La emponzoñada alianza de Riad con Occidente

viernes, 8 de enero de 2016 · 21:11
MÉXICO, DF (apro).- Fue una provocación, consciente y deliberada. Porque aunque Arabia Saudita aduzca que la ejecución de 47 personas, entre ellas el disidente clérigo chiita Nimr Baqr al Nimr, fue por motivos de terrorismo y seguridad nacional, es imposible suponer que no tomó en cuenta el momento político ni las repercusiones internacionales, sobre todo en el ámbito del chiismo encabezado por su rival regional Irán. En cuanto se supo de las ejecuciones, los principales líderes chiitas salieron a condenar la muerte de Al Nimr, al que exaltaron como mártir. Al unísono, los ayatolas Alí Jamenei, de Irán, y Alí al Sistani, de Irak, así como el jeque Hassan Nasralá, del movimiento libanés Hezbolá, acusaron al clan de los Al Saud (sunita) de cometer una injusticia por diferencias políticas y religiosas y advirtieron que “la justicia divina” caería sobre él. Expresiones de condena se dieron también en las comunidades chiitas de Bahrein, Siria y Yemen. Y las palabras de los líderes empezaron a transformarse en protestas callejeras, algunas de ellas violentas. Así, muy pronto, los saudíes pasaron de victimarios a víctimas. Específicamente cuando una turba enardecida atacó con proyectiles incendiarios la embajada de Riad en Teherán. Arabia Saudita rompió de inmediato relaciones diplomáticas con Irán. En las siguientes horas sus aliados regionales tomaron posiciones. Unos, como Bahrein y Sudán, hicieron lo propio; otros, como Emiratos Árabes Unidos, rebajaron sus relaciones a nivel de encargados de negocios; y los más, llamaron a sus respectivos embajadores a “consultas”. En todo caso, quedó claramente delineado el mapa de la rivalidad que enfrenta a sunitas y chiitas en el mundo musulmán. De nada sirvieron los llamados a la calma del presidente iraní Hassan Rohani, quien calificó de “desenfrenados y radicales” a los autores del incendio en la embajada saudita, decenas de los cuales fueron de inmediato detenidos porque, dijo, las autoridades no podían permitir esos “actos ilegales” que muchos suponen instigados por los sectores más conservadores del régimen. De hecho, parte de la prensa iraní destacó el ataque contra la legación saudí no sólo como una “excelente excusa” para los “fines desestabilizadores” de Riad, sino como un golpe a la política de diálogo y distensión de Rohani que, en el marco del acuerdo nuclear alcanzado el año pasado y en vísperas del levantamiento de las sanciones económicas, busca mostrar a Irán como estable y confiable para atraer nuevas inversiones que le urgen. Esta actitud conciliadora se contrapone con la postura de los medios conservadores que exaltaron el asalto a la embajada como “la justa indignación del pueblo iraní”; o las declaraciones del ayatola Seyed Ahmad Jatami, miembro de la Asamblea de Expertos, quien advirtió que “el crimen de Al Nimr irritará a los chiitas de todo el muno y le costará muy caro a la familia Al Saud”. También los poderosos Guardianes de la Revolución prometieron venganza y la destrucción “de ese régimen”. Así, la primera damnificada parece la moderación que ha llevado a Irán a reincorporarse a los foros internacionales que buscan solucionar los conflictos armados en Oriente Medio y frenar la actividad terrorista del Estado Islámico (EI) en esa zona del mundo y en Europa. Porque, ¿cómo van a sentarse a una misma mesa de negociaciones dos países que han roto relaciones diplomáticas, técnicamente el paso previo a una la declaración de guerra? Guerra que, por lo demás, ya libran a través de terceros en los frentes de Irak, Siria, Yemen y, parcialmente, Líbano. Reavivada por la revolución islámica del ayatola Rujolá Jomeini en 1979, que preconizó la expansión del chiismo, la pugna histórica entre chiitas y sunitas enfrentó desde entonces crudelísimos episodios, como la guerra Irán-Irak o los choques intersectarios posteriores a la caída de Sadam Husein en 2003, salpicados de continuas acusaciones mutuas de consipraciones, asesinatos y atentados. Y hoy, tras los reacomodos derivados de la invasión estadunidense de Afganistán e Irak, las revueltas populares de la “primavera árabe” y el auge de la violencia yihadista, vive otro de sus momentos más álgidos. Enfocadas las baterías de la comunidad internacional, y específicamente de Occidente, en la amenaza desestabilizadora, nuclear