La moral es un árbol que da Moreiras

domingo, 24 de julio de 2016 · 09:48
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- En breve se cumplirán 20 años de que me demandaron –como diría mi vecino– “por haberle dañado su honor a alguien”. La peripecia contuvo todos los puntos del decálogo de estos casos: 1) Señor recibe un dinero para que redacte unos expedientes judiciales para desprestigiar al EZLN; 2) Señor asegura que se trata de una investigación de campo independiente; 3) Su Charro Negro le dice a una reportera (Proceso 1147) lo que él opina del libro contra el EZLN; 4) Otros destruyen en la prensa el libro contra el EZLN con todo tipo de acusaciones contra Señor; 5) Señor y sus jefes –los que pagaron el dinero y publicaron el libro– demandan a Su Charro Negro y sólo a él y lo hacen desde un despacho que tiene nombre de dinastía borbónica: “Aguilar Zinser, Gómez Mont y Sponda”. ¡Sponda! 6) Su Charro Negro no conoce más abogado que uno ambientalista que estudió con él la primaria y responde con cierta desconfianza ante un Ministerio Público que, mientras le toma su declaración, se está tragando una rebanada de pizza; 7) Señor da dinero al Ministerio Público para que me encarcelen. En este punto dejo de ser Su Charro Negro; 8) Abogado ambientalista me llama con su invaluable conocimiento jurídico: “Si tienes palancas, man’to, pues úsalas”; 9) Por un monero de La Jornada que me ve llorando sin consuelo en las escaleras de mi departamento de alquiler, me entero de que una subprocuradora es mi lectora. El monero aporta otra pieza de sabiduría jurídica: “Igual es chicle y pega”. 10) De nuevo Su Charro Negro la libra de milagro, una madrugada de 1998 en una lúgubre oficina en la colonia Doctores, porque la funcionaria tiene una convicción: “Como abogada, nunca he creído en los delitos de honor”, y una afinidad insospechada: “A veces me río con lo que escribes”. Me acordé del opresivo episodio –todavía me causa sudoraciones nocturnas– porque leí que el exgobernador de Coahuila –Humberto Moreira– demandó por difamación a Sergio Aguayo. Lo que el columnista y académico en derechos humanos escribió fue que su gobierno “olía a corrupción” y que constituía “un ejemplo de impunidad”. Lo publicó después de que Forbes distinguiera al exgobernador como “uno de los 10 hombres más corruptos de México, 2013” –Bellas Artes debería entregar reconocimientos como “Premio Pedro Páramo al Cacique del año”; “Premio Hermanos Grimm a la Verdad Histórica”, o “Premio Casa Blanca a la creatividad contable”– y que lo detuvieran en España por lavado de dinero. Además de ser el tesorero durante la campaña del actual presidente de la República, Moreira era el hombre fuerte de Coahuila durante la masacre de 300 pobladores de Allende, caso que Aguayo comenzó a investigar desde su puesto en El Colegio de México. Lo que creo es que hay que tener honor para que alguien te lo dañe. No es, por supuesto, lo que opine uno mismo de su más alta consideración, sino que se trata de algo que se describe como “fama pública” o, más sencillamente, lo que los demás opinen de ti. Una reputación –dicen– se hace durante toda una vida y se pierde en un segundo. Pero eso que es el “honor” es difícil de establecer si no es el de una heroína que no se entrega a su pasión por el “qué dirán”. En el siglo XV español tenía una razón de existir: el honor de una dama equivalía a su virginidad, a no mezclar la sangre azul con la plebeya. Los caballeros se batían en duelo por él: ante el matar o morir, el dicho perdía su prioridad. Se demostraba con ello la disposición a proteger el linaje dinástico, la “hidalguía”, es decir, ser hijo de alguien. Pero en las leyes mexicanas y los juzgados ¡Sponda! las cosas no son tan precisas. Primero porque el “honor” puede ser visto como “virtud” –algo intrínseco al Señor que, de hecho, quiere decir “hombría”– o como “mérito”, es decir, algo tangible que corra riesgo de ser dañado: un reconocimiento, un cargo, un ascenso. La fama, por descontado, es una inmortalidad de segunda mano, pero en esa palabra se mezclan cosas tan distintas como la protección a la privacidad, a la intimidad, a los datos personales o a la inviolabilidad del propio domicilio y hasta la dignidad humana que –para mí– es la mesura ante la certeza del final. La dignidad no es intrínseca a nadie, es sólo la modestia ante la fortuna, buena o mala. No hay dignidad en el alarde ni en la desesperación. Creo que el único “honor” que debería interesarle a la justicia debería ser el concreto: este Señor vs Su Charro Negro. En el caso de Moreira contra Aguayo debería considerarse que no están en igualdad de circunstancias. Uno es un académico y el otro es un hombre de poder. La reputación de un hombre público que ha sido presidente de su partido, gobernador y delegado del sindicato de los maestros de Elba Esther Gordillo, no debería ser opacada por un artículo de periódico. La etérea reputación tendría que ser medible: el Señor dejó de obtener un beneficio, gracias a que hablaste mal de sus supuestas virtudes. Y ese es el otro problema de que el honor haya emigrado de la señorita de vestidos largos y abanicos a las leyes. El juez toma una denuncia de “calumnia y difamación” sin preocuparse de si los dichos eran ciertos o no. Por extraño que parezca, mi Ministerio Público, mientras masticaba su pizza, me lo dejó claro hace 20 años: –Lo que yo dictamino es si te lo chingaste; me vale madre si fue con o sin razón –explicó en lenguaje jurídico. Con el peperoni asomado, sólo se toma en cuenta que el afectado, es decir, Señor que denuncia, diga que sus relaciones sociales o familiares se distorsionaron por culpa del dicho, para que se le dé entrada. Por eso, Moreira dice que Aguayo lo dañó “en sus sentimientos y afectos”, dos asuntos que son de índole privada, tras las puertas de su casa. Lo que debiera ocurrir es que se sopesaran los dos derechos: el de libertad de expresión siempre debería salir adelante, distinguido de la vulneración de la vida íntima. Parecería que el asunto es sencillo: el texto de Aguayo se escribió mientras Señor estaba detenido por lavado de dinero en España. Y, como salió en libertad, podría asumirse que nada de lo que se escribió y caricaturizó en esos días vulneró alguno de sus derechos. Pero siempre está mi querido Ministerio Público tragando pizza, mi querido abogado instándome a la última instancia de “las palancas” y mi querido destino y libertad en la hamaca de las creencias y apegos literarios de mi querida subprocuradora. La vida azarosa de los ciudadanos en México a la sombra del árbol aquel.

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