'Silencio”: las trampas de la fe

jueves, 2 de marzo de 2017 · 15:11
MONTERREY, NL (apro).- En Silencio (Silence), Dios y Martin Scorsese hacen sufrir extremadamente al padre Rodrigues. El Altísimo y el director se confabulan para convertir al religioso en un guiñapo del destino, que es cruelmente humillado y sometido por las circunstancias. En el nombre de la fe católica, este hombre bueno se llena las manos de sangre, sin haber ejercido acción violenta nunca en su vida contra alguna persona. Larga en su extensión, de 2:40 horas, y ambiciosa en sus alcances subtextuales, la cinta es una enorme obra de arte, rica en escenarios naturales y diseño de producción, que recrea la empobrecida zona rural de Japón en el Siglo XVII. Andrew Garfield y Adam Driver son los jesuitas portugueses Rodrigues y Garupe que llegan a la isla asiática en busca del desaparecido padre Ferreira, quien, se presume, ha dejado los hábitos para convertirse en un apóstata. Su viaje, plagado de peligros mortales, los transforma, moviéndolos a abrazar su encomienda de una manera diferente. Ingenuos, inician su travesía, felices y optimistas, pero la realidad les muestra su rostro más horrible. En esta dolorosa jornada, los aventureros eclesiásticos llegan a un cruce de caminos, donde se encuentran con Apocalipsis Ahora (Apocalypse Now) y La Misión (The Mission). La cinta es austera en términos narrativos, con una anécdota extremadamente sencilla pero llena de catacumbas espirituales. A diferencia de otros trabajos, Scorsese permite que el lenguaje cinematográfico se exprese claramente a través de la prodigiosa cámara de Rodrigo Prieto, que capta, en planos abiertos, el aparente sosiego de los villorrios. En cambio, las tomas cerradas revelan el suplicio por el que tuvieron que pasar los aldeanos para asumir el catolicismo, seguir las enseñanzas de Jesús y aprender la Biblia. En un país que adora a Buda, la deserción se paga con la muerte. Pero el Inquisidor no se conforma con ejecutar a los sentenciados. Su labor es convertirlos en ejemplos y, para ello, elabora refinadísimos tormentos, que provoca largas y dolorosas agonías, a la vista de sus familiares, amigos y vecinos. La religión se mezcla con política. Ese hombre crucificado nacido en Israel que se asume con el redentor de occidente, está provocando desestabilización en la nación. A través de castigos públicos hay que restablecer el orden. En el más demandante trabajo histriónico de Garfield, el sacerdote se encuentra atrapado en la inmensa soledad de su fe. Apenas puede hacerse entender en un país de bárbaras costumbres. Reparte bendiciones, otorga sacramentos. Los mismos lugareños lo ocultan para mantenerlo a salvo cuando llegan las redadas para descubrir a los herejes. Con el corazón hecho pedazos, atestigua desde su escondite martirios insufribles de hombres y mujeres que dan la vida ante la promesa del paraíso eterno que él les ha descrito. Sin proponérselo, se ha convertido en un ángel de la muerte. Su fe irreductible en Jesús lo acerca a las llamas del infierno, porque decide no entregarse, ni renunciar a La Palabra. La humildad se mezcla con la soberbia. Los dilemas éticos que se le plantean son, literalmente, endemoniados. ¿Vale la pena que la gente sufra dolorosos tormentos y que muera en el nombre de Cristo? El misionero se cuestiona de manera permanente el valor del catecismo. Pide iluminación, ayuda divina, y ante sus súplicas encuentra únicamente silencio de Dios, porque lo escucha, según cree, pero no lo retroalimenta. Como el nazareno en la cruz, llega a sentirse abandonado. Maliciosamente, Scorsese hace que la deidad sorda de los cristianos parezca una farsa, lo mismo que su contraparte oriental, convertida en un mito que únicamente tiene amor en sus postulados, porque en los hechos permite que sus hijos asesinen y atropellen. Provocador, sugiere que las cuestiones del Cielo y la Gloria son una tontería, porque lo realmente importante se encuentra en la Tierra, en la vida, en la carne. ¿Qué importa abjurar de un ente al que nadie ha visto, si con ello se salva una persona? El largo epílogo únicamente prolonga el sufrimiento de Rodrigues. Arrasado por las circunstancias, pasa los días consumido por la culpa, el arrepentimiento, las dudas. No admite perdonarse. Su infeliz existencia es un largo reproche hacia todas las religiones, que proporcionan consuelo con la promesa del goce eterno en “la otra vida” a cambio de una existencia miserable en esta.

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