y presuntamente terrorista de Teherán, Washington y las principales capitales europeas cerraron los ojos ante Riad, un aliado no menos belicoso, represivo, antidemocrático y corrupto, pero con alicientes: es su principal proveedor de petróleo, uno de sus mayores compradores de armas y una enorme fuente de divisas para sus sistemas bancarios. Sin embargo ahora que se requeriría de su cooperación, ese “Frankenstein” que dejaron crecer no está dispuesto a ceder ni un ápice de sus privilegios y su poder y no ha dejado de maniobrar, utilizando para ello el dinero, el petróleo, las armas, la religión y aun el terror. Y, a lo que se ve, Occidente no puede –o no quiere– lidiar con él. Así, a pesar de que varios gobiernos occidentales, incluyendo el de Estados Unidos, y el secretario general de la ONU, Ban ki Moon, censuraran las ejecuciones realizadas por los sauditas, particularmente la del clérigo Al Nimr, llamó la atención que el Consejo de Seguridad condenara “en los términos más duros” el ataque a la legación saudí en Teherán, sin referirse a los ejecutados, dando así primacía a la infracción diplomática sobre la violación de los derechos humanos. Organizaciones como Amnistía Internacional (AI) o Human Rights Watch (HRW) ya han venido reclamando que los países occidentales no critiquen con más dureza las graves violaciones de la monarquía árabe a estos derechos. Entre ellas citan la pena de muerte y otros castigos crueles e inhumanos, la tortura sistemática de los detenidos, la persecución de disidentes políticos y religiosos, periodistas críticos y activistas de derechos humanos; la prohibición absoluta de concentraciones públicas, la discriminación sistemática de la mujer y la explotación y deportación masiva de trabajadores inmigrantes. Expertos en terrorismo se preguntan además qué papel ha jugado el wahabismo, la estricta doctrina oficial del reino, en el auge del yihadismo actual. Durante decenios, los dirigentes sauditas invirtieron millones de dólares en mezquitas, centros educativos y becas para estudiantes extranjeros, con el fin de difundir esta interpretación ultraconservadora del islam sunita. Y está documentado que numerosos potentados saudíes, incluidos miembros de la familia real, han financiado grupos yihadistas que operan en Irak y Siria. Según la BBC, para varios especialistas esta vertiente es la fuente ideológica de Al Qaeda y el EI. La relación es compleja. Ciertamente Osama bin Laden y Mohamed Atta, uno de los pilotos suicidas de las Torres Gemelas, eran sauditas; pero su ruptura con la casa de Al Saud era conocida. Y la propia familia real saudí ha sido señalada como objetivo, al menos verbalmente, por Al Qaeda y el EI. Los servicios de inteligencia del reino han sido claves en la desarticulación de varios atentados en Occidente y, sin duda, la monarquía es la que más extremistas ha detenido y ejecutado, entre ellos varios de los decapitados en este inicio de año. Pero hay un doble rasero. Mientras que Occidente permite a Arabia Saudita patrocinar mezquitas en el extranjero y se hace de la vista gorda ante el financiamiento que algunos de sus ciudadanos brindan a combatientes en Irak, Siria y Yemen, no dice nada de la intolerancia y persecución religiosa que existe dentro de las fronteras del propio reino. Con el comercio de armas también hay duplicidad. Según el Instituto Internacional de Investigaciones para la Paz de Estocolmo (SIPRI, por sus siglas en inglés), en el último lustro Arabia Saudita absorbió 20% de la compra de armas en todo el Medio Oriente. Y, según el Financial Times, tan sólo en los últimos 18 meses Estados Unidos le vendió armas a los saudíes por 24 mil millones de dólares. Con montos mucho menores, otros proveedores son europeos, rusos y chinos. Según Thalif Deen, de la agencia IPS, el voraz apetito de armas de Arabia Saudita y otras monarquías del Golfo se debe a la percepción de Irán como un peligro potencial, las crecientes tensiones entre sunitas y chiitas, el ascenso del yihadismo y el temor al terrorismo, así como a la inestabilidad política derivada del hartazgo popular. Todo financiado por la abultada cartera petrolera. Pero para Toby C. Jones, profesor de Historia en la universidad estadunidense de Rutgers, todos estos son argumentos engañosos para reforzar la inquietud occidental. “Los Estados árabes necesitan que la crisis, exista o no, sea una condición