Sin Castro y con Trump

miércoles, 7 de diciembre de 2016 · 10:12
Al frente de Cuba, Fidel sobrevivió a diez presidentes de Estados Unidos, seis de los cuales, incluso, intentaron la eliminación física del revolucionario. Ahora Castro ha muerto cuando se apresta a ocupar la Casa Blanca Donald Trump, quien ha declarado a los cuatro vientos que desea aplastar al régimen de la isla. Cuando avanzaba la distensión conducida por Obama y Raúl Castro, el republicano amenaza con “asegurar” que los “cubanos en Cuba tengan las mismas libertades que los cubanos tienen en Estados Unidos: política, religiosa y económica”. WASHINGTON (Proceso).- “Nuestros enemigos no deberían engañarse a sí mismos”, afirmó Fidel en el último capítulo de su autobiografía Fidel Castro: mi vida, apropiadamente titulado “¿Y después de Fidel, qué?” Y continuó: “Mañana moriré y mi influencia en realidad podría acrecentarse. Alguna vez dije que el día que realmente muera, nadie lo va a creer”. Fidel Castro parecía destinado a la inmortalidad. Engañó a la muerte cuando la mayor parte de su reducida fuerza guerrillera fue masacrada por los soldados de Fulgencio Batista el 2 de diciembre de 1956, luego de llegar de México en un yate, el Granma, para iniciar la inverosímil Revolución Cubana. Emergió vivo y victorioso de la Bahía de Cochinos, a pesar de haber sido baleado por al menos uno de los miembros de la fuerza invasora patrocinada por la Agencia Central de Inteligencia (CIA). La misma CIA trató, y fracasó, de asesinarlo numerosas ocasiones –puros envenenados, plumas envenenadas, píldoras envenenadas, implementos de buceo envenenados, francotiradores y bombas subacuáticas, todos fueron considerados potenciales recursos de asesinato– y un funcionario estadunidense tras otro intentó orquestar su caída. Pero Fidel sobrevivió a diez presidentes de Estados Unidos. Inclusive después de enfermar gravemente de diverticulitis en 2006, Castro sobrevivió otro decenio, viviendo para ver cómo el poder institucionalizado del Partido Comunista de Cuba (PCC) era transferido sin fisuras a su hermano. También vivió lo suficiente como para ser testigo del dramático anuncio que hicieron el 17 de diciembre de 2014 Raúl Castro y el presidente Barack Obama, de que Cuba y Estados Unidos enterrarían las perpetuas hostilidades del pasado y procurarían normalizar sus relaciones; una coexistencia pacífica con Washington, que Fidel mismo buscó en secreto desde principios de los sesenta. La amenaza La muerte de Fidel Castro, el 25 de noviembre, ocurre en una etapa particularmente delicada del histórico proceso de compromiso entre Cuba y Estados Unidos. Desde diciembre de 2014 Obama ha hecho todo lo que ha podido para consolidar la reconciliación, utilizando su autoridad presidencial para ampliar los vínculos diplomáticos, el comercio y los viajes. Pero ahora Cuba, al igual que México y muchos otros países del mundo, está ansiosa e insegura de lo que el presidente electo, Donald Trump, puede presagiar para el futuro: si su gobierno va a cumplir la promesa de campaña de “revertir” las órdenes ejecutivas de Obama para mejorar las relaciones, a menos de que Cuba “cumpla con nuestras demandas”. Los defensores del compromiso, como yo mismo, habían albergado la esperanza de que el asunto de Cuba quedaría fuera de la agenda política de Trump cuando asumiera la Presidencia, y que los canales de comunicación establecidos entre Obama y Raúl serían calladamente transmitidos al nuevo gobierno, mientras las inversiones comerciales se incrementaban en la isla. Pero con la propaganda anticastrista que se desató en Estados Unidos a raíz de la muerte de Fidel, y los homenajes en honor de Castro en Cuba, que enfatizan cómo se enfrentó al “coloso del Norte”, se perdió cualquier expectativa de una transición de perfil bajo, no retórica, con el nuevo gobierno. Sin duda, el equipo de Obama ha hecho su mejor esfuerzo para mantener un tono civilizado y respetuoso. El presidente envió a su principal negociador con Cuba, el comisionado de Seguridad Nacional Benjamin Rhodes, para representar a Washington en los funerales de Fidel. Y el presidente envió condolencias sinceras a la familia de Castro y al pueblo cubano. En una declaración que cuidó cada palabra, Obama observó que “la historia habrá de registrar y juzgar el enorme impacto de esta figura singular en la gente y el mundo que lo rodea”. En contraste, la respuesta inicial de Trump fue lanzar un alborozado tweet, diciendo: “¡Fidel Castro ha muerto!” En la semana a partir de que murió Castro, Trump y sus asesores han hecho una serie de declaraciones que indican un enfoque ominoso hacia Cuba. El equipo de transición calificó a Fidel como un “tirano” y un “ladrón”. El jefe de gabinte designado por Trump, Reince Priebus, fue a la televisión para proclamar que el nuevo presidente “sin duda” dará marcha