empezó a ver el mundo en una forma distinta?
--Sí, sin duda. Ella pertenecía a esa parte de la familia que no quería a los bolcheviques ni tampoco a los alemanes. A los bolcheviques los detestaba porque habían confiscado su tierra y sus vacas para regalarlas a la koljoz (granja colectiva). Mi abuelo era un campesino acomodado y educado, un hombre de una gran bondad. Bajo la ocupación nazi, los alemanes lo nombraron stareste, es decir, “anciano sabio y responsable” porque sabía leer. Hizo todo lo que pudo para proteger a los habitantes de su pueblo. Les avisaba cuando se enteraba de que alguien iba a ser detenido. Cuando el Ejército Rojo liberó el pueblo, lo enlistaron y lo enviaron al frente a pesar de que tenía más de cincuenta años. Murió en combate.
“Mi abuela se quedó viuda con cinco hijos y sin nada. Los alemanes habían quemado el rancho. Fue un periodo de gran miseria, había escasez de todo, ni siquiera teníamos leña para calentarnos. A pesar de eso, me encantaba pasar las vacaciones escolares con ella. La naturaleza era bella y el mundo lleno de misterio.”
--¿Era un mundo religioso también?
--Mi abuela estaba impregnada de religiosidad. Veía la mano del Creador en toda la naturaleza. En cambio, toda mi educación reposaba sobre el ateísmo soviético. No creía en el Creador, pero tenía la intuicion de que el mundo era más complejo que lo que se me decía.
“Un día pasamos cerca de una casa caminando en la punta de los pies. Mi abuela me susurró: ‘¡Silencio! ¡La mujer que vive aquí se comió a sus hijos! Estaba muriéndose de hambre…’. Eso había ocurrido durante la gran hambruna que causó estragos en Rusia de 1932 a 1933, y el pueblo llevaba cuarenta años poniendo en cuarentena a esa infortunada mujer. ¡Esa historia dice tantas cosas!
“Mi abuela me contó que un día, durante la ocupación nazi, un soldado alemán muy joven entró en el rancho para pedir agua y que estaba llorando. Esta historia me dejó atónita. En la escuela se me enseñaba que los alemanes eran monstruos de una brutalidad indescriptible, y mi abuela me decía que podían llorar. (…)
--La segunda Guerra Mundial le interesó desde muy joven…
--La guerra fue horrible en Bielorrusia. Nací en 1948, y durante toda mi infancia la gente sólo hablaba de eso porque cada famila había perdido a numerosos seres queridos. Nosostros, los niños, nos preguntábamos si habría suficiente lugar en la tierra para inhumar a todos estos muertos. En los pueblos solamente quedaban mujeres. Ucrania perdió menos soldados, pero se quedó con muchísimos discapacitados de guerra. La policía los sacaba brutalmente de los alrededores del mercado. Estaban en sus sillas de ruedas y desde las plataformas de sus camiones, policias jóvenes se reían de ellos y les tiraban algo de comer, como si fueran puercos o becerros. Eso me aterraba. Ese terror es mi único recuerdo personal de la guerra.
“La gente contaba historias atroces sobre lo que había pasado durante el bloqueo nazi. En nuestro pueblo había una mujer que vivió en una soledad tremenda. A lo largo del bloqueo, toda su familia vivió escondida sumergida en una ciénaga. Durante el día respiraba por un tubo. Por la noche salía, se secaba y comía un poco. Había una niña que no dejaba de llorar, lloraba por hambre. Los demás temían que se escucharan sus llantos. Finalmente su madre la mató, probablemente ahogándola. Después de eso, todo mundo le dio la espalda en el pueblo. Cuando yo preguntaba por qué estaba tan sola, me contestaba: ‘No te corresponde saberlo.’ No podíamos hacer preguntas. Afortunadamente en nuestra casa había libros. Muchos libros.”
--¿Se hundió usted muy pronto en la literatura?
