La ONU, entre el escepticismo y el reconocimiento

lunes, 16 de noviembre de 2015 · 11:20
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Los 70 años de la ONU han estado acompañados de diversos eventos conmemorativos. No ha sido difícil identificar las contribuciones excepcionales de esta organización para evitar otras grandes guerras mundiales como las que en dos ocasiones llenaron de sangre el panorama del siglo XX. Entre tales aportaciones cabe recordar: el desarrollo y codificación del Derecho Internacional, comenzando por la prohibición del uso de la fuerza en las relaciones internacionales; el apoyo a grupos vulnerables, como los refugiados, las mujeres y los niños; la toma de conciencia de problemas globales que nos agobian, como el cambio climático; la construcción de un impresionante marco jurídico para la defensa de los derechos humanos que tiene sus cimientos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948; las negociaciones exitosas para detener conflictos por medios pacíficos; la cooperación en la reconstrucción de un país después de una guerra mediante el mecanismo Operaciones de Mantenimiento de la Paz (OMP). La lista de los logros alcanzados es muy larga y, sin embargo, al llegar a este aniversario las miradas escépticas dominan en la opinión pública, lo mismo que entre los analistas y los formadores de opinión. ¿La ONU es todavía relevante?, se preguntan diversos observadores. Para algunos, es una reliquia incapaz de resolver las inercias burocráticas que la ahogan, de flexibilizar formas tradicionales de operación que la paralizan, de adaptarse a nuevas fuerzas que pesan sobre la economía y la política internacionales. Para otros, el éxito de sus actividades requeriría de una agenda más acotada, mayor realismo en las responsabilidades que se le atribuyen y un verdadero compromiso de los Estados miembros con sus actividades. La debilidad de ese compromiso se advierte en la escasez de recursos financieros que se le otorgan. Hay una distancia notable entre lo que se espera de la ONU en el imaginario de la opinión pública y los recursos financieros tan escasos que tiene para cumplir sus funciones. En la mayoría de los países, para los encargados de las finanzas públicas la pregunta no es cómo incrementar las aportaciones a la ONU sino cómo reducirlas. Algunos reclamos a las Naciones Unidas son justificados. Sobresale la dificultad, o imposibilidad, de consumar la reforma del Consejo de Seguridad que permita reflejar en su composición y toma de decisiones las realidades políticas del mundo del siglo XXI. Es difícil aceptar que sigan ocupando el lugar privilegiado de miembros permanentes, con derecho a veto, los triunfadores de la Segunda Guerra Mundial (China, Estados Unidos, Francia, Reino Unido, Unión Soviética). Esa circunstancia no es justificada ni por sus aportaciones a los trabajos de la organización ni por su compromiso con la seguridad y la paz internacionales. Sin embargo, son esos mismos miembros permanentes los que hacen imposible la reforma del Consejo, y el cambio en la organización depende de su voluntad. Otros reclamos son igualmente válidos: la parálisis que por 20 años ha dominado a algunas instancias como la Conferencia de Desarme en Ginebra; el incumplimiento de decisiones obligatorias del Consejo de Seguridad, como las relativas al problema entre Israel y Palestina; el desconocimiento por parte de los países nucleares de su compromiso –establecido en el Tratado de No Proliferación– de negociar el desarme nuclear; la inacción ante los conflictos que han surgido en los últimos años, entre los que sobresalen los problemas de Ucrania, Siria y Yemen. Si hay motivos válidos para el escepticismo ante la ONU también es cierto que no existen alternativas válidas para la reconstrucción de un multilateralismo de carácter universal que mantenga las importantes aportaciones de la ONU y supere los problemas que la paralizan. La era de construcción de grandes organizaciones internacionales universales correspondió al siglo XX. Se establecieron entonces instituciones con poderosas maquinarias burocráticas, instalaciones imponentes y formas de funcionamiento que, como veíamos en líneas anteriores, son difíciles de modificar. Imposible imaginar la decisión de repetir esas experiencias en el siglo XXI. El multilateralismo de nuestro tiempo presenta características muy distintas, posiblemente más operativas, pero no necesariamente más exitosas. Un ejemplo de las nuevas formas de coordinar acciones es el Grupo de los 20 (G-20). Carece de un secretariado, sede o presidencia. Ello puede parecer positivo; empero, su agenda es muy errática, dominada frecuentemente por temas coyunturales de carácter político o económico (los acontecimientos de Ucrania o la deuda de Grecia). El tono de la agenda lo impone, frecuentemente, el país sede, lo que permite fijar la atención en asuntos relevantes pero muy heterogéneos. Al no existir una institución que dé seguimiento, la herencia del G-20 es una lista de problemas a los que se otorgó atención temporal; nada más. Otra característica del multilateralismo del siglo XXI es la pluralidad de actores que, más allá de los gobiernos, se considera deben tener prominencia: ONG, empresarios, jóvenes, medios de comunicación. Esta tendencia democratizadora tiene aspectos positivos, pero contribuye a diluir las responsabilidades que corresponden a cada uno en el cumplimento de metas establecidas. ¿Quiénes serán los responsables de avanzar hacia los 17 objetivos de la nueva Agenda para el Desarrollo Sustentable 2030? Los razonamientos anteriores llevan a considerar como lo más deseable una acción multilateral que no minimice sino complemente a las instituciones de la ONU. Un buen ejemplo de ese comportamiento es el de agrupaciones de la sociedad civil que dan seguimiento a las instancias encargadas de derechos humanos. No se trata de sustituir a los representantes gubernamentales, sino de enriquecer y completar la información que proporcionan, así como de movilizar a la sociedad a favor del cumplimiento, por parte de los gobiernos, de lo que ha establecido la ONU. A los 70 años de la creación de esa organización, la mirada escéptica debe dar lugar a la mirada constructiva respecto a cómo podemos aprovechar mejor las instituciones y marcos normativos que nos ha heredado.

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