El ocaso del "superpolicía del sistema"

viernes, 27 de noviembre de 2015 · 10:15
El 30 de octubre de 2000, después una intervención quirúrgica murió el capitán Fernando Gutiérrez Barrios, creador de la temida policía secreta que durante años espió, torturó y desapareció a miles de líderes sociales que luchaban contra el autoritario régimen priista. Ya en su ocaso, en 1997, él mismo fue secuestrado, pero recuperó su libertad tras el pago de un rescate. El controvertido “superpolicía político”, que se llevó a la tumba secretos sórdidos del sistema, ya no se recuperó… El escritor Fabrizio Mejía Madrid construyó una novela acerca de los días de este personaje multipolar en episodios clave de su vida política y policiaca. El título: Un hombre de confianza, que ya se encuentra en circulación bajo el sello editorial Grijalbo. Aquí se adelantan fragmentos del volumen. MÉXICO, DF (Proceso).- De haber existido una tarjeta de los servicios de inteligencia sobre el caso, se habría leído algo así: Martes 9 de diciembre de 1997. Aproximadamente a las seis de la tarde fue secuestrado en la Ciudad de México Fernando Gutiérrez Barrios, exdirector de la Dirección Federal de Seguridad, exgobernador de Veracruz y exsecretario de Gobernación. Fue extraído en una camioneta con los logotipos de Telmex por aproximadamente 12 hombres armados. Se presentó un tiroteo y gases lacrimógenos en la esquina de la avenida Miguel Ángel de Quevedo y la calle Fernández Leal. Hubo un herido, presumiblemente el chofer del licenciado Gutiérrez Barrios. Una camioneta Cherokee fue encontrada unas horas después estacionada frente a la casa de Cuernavaca del licenciado, en la calle Francisco Villa 106, esquina Neptuno, a unos metros de la XXIV Zona Militar. Hace tiempo que el inmueble no es utilizado por la familia Gutiérrez. En un primer momento se pensó que el secuestro ocurrió en este vehículo, pero más tarde se dio a conocer a su dueño: Jesús Miyazawa, director de la Policía Judicial del Estado de Morelos. (NM, 21:00 horas.) La tarjeta nunca existió, y si lo hizo, hoy es inencontrable. Toda una operación de silencio se maquinó alrededor de la desaparición forzada de quien fuera durante tres décadas el hombre fuerte de México, el que amenazaba, presionaba, seducía, torturaba y asesinaba. El que desapareció a casi un millar de estudiantes, campesinos, profesores levantados en armas o no. Si llamabas a sus oficinas, Alberto Alcántara, su ayudante, repetía leyendo de un papel redactado ex profeso para no levantar sospechas entre los periodistas: –El señor está de vacaciones desde el miércoles pasado. No dejaba de ser extraño que quien inventó el secuestro de opositores al “partido único” fuera ahora el secuestrado. ¿Quién tenía el poder para llevar a cabo semejante maniobra? Lo mismo debió preguntarse El Pollo Gutiérrez Barrios en el cuarto de la casa de seguridad, localizada en algún lugar de Cuernavaca. Dependiendo de las preguntas que le hicieran, el autor intelectual se iría develando poco a poco, a partir de ciertos detalles, frases, acentos. Solo, sin poder levantarse del colchón, acaso lo primero en que pensó Fernando Gutiérrez Barrios a sus 70 años fue en la crueldad de la política mexicana, en cómo las leyes se torcían para convertirlas en venganzas, en cómo se utilizaba a los demás y éstos se dejaban utilizar hasta que las relaciones se pudrieran y empezara un nuevo ciclo de revanchas. I La libertad sólo se siente cuando da lo mismo vivir que no vivir. Así, don Fernando fue devuelto a su casa de San Jerónimo el lunes 15 de diciembre de 1997. Se dijo que un día antes, a espaldas de la iglesia de un pequeño pueblo, San Felipe Ixtacuixtla, en el estado de Tlaxcala, se pagó el rescate de 6 y medio millones de pesos. Que fue Miguel Nazar Haro el que se encargó de la operación. Que el signo para el intercambio fue una bandera nacional en un asta improvisada. Que los secuestradores se confundieron durante unos instantes debido a los colores de las escalinatas de la iglesia, pintadas de rojo, azul, amarillo y verde, además del quiosco anaranjado. Que en el reloj de la iglesia daban las 12 horas del día y los esperaban agentes armados que sólo entregaron siete maletines en los que se presume estaban los billetes de 500 pesos. 