atrás a la histórica iniciativa de Obama para normalizar las relaciones, a menos de que “haya cambios en su gobierno (el cubano)… como (el fin de la) represión, mercados abiertos, libertad religiosa y (la liberación de) prisioneros políticos”. Trump ha sido “muy claro”, dijo su vocera Kellyanne Conway, “de que la principal prioridad ahora es asegurar que los cubanos en Cuba tengan las mismas libertades que los cubanos tienen en Estados Unidos; es decir, libertad política, religiosa y económica”. Tres días después de la muerte de Castro, Trump volvió a Twitter para declarar que “si Cuba no está dispuesta a hacer un mejor trato con el pueblo cubano, con los cubanoamericanos y con los Estados Unidos como un todo, entonces yo daré por terminado el acuerdo”. Tal y como lo observó Jon Lee Anderson en la revista The New Yorker, “el presidente electo está en el proceso de torpedear un avance diplomático que requirió varios años de arduas negociaciones para sacarlo adelante, y que dio exitosamente fin a uno de los conflictos más amargos de los tiempos modernos”. Reiterados fracasos El ascenso al poder de Trump probablemente dará un nuevo significado a la Presidencia como “tribuna de acoso”. Pero es importante recordar que muchos de sus predecesores en la Oficina Oval trataron de someter a la Cuba de Castro… y fracasaron estrepitosamente. Kennedy lo intentó en Bahía de Cochinos. Pero su asesor Richard Goodwin reveló después las palabras que el Che Guevara le dijo durante la primera reunión secreta entre un funcionario de Estados Unidos y un representante de Castro, en agosto de 1961: “(él) quiso agradecernos la invasión, porque les permitió consolidar la Revolución, y los transformó de un pequeño país agraviado en un igual”. Lyndon Johnson dijo que les iba a “cascar sus nueces”, pero Castro y el castrismo continuaron enteros más de medio siglo después de que él abandonara la escena. Luego de que en 1976 Fidel despachara audazmente a 36 mil soldados cubanos a Angola, el entonces secretario de Estado, Henry Kissinger, denunció a ese “don nadie” y ordenó a sus asistentes elaborar planes de contingencia para “sellar” Cuba por apoyar a los movimientos anticolonialistas y antiapartheid en África. Kissinger dejó su cargo sólo unos meses después; los efectivos cubanos permanecieron en África todavía un decenio más, en tanto Fidel ayudaba a negociar el famoso Acuerdo de Namibia, de 1988, que obligó a Sudáfrica a reducir su influencia en la región. En su panegírico durante el funeral de Fidel, el presidente de Sudáfrica, Jacob Zuma, destacó que “Cuba no estaba buscando oro, diamantes o petróleo en África”. En realidad, Castro se convirtió en un icono histórico por su desinteresado apoyo a la independencia africana de las potencias coloniales y al esfuerzo por derrotar al apartheid en la región. Tras ser liberado de prisión, Nelson Mandela viajó a Cuba para expresarle personalmente su agradecimiento a Fidel. “El pueblo cubano ocupa un lugar especial en el corazón de los pueblos de África”, afirmó Mandela en un discurso de 1991. “Debido a sus principios y su carácter desinteresado, los internacionalistas cubanos hicieron una contribución sin paralelo a la independencia, la libertad y la justicia africanas”. Para muchos africanos, latinoamericanos y el resto de las naciones del Tercer Mundo, Fidel Castro adquirió una dimensión de “David contra Goliat”, por ayudar a derrotar a las fuerzas del colonialismo y el apartheid; y, por supuesto, por enfrentarse con arrojo a las pretensiones hegemónicas de Estados Unidos. En tanto que el legado de su gobierno autoritario y frecuentemente represivo en Cuba será debatido todavía muchos años, en el plano internacional su visión, su actuación y sus principios de solidaridad revolucionaria indiscutiblemente transformaron a su país de una pequeña isla caribeña bajo la hegemonía estadunidense, en un actor independiente de peso a nivel global, que tuvo una importancia y un impacto muy superiores a su tamaño geográfico. “Pronto seré ya como todos los demás”, reflexionó Fidel sobre su propia mortalidad, durante el Congreso del PCC en abril pasado. “A todos nos llegará nuestro turno, pero quedarán las ideas de los comunistas cubanos”, adelantó. Y predijo que su propia inspiración revolucionaria también permanecería mucho tiempo después de que él partiera. “Podrían llevarme de un lado al otro como a El Cid”, observó Fidel en su autobiografía. “Aún después de muerto, sus hombres lo montaron en su caballo y ganaron batallas”. (Traducción: Lucía Luna) *Director del Proyecto Cuba de la Organización Archivos de Seguridad Nacional, con sede en Washington, y coautor, con William LeoGrande, del libro Diplomacia encubierta con Cuba. Historia de las negociaciones secretas entre Wasington y La Habana (FCE, 2015).

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