--Siempre supe que quería escribir. Escribir y viajar. Pero me tomó mucho tiempo encontrar mi camino, mi género de escritura. Para mis padres los libros eran lo más importante en el mundo. En la familia de mi padre se enseñaba desde hacía cuatro generaciones. Comparada con los demás niños yo tuve una infancia privilegiada: mi padre y mi madre estaban vivos, estaban a mi lado y teníamos un nivel de vida superior al de los demás. Cuando ingresé por primera vez a la primaria, mis padres me compraron una lonchera escolar mientras que los demás alumnos sólo tenían bolsas de tela. Me enfurecí, armé un escándalo para que mi madre me cosiera una bolsa de tela. Yo quería ser como los otros. También era la única en tener una chamarra. Se las prestaba a mis amigas que me la devolvían rota, y mi madre me regañaba. Con mis padres era imposible discutir. Y de todas formas, para mi padre no existía nada fuera del marxismo-leninismo.”
--¿Usted nunca fue comunista?
–No. Fui miembro de los Pioneros y de las Komsomols (Juventudes Comunistas), pero eso era automático. Para ingresar al partido, había que presentar la candidatura y tener un padrino. Nunca solicité mi ingreso porque es contrario a mi naturaleza afirmar cosas en las que no creo. En el diario en el que trabajaba, sólo necesitaban pertenecer al partido quienes ocupaban puestos de responsabilidad. Recuerdo una anécdota:
“A los pocos meses de haber nacido una traquetis casi me mató. En ese entonces, mi padre seguía sirviendo en la aviación militar y estaba hospedado con mi madre en un convento en Ucrania. Fue a pedir ayuda a la madre superiora. Por principios, ella rehusaba dar o vender lo que fuera a un oficial soviético. Mi padre se arrodilló: ‘Mi niña se está muriendo de hambre, usted me puede odiar, me puede matar, pero si realmente cree en Dios…’ Finalmente la monja aceptó venderle un poco de leche de cabra, pero exigió que mi madre fuera a buscarla. Después de la guerra, mi padre fue condecorado y acabó sus estudios de periodismo. Era un hombre brillante y hubiera podido hacer carrera en el partido.”
--¿Por qué acabó siendo maestro en el campo?
--Me enteré de la verdadera razón muy tarde y no por mi padre. Después de haberse graduado, le propusieron entrar en el comité regional del partido. Pero después de examinar su expediente, las autoridades competentes se dieron cuenta de que la hermana de su esposa estaba detenida.
--¿Por qué?
–Cuando era muy joven, mi tía había sido nombrada profesora de alemán en Brest, en la frontera con Polonia. La guerra empezó dos días después de su llegada en esa ciudad. Como había muchos presos rusos en esa región, los alemanes necesitaban intérpretes. Mi tía era muy guapa y al parecer tuvo una relación amorosa con un oficial alemán. Al final de la guerra fue detenida y deportada a Siberia. Cuando el partido descubrió esa historia, exigió a mi padre que se divorciara.Todo hubiera podido acabar muy mal para él y para todos nosotros. Menos mal que mi padre pudo contar con la ayuda de un camarada suyo de las fuerzas aéreas que estaba en el comité central. En sólo 24 horas, el hombre logró que se nombrara a mi padre como maestro en un pueblo perdido. Mi tía pasó 20 años en Siberia antes de ser liberada. Mis padres siempre la apoyaron.
--¿Cómo logró guardar distancia de su educación comunista?
–Es un largo proceso. En la faculdad de periodismo me di cuenta que era más libre que los demás. Muy rapidamente fui considerada como disidente porque hacía demasiadas preguntas. En tercer año gané un premio literario. La recompensa era un viaje al extranjero, pero las autoridades no me dejaron salir del país so pretexto de que había manifestado opiniones antisoviéticas. En realidad sólo había preguntado por qué se nos prohibía leer a Niestzsche. También había dicho que la obra de Lenin no daba respuestas a todos los interrogantes que podíamos plantearnos. Por ejemplo, no decía nada acerca de la vejez o del amor. No me dieron visa y después de que me gradué, me enviaron a una pequeña ciudad de provincia muy lejos de Minsk.
