El diablo, los enigmas del mal

martes, 29 de diciembre de 2015 · 10:39
A fuerza de citarlas, las parábolas dan vida a historias verídicas. La Biblia está llena de ellas y traspasan la historia misma para perderse en la teodicea, donde a las bondades del Creador se suman los enigmas, en particular el del mal, con su génesis y sus manifestaciones. Don Enrique Maza incursionó en ese delicado tema de los mitos fundacionales en su libro El diablo. Orígenes de un mito, Océano, 1999, del cual Proceso ofrece un fragmento a sus lectores. MÉXICO, DF (Proceso).- 1 El diablo Cuenta el Evangelio de Marcos que Jesús fue a la sinagoga de Cafarnaún y se puso a enseñar. Estaba ahí un hombre poseído por un espíritu impuro, que se puso a gritar: –¿Quién te mete a ti en esto, Jesús Nazareno? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el consagrado por Dios. Jesús le respondió: –Cállate la boca y sal de este hombre. El espíritu inmundo se retorció y salió del hombre dando de alaridos. Las parábolas bíblicas son relatos inventados y, sin embargo, son verdaderos. Nunca han sucedido y, sin embargo, suceden todos los días. La parábola del hijo prodigo nunca sucedió, pero pasa con frecuencia en la vida real que un hijo descarriado vuelva al amor de su padre. Las parábolas no refieren hechos históricos, pero cuentan historias verdaderas. El género parabólico es muy común en la Biblia. Los escritores bíblicos no tenían mentalidad de historiadores modernos occidentales. Eran hombres de una época primitiva –sabios y profundos– y eran orientales. Muchos vivieron siglos antes de Cristo. Se alejan de nosotros de 20 a 30 siglos posiblemente. Su estilo no era histórico. Aun los libros llamados históricos, en los que narra la Biblia la historia –o historias– de Israel, como los libros de Josué, de Samuel, de los Reyes, de las Crónicas, de Esdras y Nehemías, de los Macabeos, no se fijan tanto en la historia, ni le dan importancia en sí, destacan más bien los fundamentos de la identidad del pueblo de Israel y cómo se ha mantenido o recuperado o confirmado; destacan la teología de la historia, es decir, las relaciones de Dios con Israel y de Israel con Dios, las vueltas y revueltas de esas relaciones, el amor gratuito de Dios a los hombres, la historia de la fidelidad de Dios y de la infidelidad humana, la historia de la salvación. La misma historia le sirve a la Biblia como trampolín para una reflexión sobre el mal y el pecado, sobre el sufrimiento y la muerte, sobre el misterio de Dios y del hombre, sobre la condición humana y sobre el sentido del hombre en el mundo. Por eso, su estilo es fundamentalmente sapiencial, y se expresa en poesías, en proverbios, en reflexiones de sabiduría, en confrontaciones proféticas o en narraciones acomodadas a sus fines didácticos, más o menos fundamentadas en la realidad. Así son los libros de Job, de Judit, de Esther, de Ruth, de Tobías. No narran hechos históricos, sino historias verdaderas que enseñan una lección y que hacen reflexionar. Así es el relato de la creación y del pecado humano en el libro del Génesis. Las cosas no pasaron así. Nunca hubo un paraíso terrenal, nunca existió un estado de inocencia y de dicha imperturbable, nunca hubo una vida sin sufrimiento, nunca habló una serpiente ni les ofreció a los hombres una manzana. Pero es un relato verdadero. Adán y Eva no son personajes históricos, sino simplemente el hombre –en su doble expresión de varón y mujer–, el que simboliza a todos los seres humanos. El hombre tal como es, tal como siempre ha sido y como siempre será. Es el hombre débil que se enfrenta al mal en que está y que lo rodea, y al mal que hace. La alegoría trata de lo penoso y de lo caduco de la vida humana, de la angustia de la muerte y de la libertad y de cómo se han enfrentado los diversos hombres a esa angustia, para resolverla o para agudizarla. El relato sólo nos quiere enseñar que Dios creó al hombre libre y que es el hombre el que tiene que decidir si quiere hacer el bien o el mal, ser fiel a Dios o separarse de él. El hombre efímero y el hombre libre, con su angustia de muerte y con su angustia de mal. El Génesis