Voto por mí

domingo, 19 de marzo de 2017 · 09:34
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- “Estos son mis principios y si no le parecen, tengo otros”. Recordé la frase de Groucho Marx mientras platicaba con un viejo conocido de la prepa que me dijo algo que se repite quizás demasiado en estos días: –No nos merecemos este país. No me siento representado por nadie. Voto por que todos se vayan. Las tres sentencias me hicieron preguntarme en qué momento el país y los votos terminaron por ser signos de autorrealización. ¿Cómo un azar –nacer en un territorio– o un derecho –el sufragio– se habían conectado con la superación personal? En La década del Yo, Tom Wolfe hizo la crónica del origen de esas confusiones al seguir a un grupo del método “est” de Werner Erhard en su entrada al Hotel Ambassador de Los Ángeles en 1971. Después de pagar un cuota que podían cubrir sólo algunas celebridades del rock, la tele y el cine, Wolfe narra una sesión de 250 almas a las que el gurú Werner Erhard –desertor de la Cienciología de Ron Hubbard, y fundador de los “liderazgos para la vida”– les ordena que “quiten el dedo del botón de las represiones”. Lo que pide el gurú es que griten el nombre de lo que no desean en sus vidas. Según Tom Wolfe podría ser algo de esta lista: “Mi marido; mi mujer; mi homosexualidad; mi incapacidad para comunicarme; mi odio a mí mismo; impulsos de autodestrucción; cobardes temores; lloriqueantes flaquezas; frigidez; rigidez; impotencias; servilismo; pereza; alcoholismo; vicios grades; vicios pequeños; hábitos siniestros; psiques retorcidas; almas atormentadas”. Pero hay una deseable ejecutiva cuya mesurada vida en Hollywood le impide gritar su desazón. Después de horas –en las que no se permite a los creyentes ni siquiera ir al baño–, la guapa gerente de estudios de cine logra articular su zozobra y estalla: “¡Mis hemorroides!” Wolfe no lo cuenta pero, tiempo después, los 700 mil seguidores de los cursos de Werner Erhard, no sólo no se habían transformado en “líderes”, sino que descubrieron que, a quien veneraban como un instructor y filósofo alemán, se llamaba –antes de 1960– Jack Rosenberg, nacido en Filadelfia, y vendedor de autos usados. No siempre hemos tenido Yo. Uno de los primeros en inventárselo fue San Agustín, atormentado por su anterior vida licenciosa: “¿Quién soy, Dios mío? ¿Qué tipo de ser? Una vida cambiante, multiforme, rabiosamente desmesurada”. Desde el año en que se escriben las Confesiones (398), la ficción de una interioridad es lidiar con lo incierto y lo descomunal. Pasarán más de mil años –como “En sabor a mí”– para que esa interioridad se convierta en intimidad: Rousseau redacta sus Confesiones (1770) para defenderse tanto de las difamaciones como de los elogios. A pesar de que revela hasta que las nalgadas le producen placer sexual –culpa de su nana–, llega casi a la misma conclusión que San Agustín: “Nada hay más diferente de mí, que yo mismo”. Rousseau había querido fundar un Yo absoluto que pudiera, a través de la historia de sí mismo, liberarse tanto de la tradición como de la autoridad, pero acaba de escribir un tanto desencantado al descubrir que sigue dependiendo de los demás para definirse. Escribe para el juicio de los otros. Hacer lo que uno hace, ser lo que uno quiera, exige una explicación, una justificación, una narrativa. No podemos ver lo raro, lo heterogéneo, sin tratar de hacerlo inteligible. Ese será el empeño del psicoanálisis de Freud: un síntoma tiene que ser insertado en una interpretación cuya verosimilitud sea narrable. Desde entonces –nuestro Yo es, sobre todo, freudiano, es decir, de historias de familia– “lo rabiosamente desmesurado” del interior agustiniano tendrá que ser contado, narrado, confesado, para que nos haga sentido. “Al nacer” –escribe Rousseau– “uno entra a debate”. O, en la bella frase de Havelock Ellis –popularizada por Freud– uno mismo es “un mundo arcaico de grandes emociones y pensamientos