“Pasé por una crisis muy profunda: vacié toda mi biblioteca y sólo me quedé con Dostoyevski, Tolstoi y Chéjov. Regalé todos los demás libros a la faculdad de periodismo. Quería deshacerme de todas estas muletas y entrar directamente en la vida, a ras del suelo. Fue sólo más tarde que entendí que una no puede aprehender la realidad así nomás. Tú encuentras un sentido, luego otro, luego un tercero. Y así es, sin fin. Fue un trabajo muy largo. Me tocó liberarme de toda esa ideología, de toda la literatura soviética y de su mirada estrecha sobre el ser humano.”
--¿Tuvo experiencias personales que jugaran un papel especial en esa ruptura?
--La muerte de mi hermana, creo. En ese entonces no le prestaba demasiada atención a la naturaleza. Vivía hundida en un mundo de ideas. Mi hermana murió a los 36 anos y de repente entendí que la primavera existía, que todo podía parar en cualquier momento, que cada uno disponía de una sola vida… Lo que me llamó la atención entonces fue que no funcionaba el concepto soviético y sobre todo materialista según el cual “querer es poder”. “Debes, luego puedes”. Eso no sirve.
“A la muerte de mi hermana, nuestra familia nutrida por tantos libros se quedó totalmente desemparada. Nadie sabía qué hacer ni qué decir. Fue una anciana, Elisabeta, nuestra vecina, quien nos enseñó qué comida guisar para el duelo, cómo cavar una tumba. Siempre le estaré agradecida. Sin ella, hubiéramos enterrado a mi hermana a la manera soviética, sin metafísica. Gracias a ella todo recobró su lugar, todo recobró sentido.
“Recuerdo que estábamos sentados todos de noche alerededor de su ataúd. Había muerto de cáncer, con muchos sufrimientos. Estaba acostada, bella, muy bella. De repente, se metió un insecto en la habitacion y se paró en su frente. Elisabeta dijo: ‘¡No lo toquen! ¡Quizás sea su alma!’ Era una concepción del mundo totalmente diferente. La gente sencilla sabe muchísimas más cosas que nosotros. Yo cambié mucho. Fíjese en las fotos mías tomadas cuando escribía La guerra no tiene rostro de mujer y las de hoy. No es una cuestión de edad. Es la mirada, que es distinta.”
--¿Cómo fue acogido La guerra no tiene rostro de mujer, su primer libro?
--Había muchos libros sobre las mujeres combatientes, pero eran todos parecidos. El mío molestó por su enfoque. Los excombatientes exigían una prosa heroica y no querían que se relataran atrocidades. Durante dos años se rechazó la publicación de mi libro en Bielorrusia. Pero empezaba la perestroika en Rusia y un amigo se llevó el libro a Moscú, donde fue publicado en 1985. Gracias a algunas personas pudo llegar a manos de Mijail Gorbachov, que lo elogió en un discurso que pronunció durante la ceremonia de conmemoración del 40 aniversario de la victoria sobre los nazis. Me condecoraron y me galardonaron con premios.
“Luego fue fulgurante el éxito en toda la Union Soviética. El tiraje del libro alcanzó 2 millones de ejemplares y cada seis meses se volvía a hacer un nuevo tiraje. Desde entonces el libro se sigue vendiendo y no deja de ser adaptado al teatro y al cine. Pero siguió la polémica en la prensa. Para la vieja guardia comunista, los militares y los excombatientes yo ‘manchaba’ la imágen de la guerra e inclusive la de las mujeres, con detalles demasiado crudos. Cuando los alemanes capturaban a las mujeres soldado, las trataban de hermafroditas, las humillaban y las mataban. El libro cuenta los dolores físicos de las presas y eso estaba considerado como degradante. Pero mis detractores consideraban que el peor insulto que me podían hacer era tildarme de ‘pacifista’.”