también es un relato fundacional, es decir, cuenta los orígenes y la fundación de Israel. Aquí me refiero sólo a uno de sus aspectos humanos. Dios ordena a Abraham que le sacrifique a su hijo en el que le había prometido una gran descendencia que, finalmente, sería el pueblo de Israel. Abraham, a pesar de la contradicción entre la promesa y el mandato, obedece, prepara la leña para el sacrificio y se dispone a matar a su hijo, cuando un ángel se le aparece y le detiene la mano que ya se levanta con el cuchillo sobre la cabeza de Isaac. No es un hecho histórico, nunca pasó, pero es una historia verdadera, porque refleja una situación en la que muchos hombres, sobre todo los creyentes, frecuentemente se encuentran o se pueden encontrar. Es decir, esa situación en la que uno no sabe si creerle a Dios o no creerle, si fiarse de él o no fiarse de él y hasta dónde fiarse de él, porque se muestra contradictorio, cruel, ininteligible, o el hombre le atribuye la crueldad y la contradicción, porque le resulta un enigma incomprensible. Esa situación humana es real ante Dios. Y la Biblia quiere enseñar, con la alegoría de Abraham, hasta dónde hay que fiarse de Dios. Lo mismo pasa –otro ejemplo– con las 10 plagas de Egipto, antes de que los israelitas escaparan de la esclavitud. Las 10 plagas no son hechos históricos, no pasaron. Pero son una historia verdadera, la historia de las dificultades que pueblos y hombres encuentran para conseguir su liberación. La enseñanza es: cuesta mucho trabajo a pueblos y a hombres conquistar su libertad contra los opresores. El hombre ha tratado de solucionar de muchas maneras el enigma del mal, como ha tratado de darle forma al mundo invisible que escapa a su comprensión y a su inteligencia. Finalmente, nuestra percepción imaginativa de lo que es invisible se relaciona con el modo como respondemos a la gente que nos rodea, a las relaciones humanas, a los acontecimientos de la historia y del mundo, a la naturaleza, a las influencias culturales, a las concepciones religiosas, a las realidades y a los misterioso que nos atormentan, a las contradicciones que no podemos resolver, como la contradicción hiriente y misteriosa entre el bien y el mal, y como el origen mismo del mal. Todo esto humano es lo que aplicamos y es la forma que damos a Dios y todo el mundo invisible o sobrenatural que no comprendemos. Unos quisieron y quieren atribuir a Dios el origen del mal, y se separan de él, porque lo vuelven malvado al hacerlo el autor del mal. Otros no se atreven a tanto y buscan a otros seres que hagan el mal, para no atribuírselo a Dios, sean dioses intermedios, inferiores, llamados demiurgos o de cualquier otro modo, que originan el mal, o sean seres espirituales, demonios, Ángeles caídos, que inspiran, sugieren y aun hacen el mal en los hombres y a los hombres. Nadie conoce a Dios en este mundo. La realidad es que no sabemos nada de Dios. Para nosotros es siempre el gran silencio y el gran misterio de la vida humana, el incomprensible, el inalcanzable. Simplemente no está a nuestro alcance intelectual y cognoscitivo. Pero el hombre intenta, a veces en maravillosas excursiones intelectuales, penetrar ese misterio y decir algo de Dios. La filosofía, la teología, las ciencias de las religiones lo intentan. Todos los pueblos del mundo y de la historia tienen su palabra sobre Dios. También los ateos la tienen, porque finalmente son ateos de lo que no conocen. Muchos estamos convencidos y decimos que Dios no puede crear a otro dios. Bastaría que fuera creado para que no fuera Dios. Dios es el increado, el que siempre ha existido y nunca empezó a existir; el que siempre existirá y nunca dejará de existir. Un dios creado, empezaría a existir en el momento que lo crearan. Ya no sería Dios, sino un absurdo, y Dios no hace ni puede hacer absurdos. Por tanto, Dios sólo puede crear a seres limitados que, en su misma limitación y por su misma limitación, llevan en sí la imperfección, el vacío, la añoranza de lo que carecen, la necesidad de escoger sólo entre cosas que nunca llenan. Dios creó al hombre y le dio el don de la vida por amor, pero tuvo que