imperfectos”. Por cierto, Ellis también escribió unas confesiones: fue impotente hasta los sesenta años, edad a la que descubrió que sólo lo excitaba ver a una mujer orinando. Nalgadas placenteras, orina excitante, sueños, obsesiones, compulsiones, terrores, lapsus, chistes, telepatías, fantasmas. Nada de eso tiene que ver ni con el país que mereces o el voto libre. Ni con tus hemorroides. Estamos hablando de un Yo distinto. Es el de la libre empresa. Según los inventores de los “líderes” o “emprendedores”, existe un Yo que debe venderse a sí mismo para entrar en competencia con los demás. De esculpirse a base de atropellos físicos y verbales en los inicios de la superación personal, pasó a pensarse como una empresa cuyo gerente es uno mismo. Así como hay entrenadores físicos, ahora existen también los de la vida personal. El cuerpo y la actitud, los gestos y el ánimo, hacen de cada ser humano un arma de la justificada ambición y del éxito a cualquier costo. “Los pensamientos imperfectos” sucumben al ansiolítico. Lo insondable del interior es acallado por los abdominales. La angustia de tratar de ser singular y reconocer que a nadie más le importa, pasa a ruido de fondo sepultada bajo el imperativo luminoso de no aburrirse un solo instante. Como en el mantra presuntamente encontrado en el diario de la esposa de un gobernador en fuga por robo, “la abundancia” es algo que se “merece”. Es el Yo el que lo pide. El Yo de la libre empresa es atractivo y activo, sin preocupaciones y con muchas ambiciones. En los centros comerciales descomunales está la medida de los vacíos internos: ya no se quiere poseer los objetos, sino desecharlos lo más pronto posible. La resurrección infinita de los objetos es el nuevo asombro que ya no nos sorprende. Quizás ese Yo actualmente ya no quiere ni siquiera las cosas, sino sus nuevas envolturas. Desechar sólo para sentir el hormigueo de volver a rasgar el celofán que crepita bajo nuestras uñas. Ese Yo es inseparable del consumo como autorrealización. Las mercancías le añaden un fetichismo más al que se refería Marx: están ligadas al estatus, al gusto, a la identidad. La publicidad, después de todo, es una forma divertida del exorcismo. Ese es el Yo que habla del país, el voto, y el “todos son iguales” como si fueran objetos de consumo: “No quiero comer lo que todos piden. ¿Tendrá algo que no esté en la carta?”, parece repetirme aquel conocido de la prepa. La política despolitizada sería lo mismo, pero sin gluten. Sólo así me explico cómo un derecho como el sufragio efectivo pasó a estar ligado a una identidad: votas a la derecha como una forma de distinción cortesana que humilla al pobre y al débil para que –pese a tus historiales bancarios– no te confundan con él. Te refieres a los de izquierda como “chairos”, es decir, lo naco ideológico. Votas por lo que dices creer de ti mismo, por el Yo que quisieras ser. Pero ese Yo de la libre empresa puede serle funcional al consumo desechable pero no a la política. Al contrario de la frase de Groucho Marx, la ética debe ser congruente. Lo que quiere decir es que es confiable porque es previsible, y esperamos repita sin cesar sus principios. El Yo, por otro lado, es casi su opuesto: es mutable, invisible, oscuro, múltiple. La exterioridad actual del Yo “emprendedor” no anula lo que atormentó a San Agustín, Rousseau y Freud. Lo que Juan Ramón Jiménez aludió cuando escribió: Y no soy yo. Soy éste que va a mi lado sin yo verlo, que, a veces, voy a ver, y que, a veces, olvido. Vuelvo entonces a la banca en que me encontré a mi viejo conocido de la prepa. En toda nuestra conversación luché con los esperpentos de mi memoria para acordarme si nos caíamos bien. Sólo recordé su nombre, Fabrizio Mejía, hace como treinta años. Al final, nos despedimos, para no dejar, con un abrazo. A veces su rostro me viene como una niebla. Me pregunto qué habrá sido del resto de sus días. .

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