La felicidad de la izquierda y de la derecha

domingo, 24 de abril de 2016 · 11:19

Para Danny

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Viendo estos días en los que nadie se detiene ante nada, en que la voracidad es bien vista o tolerada, me hago una pregunta que hemos dejado de hacernos, preocupados por la próxima quincena, el escándalo de la semana, los resultados del futbol. Viendo estos días me pregunto si tenemos todavía algo qué hacer para impedir la avalancha del cinismo. Siempre he pensado que la felicidad es una forma de la modestia. Frágil ante el dolor y el tedio, se esconde en pequeños momentos en los que sentimos que el mundo existe y que formamos parte de él. Ser feliz no es una teoría, sino una experiencia. Hasta aquí hablo de una felicidad puramente personal que podría existir como una sensación de bienestar, tranquilidad con cierta disposición al goce, o bien –como quería Bertrand Russell–, de abrirnos al exterior con expectación (las famosas mariposas en el estómago). Es, como escribió Albert Camus, una lucha esperanzada contra el miedo. Como el miedo, la felicidad tiene una dimensión política, colectiva. Estoy convencido de que existe una felicidad de izquierda y otra de derecha. El Partido Único y la derecha que le siguió en el poder enfatizan siempre el fatalismo, la resignación ante lo que ellos plantean como “necesidad”, como “inevitable”. Las crisis las inventaron para justificar las medidas que las resuelven. Ambos tonos de la derecha compartieron una idea del éxito individual que abarca por igual a los empresarios de los Panama Papers y al crimen organizado: la felicidad está sólo en los bienes materiales, hoy, hoy, hoy, aunque me maten o me encarcelen mañana. La idea del éxito de derecha es tomar por la fuerza lo que se pueda, como se pueda. Es por eso que la derecha no está obligada a tener ninguna ética. No importa realmente si es un cártel legal o ilegal, ni si el objeto del deseo es un yate o una arma con cacha de diamantes o una candidatura. Para los que no estamos dispuestos a usar la fuerza, las derechas nos dejan fuera del mundo: “Resígnense”, nos dicen todo el tiempo, “este mundo es de los que están dispuestos a ganar a toda costa”. La idea de una felicidad conservadora es la que no se detiene ante la ética: hacer las cosas bien, no porque nos convenga, sino porque en el fondo sabemos que están bien. La alegría de vivir sería sólo conseguir lo que se quiere a toda costa. Las más de las veces es una acumulación absurda y ofensiva de dinero. La derecha nunca está dispuesta a aceptar que la alegría de vivir podría estar en no tener hijos, ser gay, desnudarse en público, morirse cuando uno lo decida, intoxicarse para experimentar con la propia percepción del mundo. De la vida biológica no se puede extraer una ética porque, entonces, sería la supervivencia del más fuerte. Existe una felicidad cultural que necesariamente pasa por hacer el bien y sentir empatía por los otros. Creo que la felicidad de la izquierda no enfatiza lo que nos separa. No es posesión, sino la hermana del absurdo: una disposición a tener colectivamente una dimensión heroica. Las sociedades deben anhelar, esforzarse, ser recompensadas, y también fracasar en sus sueños culturales. Somos una colectividad necesariamente hecha de ficciones, de narraciones, de símbolos. Necesitamos un sentido colectivo en el tiempo: el tic y el tac del reloj, el sentido de un fin. La felicidad de la izquierda no puede ser la débil compasión, ni siquiera la tolerancia que deja hacer y pasar mientras no nos afecte directamente. Es una narrativa, absurda como todas las ficciones, pero que funciona para dirigir nuestra fragilidad a un punto en el tiempo. La felicidad es hoy sólo de los ciudadanos: una capacidad de ilusionarnos colectivamente en algo que, para fortuna nuestra, siempre resultará insuficiente. Las corporaciones utilizan la anticipación como una forma de excluirnos. Ellos nos dicen: “Ustedes no caben, no tienen derecho a la educación ni al empleo ni a la cultura. Es más, ustedes sobran, son demasiados, confórmense con sobrevivir”. ¿Qué hacer ante el avance de esta modalidad de crudeza, de la violencia de la moneda, de la absoluta despreocupación por los demás, por los símbolos y las formas? Se dice que estamos aislados, cada quien en sus pequeñas luchas cotidianas que se acumulan como las listas de Javier Sicilia cuando remata sus artículos aquí junto. Creo que el cambio que hemos emprendido no es el de la “alternancia” o lo que los opinólogos llamaron “cambio de régimen”. Es un cambio cultural que es pasar de ser súbditos a ser ciudadanos. Un dejar de ver a los demás como un peligro potencial de que abusen de su poder o como algo que se utiliza y se deshecha. Pero también creo que debemos revisar nuestra idea de la alegría de vivir. La resistencia cultural que viene debe refundar el presente. Debemos despojar a los poderosos de la encuesta y de la siguiente catástrofe, de sus anticipaciones, que sólo nos han hecho obedecer resignadamente. Nosotros tenemos el presente en construcción. Una alegría de vivir colectiva, una preocupación genuina por los otros. Una ética. Siempre tendremos nuestra propia alternativa: encontrarnos cara a cara y reír juntos.

Comentarios