hacerlo necesariamente limitado, imperfecto, semilleno, semivacío, libre ante sus opciones, porque no quería que fuera un robot incapaz de hacer sino aquello para lo que está programado. Dios no quiso hacer computadoras, quiso hacer seres humanos libres, dotados de inteligencia, de amor, de voluntad, de libertad, de imaginación, de creatividad, de decisión ante los caminos que les ofrece la vida. El hombre se encuentra siempre frente a una elección que decidirá su destino. Es el drama del paraíso. Dios les promete a los hombres una vida que no les pertenece por naturaleza. Quiere darles, para llevar el amor a sus consecuencias últimas, el don gratuito de una vida perfecta, sin vacío, sin añoranza, sin sufrimiento, sin limitación. Pero, dado que los hizo libres y que respeta su libertad, les dará ese don si lo merecen y si lo ganan, tiene pleno derecho de hacerlo así. Dios le hace saber al hombre la razón por la cual lo creó, la razón de su vida y los caminos por los que debe andar, para que se cumpla el fin que tuvo al crearlo. Como ser inteligente que es, Dios no crea al azar, sino por un fin y con un objetivo. Como crea por amor, su fin es el amor y la felicidad, pero quiere que el hombre se gane esa felicidad y merezca ese amor, y le marca el camino, para que lo siga o no, porque no le dio una libertad ilusoria, sino real, verdadera, que le respeta en serio. El hombre puede y debe decidir seguir ese camino o no seguirlo. Es la decisión entre el bien y el mal. Ahí están, en el interior del hombre, la raíz y el origen del mal. El mal se origina en la decisión del hombre, nace dentro del hombre, proviene de su entraña y de su libertad. Cuando el hombre no quiere hacerse responsable del mal que hace y del mal que causa, empieza a inventar otros responsables, para no tener que mirarse en el espejo de sí mismo. En la inmediatez, hace responsables a sus padres que no lo educaron bien, que le causaron traumas, que fueron de este modo o del otro modo; o culpa a sus maestros, a las malas influencias, a las malas compañías. Siempre a otros, quienesquiera que sean. Pero no puede quedarse en la inmediatez. El mal debe tener un origen definitivo, total. Primero Dios. El hombre quiere achacarle a Dios la autoría del mal que él mismo hace. Pero eso resulta absurdo, contradictorio, una solución que no soluciona, sino que empeora y complica más el asunto y hace de Dios un monstruo, a imagen de las pesadillas del hombre. O borra a Dios del horizonte. El razonamiento dice así: si Dios existe, Dios es bueno; si Dios es bueno, Dios no puede permitir el mal en el mundo; es así que el mundo está lleno de mal, luego Dios no es bueno; es así que Dios no es bueno, luego Dios no existe. En síntesis, si el mal existe, Dios no existe. Si Dios no existe, no importa hacer el mal y no tiene caso hacer el bien. Buenos y malos –si es que hay buenos y malos, si es que hay bien y mal –acaban igual, en la muerte y en la nada. Igual que los perros y las babosas y las cucarachas. La sinrazón es total. El mundo y la vida pierden el sentido. Estaríamos vacíos, instalados en el vacío, destinados al vacío. Ante la insensatez de hacer a Dios el origen del mal, pero terco en no asumir su propia responsabilidad por el mal que hace, el hombre decide atribuírselo a dioses inferiores, a seres intermedios, a mensajeros de Dios o a seres superiores caídos. Y empiezan la angelología y la demonología a desarrollar un teatro fantasmagórico para darle forma al mal y para explicar el drama interno del hombre entre el bien y el mal, entre la limitación y el ansia de infinito, entre el sufrimiento y la felicidad, entre la libertad y la obligación, entre la vida y la muerte. Son las dos opciones fundamentales que definen al hombre y su mundo de relaciones humanas: amor y desamor. Unos optan por el amor, otros optan por el desamor en sus diferentes formas. El drama está ahí y el hombre busca a los demonios para echarles la culpa y hacerlos el origen de su mal. Quiere su libertad y la reclama, pero no quiere responder por ella ni enfrentar sus consecuencias.

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