Conversación muy cerca de la Catedral

domingo, 6 de noviembre de 2016 · 07:16
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso) -¿Está usted dormido? –le pregunta el joven Alcibíades a Sócrates, una noche más de banquete. –Estoy durmiendo –responde el filósofo. –¿Hay una diferencia? –Entre estar dormido y estar durmiendo la hay. Es la misma que existe entre estar jodido y estar jodiendo. Recordé este pasaje inencontrable en los Diálogos de Platón por la frase que el presidente de la República articuló el martes pasado en un foro empresarial de un diario económico y que sí encontré en un video: –Mi único propósito ha sido que a México le vaya bien. Estoy seguro que los anteriores presidentes también no han tenido (sic que se pierde en la gramática PRIennial tardía) otra misión más que ésa, ¿eh? Que a México le vaya bien. Nadie despierta, un presidente no creo que se levante y no creo que se haya levantado pensando –y perdón que lo diga– cómo joder a México. Siempre han pensado en cómo hacer las cosas bien para México. En otro momento del mismo discurso, el presidente describió su visión de Estado y compartió con los empresarios su versión de la sustancia misma de ser el jefe del Ejecutivo: –Déjenme platicarles que, bueno, cotidianamente salgo al interior del país, participo en distintos foros como el que estoy ahora, estoy en distintas partes de la República y, a veces, solamente en Pinos (sic, que echó de menos el “Los”) atendiendo temas de distinta índole, pero permanentemente estoy recibiendo información, información, información y luego expreso mi al grado de consternación (sic que se lamenta de la expresión) y, digo, bueno, pásenme una positiva porque todas son que se volcó un vehículo acá, que el volcán está haciendo erupción, que un grupo armado se metió en tal lado… Muchas notas todos los días (sic para quien resulta igual “a Chuchita la bolsearon” que “el país se me cayó a pedazos” o, en la gramática PRIennial: “también no he tenido mucho de leer”). Veo y escucho estas declaraciones mientras ingresan los constituyentes de la Ciudad de México al recinto que era del Senado de la República. Se saludan de besito, vaporizan sus lociones debajo de huipiles de “Zapotek Party”, lentamente van ocupando curules en las que contestar sus teléfonos. Es lo que retóricamente llaman “la clase política”, pero verlos de cerca, en acción –una inacción peligrosa, pues alguien más ya ha decidido lo que votan–, es oler el tufillo de una oligarquía que se percibe como una aristocracia de la inmovilidad. Sin merecimientos –y, a veces, plagiando sus tesis en la Duckling University– lo que despiden es prepotencia. Están ahí, “haiga sido como haiga sido” –así son las cosas y ustedes se aguantan–, porque son primos, compadres, socios de licitaciones que se pactan en la borrachera. Hay viejos priistas que tienen viajes astrales en medio de las sesiones y jóvenes panistas que toman lista y son llevados al automóvil que los espera para llevarlos a la Cámara de Diputados, a la de Senadores, a un foro, una comida de negocios. Se supone que deben discutir una constitución para la capital del país. Se supone que saben que no fueron electos para ello, sino designados por sus partidos. Se supone que saben que están sobrerrepresentados ahí en 140%. No hay vergüenza. “Haiga sido como haiga sido”. Verlos de cerca hace que términos como la “partidocracia” no tengan sentido. La distancia de las miradas, el ejercicio de permanente pasarela, el tronido de palmadas abonan a la sensación de que el país les pertenece. No tendrían ningún merecimiento para ello, pero viven, se mueven, huelen a que su situación es fija. Están convencidos, como el presidente, que tienen una misión –quedarse– y que su existencia está llena de curules, sillas de comités, sillas de restorán, sillas de tables exclusivos, sillones de departamentos en Miami, el asiento trasero de la camioneta o del avión privado. Es la distancia lo que más me impresiona: la mirada de quien desprecia a los de abajo y adula a los de arriba. Son los cortesanos que saben los enredos de los modos de la comitiva, cuyo único merecimiento para seguir en el Castillo es pertenecer a él. –Solicitamos –está diciendo un panista en la tribuna– saber cuánto cuestan los derechos que se proponen en esta constitución. Uno puede imaginar de qué distancia puede venir semejante pregunta. De la que no considera los derechos como inherentes, sino como sujetos a la disponibilidad de los fondos recaudados. Los que podrían pedir una disculpa porque no va a alcanzar para proteger la libertad de expresión o por ya no convocar a elecciones porque salen muy caras. Los constituyentes convertidos en contadores. Y todo en medio de los desfalcos de miles de millones de los gobernadores priistas, panistas, verdes. Me siento como en un sueño nebuloso en el que ya se ha tomado tal distancia del mundo que se puede llegar a pensar como una pregunta razonable si los derechos son tasables. Donde tomar el dinero público a manos llenas ya no guarda relación con quitárselo a quienes estaba destinado. Y preguntarse si no están saliendo muy caros los pobres. El presidente que no se levanta pensando en joder no es un extraterrestre en esta corte. Igual que él, muchos de estos encopetados de Palacio no saben hablar y se les dificulta en extremo leer en voz alta. Pero están igualmente seguros de su inamovilidad porque están ahí. –Tenemos derecho a saber cuánto cuesta lo que se propone –recalca otro orador del PAN que, me parece, fue secretario de Gobernación. Tienen sus dudas: si se respetará la propiedad privada, si todo será un “bodrio” –se han puesto de acuerdo en usar esa palabra sin saber el significado, más gastronómico que jurídico– porque intervienen demasiados en algo que debería hacer que la ciudad sea un mall, los pobres emigren, y se le eche a la policía a quien se atreva a protestar. Hay otra versión de la anterior: que una constitución la deben hacer los especialistas y, ya muy apurados, los abogados que engatusan a todos con las palabras mágicas: “técnica jurídica”, que no debería ser algo más que gramática y revisar que no haya contradicciones. La distancia está, también, en las palabras. Convencerse de que hay “dignidad” en ostentarse como merecedores de un lugar de exhibición del poder, sin atinar a preguntarse por qué están ahí, quién los puso, mediante qué artimañas se han ido quedando. Convencerse de que son “históricos” porque hacen las preguntas valientes, no demagógicas, no “populistas”, como: “cuánto cuestan los derechos”. Convencerse de que son de “izquierda razonable” porque aceptan la rapiña como un efecto no deseado de “lo probable”. Desde la puerta de la casa de Xicoténcatl miro la avenida Tacuba, con menos amor: automóviles, edificios desiguales y la estatua del Caballito cubierta por una lona con el dibujo de la estatua que hace años no podemos ver, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido México?.

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