It's all Uber

domingo, 20 de marzo de 2016 · 10:58
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Una de las mentiras que más repetimos es: “Llego en 10 minutos”. El que la escucha lo sabe y te imagina recién levantado con un café en una mano brincando de cojito para tratar de embonar la pierna en lo que puede resultar, más tarde, la manga de un suéter. Otra forma de decir lo mismo es: “Ya voy en el taxi”. Tus interlocutores esperan entonces lo peor: que nunca llegarás o que lo harás herido. Subirse al transporte concesionado en nuestras ciudades se ha convertido en una especie de traspié hacia otras dimensiones. Una breve tipología de los taxis nos ahorrará las anécdotas. 1. El antro ambulante Desde dos cuadras adelante lo escuchas. Normalmente con una selección que puede ir, en 10 minutos, de Los Tigres del Norte al Buki, pasando por grupos que deben tener nombres como “Los Rinocerontes de Aguinaga”, “Sonido Mega Changa” o “Lupillo Madrigal”. Estos transportes se deben abordar como se monta un caballo en marcha: haciendo pie en el estribo para caer de costado sobre el asiento. Normalmente éste se encuentra tejido con palma de cuadritos de colores, y huele a lo que sobraba de un caldo de pollo. Para disimular el olor, el conductor ha vertido media botella de Jean Naté, y lo que adentro es –para él– un signo de distinción, afuera es que sales oliendo a teibolera. Dependiendo de su estado de ánimo, el taxista puede ir cantando –“Chiquilla bonita/ Llegastes del cielo en nombre del amor/ tu alegre sonrisa me enseña en la vida/ el camino mejor”– o hablando por teléfono con alguien a quien llama “morra” o “compa”. Al cliente se refiere simplemente como “amigo”. Como se sabe, en todo taxi hay que aguantar la embestida del monólogo. En el antro ambulante la historia que el taxista te contará casi como un secreto en el lecho de muerte irá más o menos así: a) Un cliente se subió a las 4:00 de la mañana. b) Me pidió que lo llevara a una cabaña en el Ajusco. c) Ahí estaban Amado Carrillo y todos sus hermanos. d) Pistié –así dice, aunque estemos en el Defe– con ellos durante una semana y me pagaron, una parte en coca, y otra en dólares. Al saldar la cuenta uno se siente tan disminuido en lo económico que ya ni reclama que el taxímetro haya marcado la tarifa, no en pesos, sino en “chapos”. 2. Los diarios del pelo en pecho A éstos se les ubica porque toman el volante entre el pulgar y el índice y meten las velocidades con la palma de la mano enfundada en un guante para corredor de Fórmula Uno. El cabello puede ser de presidente –engominado para acabar en copete– o presidenta del DIF, es decir, con leves toques de tintes oxigenados. En el sonido ambiental habrá “música de adulto contemporáneo” –que a estas alturas de la vida ya son las Flans y Timbiriche– o José José. Los taxistas siempre tienen cosas inaccesibles debajo de los asientos pero que uno nota porque no se pueden meter los pies. En el “pelo en pecho” casi siempre son revistas de la farándula asomadas discretamente debajo de un tapete de hule. El monólogo revelador tendrá entonces esas mismas connotaciones: a) El otro día se subió … (poner aquí el nombre de una actriz de moda). b) Me dijo que era infeliz en su matrimonio. c) Me confesó que yo le gustaba. d) Terminamos en su casa mientras su marido se rompía el lomo especulando contra el peso mexicano. e) Me llama de vez en cuando y voy presuroso a su encuentro porque, de veras, joven la doña … (llenar aquí con una descripción anatómica o alguna práctica indecible). Al pagar, uno se lamenta del páramo de su propia vida amorosa y jamás repara en que la tarifa no se cobró en pesos, sino en “kamasutras”. 3. El candidato independiente Se pueden encontrar ejemplares de éstos entre los que tienen las noticias en la radio durante las 24 horas. Hay estudiosos que creen que ponen programas viejos de Óscar Mario Beteta para martirizar a sus pasajeros. Siempre comienzan el monólogo con la siguiente estructura: a) Todo está de la chingada. b) Todos roban, mienten y asesinan. c) Todos son “putitos” y “putonas”. d) López Obrador es un peligro para el cosmos. Como escucha no es necesario intervenir en el discurso del tribuno del pueblo, como sí se hace indispensable cuando la charla es sobre su familia: –Y era Conchita. ¿Se acuerda? –Sí, claro, la tía de la sorda –tiene uno que replicar. –No, ESA era la sorda. No cuando se habla de “política” con el candidato independiente: ahí no son necesarios los nombres porque TODOS son una mierda. Casi siempre el monólogo termina con una conclusión inequívoca: –Yo por eso ni voto. Al pagar, el taxista nunca trae cambio y te exige que lo vayas a conseguir durante una fila interminable de rubores: el puesto de periódicos, los abarrotes, un policía. Uno se siente obligado porque la manera de sugerirlo es igual de comprometida: –¿O también quiere que yo haga eso, caracho? Y al fin: EL UBER A contracorriente de esta tipología, el uso cacofónico del Uber ha conducido a los usuarios al silencio de sus aplicaciones telefónicas. Lo piden sin pronunciar palabra, ven cómo el cochecito de la pantalla camina entre las calles desoladas y limpias del mapa, marca los minutos que tardará en llegar y te abre la puerta. Una vez adentro, el conductor te ofrece agua, una estación de radio de tu elección y, el resto del trayecto, hasta podrías leer, tener un sueño sobre tu infancia o un viaje astral. No necesitas cambio porque te lo cargan en una tarjeta de débito. Todo es desértico hasta que alzas la mirada y te encuentras de frente a una pared en un callejón sin salida. –¿Dónde estamos? –te escandalizas. –Yo qué sé –te dirá el chofer–. El GPS dice que esto es una avenida principal. ¿Usted sabe salir de aquí? Y así concluyes una posibilidad más del universo del Dr. Hawking: en un Uber, a veces, no hay forma de transportarse más que adentro del mismo Uber.

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