–También fue criticado el libro que escribió sobre el destino de los niños durante la guerra.
--Efectivamente, se cuestionó tambien con virulencia el enfoque de Últimos testigos. Si bien para las mujeres la guerra fue antes que todo una inmensa carnicería, pues para los niños fue una locura. Estábamos acostumbrados a historias de niños heroicos que se sacrificaban por la patria. Pero los testimonios que recogí exponían violentamente el absurdo, la monstruosidad y el trauma de la guerra.
“Sin embargo, el libro que sufrió más ataques fue Los hijos de cinc. Acabaron enjuiciándome. La guerra de Afganistán acababa de terminar. 15 mil soldados habían perdido la vida, y ese libro ‘manchaba la memoria de los héroes caídos por la patria’. Una madre me gritó llorando: ‘¡Quería ofrecer el uniforme y las medallas de mi hijo a su liceo, pero los rechazaron por culpa de usted! ¡Me lo trataron de ladrón y asesino!’.”
--¿Cuándo fue a Afganistán?
--En 1988. Me invitaron junto con dos otros escritores a visitar el frente. No soy una heroína, soy solamente una persona honesta. No experimenté la segunda Guerra Mundial porque naci en 1948. Pero en cuanto me enteré de que era posible ir a Afganistan, fui. Pasamos un mes allá y siempre estuvimos escoltados por soldados. Mis colegas querían ver combates, tiroteos. Eso a mí no me interesaba. Lo esencial de la guerra ocurre fuera de la vista. En el frente, pero también fuera de él; en cada hogar, en nuestra sociedad.
“Creo que mi emancipación completa se remonta a esa estadía en Kabul. Todavía tengo muy presente en la mente el momento en que entramos en el hospital militar. Era una inmensa granja llena de ancianos y niños amputados. Un espectáculo abominable. Me tocaba repartir un montón de osos de peluche. Le regalé uno a un niño que lo agarró entre los dientes. Le pregunté: ‘Por qué con los dientes?’. La mujer que estaba a su lado levantó la cobija y me enseñó el cuerpo del niño sin brazos ni piernas. No había nada más que decir.” (…)
--¿Le sorprendieron las reacciones tan violentas que generó su libro?
--Sí. En ese entonces se publicaba sin problema a Solzhenitsyn y Chalamov. Pero eran los intelectuales quienes leían sus libros. El pueblo no, y sigue sin leerlos. Durante seis meses se presentó una adaptación de mi libro en el Teatro Académico de Minsk. Pero los militares, los comunistas y los excombatientes se unieron para exigir que se interrumpiera esa presentación.
“Después, los generales movieron cielo y tierra para enjuiciarme. Presionaron a las madres y a los soldados que habían testimoniado en mi libro para que se retactaran y me demandaran. Llevaron de toda Bielorrusia a madres que agitaban retratos de sus hijos o exhibían sus medallas pegadas en cojines. ‘¡Nuestros hijos son héroes y ella los trata de asesinos!’, aullaban. Hubiera debido defenderme con un abogado, pero no me parecía honesto. Entendí que estas mujeres habían sido engañadas y manipuladas. Era un tiempo de miseria total. Las tiendas estaban vacías. Seguramente les habían prometido un empleo o un televisor. Lo único que esperaba era poder hablar con ellas.”
–¿Logró convencerlas?
--Por supuesto que no. Toda esta gente estaba todavía impregnada de cultura soviética. El juicio se celebró muy cerca de mi casa y había por lo menos 500 personas todos los días frente al tribunal. La mayoría me acusaba de traicionar la memoria de los soldados y de la patria. Antes del juicio, el juez organizó reuniones de conciliación. Allí estaba Oleg, herido en la cabeza en Afganistán. Su testimonio en el libro es extrordinario.