12 mil pedazos de papel moneda, más o menos. No hubo disparos ni aprehensiones; ni siquiera, dicen, palabras. Ixtacuixtla de Mariano Matamoros se convirtió en un enigma para la prensa que nunca creyó que “el señor está de vacaciones”. ¿Por qué ahí? ¿Dónde habían tenido secuestrado al exsecretario de Gobernación, exgobernador de Veracruz, fundador de la policía secreta? ¿Por qué el pueblo más pintoresco de todos, con sus escalinatas interminables, pintadas de colores chillantes? El capitán llegó a su casa muy debilitado después de una semana de malcomer y mal dormir. Fue revisado por un cardiólogo, Jaime Arriaga García, y por un oftalmólogo que pidió el anonimato. Durante varios días don Fernando no pudo volver a enfocar la mirada, debido a los días vendado. Se enteró de la matanza de 45 indígenas tzotziles en Acteal, Chiapas, el 22 de diciembre, por lo que le decían, aunque no pudo ver las imágenes: 16 niños y niñas, 20 mujeres –nueve de ellas embarazadas– y nueve varones adultos acribillados por la espalda dentro de una iglesia donde rezaban. Eran considerados “bases de apoyo” del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, y los agresores, paramilitares del partido, ocho expolicías de Seguridad Pública en Tuxtla Gutiérrez… En tiempos del equipo de Gutiérrez Barrios, Nazar Haro, Acosta Chaparro, Salomón Tanús, los pactos de silencio todavía funcionaban. Hubo, claro, excepciones: el 15 de marzo de 1988 un desertor del Ejército, escondido en Montreal, Zacarías Osorio Cruz, le relata a los tres jueces de la Comisión de Inmigración que decidirán si se le otorga el estatuto de refugiado. El capitán Gutiérrez Barrios decidió en los meses siguientes –todo el año de 1998– no salir a los medios ni aparecer en público. Trató en vano de aclararse las memorias y apartarse de algunos recuerdos. No lo vimos de regreso hasta 1999, cuando el partido lo nombra coordinador del proceso de selección del candidato a la Presidencia de la República, una práctica en la que el partido no tiene experiencia: sus candidatos siempre han sido designados por el presidente anterior, en la mejor tradición del “tapadismo” –esconderse del escrutinio público– y el “dedazo” –la unción–. Que llamen al jefe de la policía secreta para que coordine una elección resultó por lo menos en algunas cejas levantadas y bromas en los pasillos: –Ahora no va a ser por dedazo, sino por ejecución. –No habrá “tapados”, sino desaparecidos. En el septuagésimo aniversario del partido, el presidente Zedillo había hecho el anuncio de una elección interna en los siguientes términos: –No voy a designar al candidato a la Presidencia, pero sí usaré toda mi autoridad moral y política en la selección de una contienda de voto universal, libre y secreto que dé a los delegados del partido los instrumentos para llevar los votos obtenidos a un recuento final, con la participación de la estructura tanto sectorial como territorial. Es decir, no habría elecciones internas, pero aun así la Comisión para el Desarrollo Interno del partido, presidida por Fernando Gutiérrez Barrios, emitió convocatorias; hubo precandidaturas –Manuel Bartlett, gobernador de Puebla; Humberto Roque Villanueva, expresidente del PRI; Roberto Madrazo, gobernador de Tabasco, y Francisco Labastida Ochoa, secretario de Gobernación–, e incluso intercambios de insultos para darle algún grado de verosimilitud. Tanto Bartlett como Madrazo acusaron a la dirigencia del partido de “gastar enormes recursos en la campaña de Labastida”, y fueron a ver al árbitro, Gutiérrez Barrios, la tarde del 6 de octubre de 1999: –Le exijo, don Fernando –dijo Roberto Madrazo–, que le pida la renuncia del partido al presidente, José Antonio González Fernández, por estar abiertamente parcial a la precandidatura de Labastida. Y al secretario general, Carlos Rojas –siguió Bartlett–, que se ha dedicado a repartir dinero a diestra y siniestra para Labastida. –Bueno, con tantas renuncias nos quedamos sin partido –bromeó Gutiérrez Barrios. A la salida de la reunión, dijo para la prensa: –No hay riesgos de ruptura en el partido. Saldremos, como siempre, fortalecidos. –Convoco –lo siguió Bartlett– a liberarse de la avasalladora cargada, emitiendo un voto libre. Una actitud retardataria –alcanzó a sacar desde el fondo de su natural ronquera Madrazo–. En la manipulación de las elecciones internas podría dejar una cauda de frustración y enojo difícil de manejar. Roque Villanueva, siempre un poco más confuso: –Hay que defender una cultura de la legalidad no sólo en la retórica y en las buenas intenciones. Por la tarde, Labastida sólo tuvo que agregar: –Hay una genuina competencia democrática. El 7 de noviembre se declaró electo como candidato presidencial a Francisco Labastida. Tres días después Bartlett se sumaba a su equipo de campaña. Madrazo y Roque reconocían que “las tendencias no los favorecían”. Fernando Gutiérrez Barrios hablaba del “nuevo PRI”. –¿Es un PRI alejado de Carlos Salinas de Gortari, señor? –Cercano a Luis Donaldo Colosio. Alejado de un partido que había ganado con un fraude monumental en 1988 y cercano a otro que había terminado en el asesinato de su