permanente para maximizar el compromiso de Occidente, en especial el de Washington, con la seguridad regional”, asegura. Pocos de estos aliados occidentales inquieren en realidad para qué se usan las armas que venden. Si están involucradas en graves violaciones a los derechos humanos, crímenes de guerra o son revendidas a grupos irregulares. Pero el año pasado se desató una fuerte polémica en Gran Bretaña, Alemania y España, luego de que los bombardeos de la coalición encabezada por Arabia Saudita contra los rebeldes huthis en Yemen causaran un alto número de bajas civiles y crearan una aguda crisis humanitaria. Los tres países le habían vendido armas a Riad, pero todos alegaron que eran sólo defensivas y se habían apegado estrictamente a las cláusulas de “uso final” y “no reexportación”. Ninguno hizo una reclamación explícita. AI lamentó que cuando se trata de Arabia Saudita las críticas públicas por violaciones a los derechos humanos sean “insignificantes” y destacó que en el caso de los países de la Unión Europea “muchas veces dejan que las declaraciones las haga la Comisión Europea, para que no aparezca ningún país en particular”. A pesar de todos estos antecedentes el reino saudita ocupa ahora uno de los 47 asientos del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, en el que inclusive preside uno de sus comités más importantes. Según fuentes de la BBC, varias naciones occidentales aliadas de Riad, aunque no se precisa cuales, cabildearon para que ingresara a este órgano de la ONU. Otro ámbito de cabildeo es el del petróleo. Ahí, con tal de perjudicar el retorno de Irán al mercado del crudo una vez levantadas las sanciones internacionales, Arabia Saudita y sus aliados del Golfo no han vacilado en inundar al mundo con barriles, desplomando su precio a mínimos históricos aun a costa de sus propios ingresos. Según el último reporte, en 2015 el reino sufrió un déficit público de 89 mil millones de euros, equivalente a 15% de su PIB. Para un país que depende en 73% de sus ingresos petroleros, esto significa un duro golpe, por lo que el ministerio de Finanzas ya ha anunciado un inédito “programa de austeridad” para 2016. Así, el petróleo que le ha dado poder a la Casa de Saúd, también podría quitárselo. La caída de los precios del crudo ha perjudicado a productores emergentes como México o Venezuela, y hasta a Rusia, pero ha colmado las reservas de los países ricos. Además, el fracking en Estados Unidos ha abaratado los costos de extracción y aumentado la competencia. En días recientes Washington anunció que volverá a exportar, dados los excedentes en sus reservas. Según Gideon Rachman, del Financial Times, al disminuir la dependencia de Occidente del petróleo saudí, éste podría empezar a ver con otros ojos a los déspotas de Riad. De hecho ya lo ha empezado a hacer, según ejemplos de la prensa y declaraciones de políticos que cita. Así, The Observer calificó la alianza del Reino Unido con Arabia Saudita de “poco edificante”; la BBC criticó “la ola de ejecuciones sin precedentes” y el influyente periodista estadunidense, Thomas Friedman, calificó al EI de “hijo ideológico” del wahabismo. Entre los políticos, el británico Lord Ashdown y el vicecanciller alemán, Sigmar Gabriel, pidieron investigar el financiamiento al yihadismo por parte de Riad y el segundo declaró que “hay que dejar claro a los saudíes que el tiempo de mirar hacia otro lado se ha acabado”. La ministra de Exteriores sueca Margot Wallstrom los calificó de “medievales”. Todos anunciaron que habría menos armas para Riad. De boca del presidente Barack Obama no se ha escuchado ninguna declaración fuera de tono. Al contrario, el mandatario estadunidense le ha reiterado su apoyo en varias ocasiones al nuevo rey Salman. Tampoco se ha mencionado alguna reducción en la venta de armas. Y a raíz de las ejecuciones del fin de semana, el Departamento de Estado sólo emitió una típica declaración diplomática de “preocupación”. Sin embargo, Perry Cammack, analista del Fondo Carnegie para la Paz Internacional con sede en Washington, sugirió a la BBC que en privado posiblemente el gobierno de Estados Unidos haya levantado más la voz. Consideró que era difícil criticar en público a un socio estratégico de tantos años, aunque la cooperación vaya disminuyendo. “Hay muchos temas en los que Washington y Riad no se entienden”, dijo. Algó sabrá.

Comentarios