“Le dije: ‘Oleg, ¿por qué veniste?’. Me contestó: ‘Usted está podrida en dinero. Viaja al extranjero. Y yo no tengo un centavo. No tengo trabajo. Mi mujer me dejó. No tengo nada.’ El juez le preguntó: ‘Qué espera usted de Svetlana?’. Contestó: ‘Quiero que me compense todo lo que perdí durante la guerra.’ Le dije: ‘¡Me confundes con el Ministerio de Defensa!’. En ese entonces, para él la única compensación que tenía era ser considerado un héroe.”
--Seguramente usted se sintió muy sola…
--Pues ni tanto… En el juicio, hubo militares que aceptaron dar su testimonio sobre esas terribles bombas que se habían experimentado en Afganistán. Lo más duro para mí fue la confrontación con los héroes y las heroínas de mi libro. (…)
“Bueno, en realidad no vale la pena hablar demasiado de ese juicio ni de los problemas que tuve con el poder. En nuestra cultura, todo eso es la norma. Y sigue así para mí con Lukachenko, nuestro presidente desde hace casi quince años. El problema no es tanto el poder como la gente que lo apoya. Todo el mundo aquí está dispuesto a incriminar al poder, pero la gente no está dispuesta a reconocer su propia responsabilidad. Si estamos gobernados por un matón inculto como Lukachenko, es porque el pueblo se reconoce en él y porque representa en cierta forma el ideal de una mayoría de electores. No de 85% de ellos, pero sí del 55%. En el momento de la perestroika nos hicimos muchas ilusiones.”
--¿Qué tipo de ilusiones?
--Nadábamos en la euforia. Pensábamos que todos los problemas habían sido causados por el comunismo y que después de su desaparición íbamos a empezar una nueva vida tipo occidental. Era muy naif. Con la guerra de Chechenia volvimos a ver lo que habíamos visto en Afganistan. Nos volvieron a imponer los mismos discursos patrióticos sobre la defensa de Rusia, el sacrificio para la patria.
“Pero es la miseria lo que lleva a la gente a enlistarse en las fuerzas armadas. Para mi próximo libro (Tiempo de segunda mano. La vida en las ruinas del socialismo, publicado en 2013) entrevisté a una mujer cuya hija sirve en la policía. Una familia soviética típica. Esa mujer empezó a trabajar en una fábrica cuando apenas tenía 12 años, durante la segunda Guerra Mundial. Su madre trabajó en la construcción de la vía férrea Baikal-Amour-Maguistralen Siberia. Resultado: un puñado de condecoraciones y medallas, y la miseria.
“En 1994, cuando ya nadie cobraba salario, esa familia salió de su provincia del norte de Bielorrusia para instalarse en Minsk. Al terminar el liceo técnico, la hija quiso estudiar psicología en la universidad. Pero no tenía dinero y entonces entró en la policía. A los 22 años ya tenía una niña y se había divorciado de su marido alcohólico. La miseria. Un día visita a su madre y le dice: ‘Mamá, me voy a Chechenia.’ Su madre le contesta que tiene una niña y que no está obligada a irse a Chechenia. La hija le responde: ‘Madre, quiero ganar dinero como los demás. Quiero ir a Egipto para ver las pirámides... Necesito comprar un televisor, un celular, una máquina para lavar ropa.’ La única solución para ganar dinero era ir a Chechenia. En ningún momento esa joven se cuestionó el hecho de que iba a tener que matar.”
--Usted conocía muy bien a Anna Polikovskaia. ¿Por qué no escribió un libro sobre Chechenia?
--No quería escribir un cuarto libro sobre la guerra. Anna Polikovskaia hacía un trabajo extraordinario, pero era periodismo. Es totalmente distinto. Las cuestiones metafísicas no le interesaban lo más mínimo.