candidato a la Presidencia en 1994, el PRI perdió en la elección del año 2000 contra el exgobernador de Guanajuato Vicente Fox. II El viernes 27 de octubre del año 2000 Fernando Gutiérrez Barrios celebró su cumpleaños número 73. Volvería al Senado por su estado, Veracruz, aunque su partido había quedado fuera de la Presidencia de la República por primera vez desde su fundación. Organizó una comida en el Penacho del Indio, a la que no llegaron muchos de sus invitados. Alguno de ellos contó que, ya cuando el sol estaba por desvanecerse entre las piedras de la bahía, don Fernando se talló la cara, los ojos, y dijo algo enigmático, sin relación alguna con la charla: –No sé si hicimos bien o mal. Si no lo hubiéramos hecho, otros lo habrían hecho en nuestro lugar. Se sintió mal. Divina Morales, su mujer, lo ayudó a recostarse. “La sombra del secuestro”, pensaron los comensales, que se despidieron con rapidez. Desde “el episodio”, don Fernando ya no era el mismo, se decían. No sonreía. Era más esquivo que de costumbre. Dudaba en todo momento. Un hombre que jamás había faltado a la cordialidad de la mano calma y firme. Un hombre de confianza, ahora titubeaba durante una simple comida, en su propio cumpleaños. Acaso ya sentía la cercanía del mal del corazón por el que lo operaron el lunes siguiente. Tendemos a pensar que la gente de poder se arrepiente de sus culpas al final. Que hay un momento en que se lleva las manos a los ojos y dice algo parecido a lo que don Fernando quiso que sus convidados escucharan. Pudo haberse referido a tantas cosas. Yo creo que fue a la guerra sucia que él y sus colaboradores ayudaron a instaurar, estructurar y prolongar, ya por otros medios, ya sin recurrir a la mínima justificación, durante más de una década. Aunque –la verdad– pudo haber sido hasta por la pasada elección interna fallida del partido, por un episodio del Colegio Militar, por la visita de John F. Kennedy a México. Había tanto que lamentar en esa expresión, de la cual prefiero tomar la parte que me hace falta: el terror de la guerra sucia, una época nebulosa durante la que asesinar no era cometer un homicidio. Tras la intervención quirúrgica en el corazón, el lunes 30, fue declarado muerto a las 9:40, hora en que, según los diarios, 12 médicos trabajaron para limpiarle las arterias y las coronarias obstruidas. Su cardiólogo en Médica Sur, Jaime Arriaga García, dio la noticia con pesar: –Ha muerto don Fernando. Que cada quien añada su adjetivo. También los diarios especularon sobre la salud y la fortaleza de ese hombre de 73 años: “homicidio inducido”, insinuaron. Imaginaban a hombres que, en su lecho de convalecencia, lo habrían inyectado con un líquido letal. Hasta el hospital llegaron sus tres leales: Manlio Fabio Beltrones, Joel Ayala y Emilio Gamboa. El líder de la oposición triunfante, Acción Nacional, Felipe Calderón, declaró ante una nube de reporteros: –Más allá del juicio que se tenga sobre don Fernando, el PAN siempre fue tratado por él con seriedad. Ya en la funeraria, el propio Ernesto Zedillo presidió la primera guardia, al lado del secretario de Gobernación, Diódoro Carrasco, y el titular de la Defensa, Enrique Cervantes. Por alguna razón el senador Emilio Gamboa sintió la necesidad de decir: –Se lleva secretos que requieren que se entierren para siempre. En octubre de 2006, en el boulevard del Mar, una de las calles principales de Boca del Río, Veracruz, se inauguró un busto de Fernando Gutiérrez Barrios. Dos meses después, el 29 de enero de 2007, el alcalde de Acción Nacional, Francisco Gutiérrez, plantea una iniciativa: sustituir el busto por una estatua del expresidente Vicente Fox. Los contingentes de priistas y panistas se enfrentaron en la costera: unos trataban de despojar a los empleados municipales de los picos y las motosierras que sacarían a don Fernando del concreto. Los otros les aventaban piedras desde el camellón. Los panistas le gritaban “¡asesino!” a la escultura en bronce. Los priistas se referían a Vicente Fox como “un imbécil”, “un pobre pendejo”, “el peor presidente de México”. Las dos posibilidades de presidentes en México: asesinos o frívolos. A veces la violencia también es fútil. El alcalde de Boca del Río mandó a unos policías para que hicieran una valla entre ambos grupos, pero una señora, Ernestina Ochoa, del PAN, alcanzó a rociar pintura roja sobre el busto del exgobernador de Veracruz. La imagen quedó en la mente de los pobladores como una especie de compensación. El busto sigue ahí, en el boulevard, pero manchado con sangre. Un amigo y correligionario priista escribió en una revista de Xalapa: –Don Fernando murió justo a tiempo.

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