“Yo no soy periodista en el sentido estricto de la palabra. Utilizo el periodismo para conseguir materiales, pero con eso hago literatura. Puedo entrevistar a un centenar de testigos y sólo usar diez testimonios. La transcripción de una entrevista puede tener cien cuartillas de las cuales quizás usaré sólo tres. Después de tres libros, sentí que había agotado todo lo que se podía decir sobre la guerra. (…)
“Y para hablar francamente, físicamente ya no tenía fuerza para escribir sobre Chechenia. Tambien soy un ser humano. Todas estas víctimas, todas estas atrocidades… Además, estaba trabajando sobre mi libro sobre Chernóbil.”
–En este libro, los testigos hacen frecuentes referencias a la guerra.
--Sí. Pero no estaban preparados para enfrentar la guerra que les tocó vivir. Ningún ser humano está preparado para enfrentar eso. Está el hombre antes de Chernóbil, y el hombre después.
“Recuerdo a una abuela. A un mes tras la explosión de la central nuclear, en la época en que el ejército sacaba a los damnificados en autobuses. Todo el pueblo estaba reunido con sus bolsas y maletas, y de repente llegó un soldado que avisó al oficial que la abuelita rehusaba irse. La anciana se me acercó, probablemente porque yo era la única mujer, y me dijo: ‘Hija, ¿por qué tendría yo que irme? El sol brilla, los pajaros vuelan... Viví la guerra bajo los bombardeos con el olor de los explosivos, con los soldados extranjeros. Sé lo que es la guerra. Pero hoy estos soldados son nuestros propios muchachos. ¿Es una guerra? ¿De qué guerra se trata?’.
“El capitán no le supo qué contestar. Ni yo tampoco. Era una nueva forma de guerra, pero la gente no lograba creer en un peligro que no podia ver ni sentir. Después de la salida de estos campesinos, otros llegaron y se instalaron en sus casas de esa zona prohibida. Empezaron a cultivar el campo. Al principio fueron expulsados. Volvieron. Hoy los pueblos que habían sido totalmente vaciados están ocupados. Por lo menos, a la mitad.”
–En su libro se ve claramente cómo reaccionó el poder político.
--Nuestro sistema reacionó como suele hacerlo: declaró el estado de guerra. Íbamos a sacrificarnos para salvar a la patria. El primer mes, cuando aún se vertía concreto alrededor del reactor, el ejército desplegó una inmensa cantidad de material bélico en la zona: tanques, helicópteros con metralletas, hombres con metralletas… ¿Por qué? ¿Contra quiénes iban a disparar? Obviamente todos estos soldados fueron irradiadados… Un miembro del comité central visitó el lugar y quiso ver entre un hueco, se le avisó que era mortal acercarse. Insistió. Quería verlo con sus propios ojos en una actitud típica de la vieja guardia comunista: quieren estar con el pueblo, en el lugar de los hechos, sacrificarse, estar en primera línea. Según tengo entendido, ese hombre murió poco tiempo después.
“Recuerdo también a ese profesor de física que estuvo admirando el incendio provocado por la explosión del reactor nuclear desde su balcón junto con sus hijos. Me dijo: ‘No pensábamos que la muerte podía ser tan bella.’ Tuve la ‘suerte’ --esta palabra es absurda-- de llegar al principio de la tragedia, en el momento en que todo mundo estaba trastornado y desorientado. Era algo que nadie había visto nunca y la gente contaba cosas de una fuerza increíble. Ahora se repusieron del choque. Ya no se podría escribir el mismo libro. Durante años escribí sin saber en qué direccion avanzaba. Al contrario del tema de la guerra, no existía tradicion literaria alguna. Era un tema totalmente nuevo.”
--Voces desde Chernóbil le dio fama internacional y fue con la publicación de ese libro que se empezó a hablar de usted para el Nobel de Literartura.
--No es precisamente ese libro que empezó a llamar la atención. Lo que interesa tanto en Japón como en Suecia y en otras partes es la historia de esa utopía que inspiró a muchas generaciones y que se realizó en la URSS, una experiencia de laboratorio única por su amplitud y su duración. Los lectores descubrieron a una persona que desde hace treinta años escribe la historia de esa gran utopía contada por gente sencilla, modesta, gente con la cual cada quien puede identificarse.