Esquizofrenia política

viernes, 14 de abril de 2017 · 09:58
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Desde hace 88 años en que Plutarco Elías Calles decidió crear el Partido Nacional Revolucionario con la intención de superar la era de los caudillos para dar paso a un país de instituciones y de leyes, México ha enfrentado una contradicción profunda –aún no resuelta– entre la aspiración de convertirse en una nación en la que las instituciones funcionen y las leyes se cumplan, y la existencia de una fuerza regresiva que impide ese avance político para permitir el ejercicio del poder en beneficio de quienes lo detentan. Esa esquizofrenia política ha tenido consecuencias nefastas para el desarrollo del país. El abismo entre el país legal e institucional plasmado en los textos y el de la realidad cotidiana, es causa fundamental del atraso político y social. El problema no está en las instituciones y las leyes sino en los encargados de administrarlas y de aplicarlas. La corrupción e ineptitud de los gobernantes ha sido y es el lastre de la nación. En el ámbito de la justicia, México ocupa uno de los sitios más bajos en el índice que mide la calidad del estado de derecho a nivel internacional, al ubicarse en el lugar 88 entre 113 países. A escala regional, el país es el número 24 entre 30 naciones de Latinoamérica y el Caribe. En el terreno específico de la justicia penal, la posición de México es aún más vergonzosa: Tiene el sitio 108 entre 113 naciones. ¡Sólo cinco países en todo el mundo tienen una peor justicia penal que la de México! (World Justice Proyect, Rule of Law Index 2016). Esas cifras coinciden con las del Latinobarómetro 2016, en el que México ocupa el último lugar de la región en materia de respeto a la ley. Sólo 56% de los mexicanos piensa que está obligado a obedecer la ley. La desconfianza en las policías, los Ministerios Públicos y los jueces –es decir, en la seguridad pública, la procuración e impartición de justicia– deriva en que sólo uno de cada diez delitos sea denunciado; en el 91% de los casos no se inicia una averiguación previa. En consecuencia, el nivel de impunidad es ignominioso: 99% de los delitos que se comenten en el país no son castigados. Obviamente, entre los beneficiarios de la impunidad se encuentra más de una docena de exgobernadores del partido del presidente Peña Nieto, reputados por sus dotes para disponer del poder y el erario públicos para enriquecerse. Esos corruptos de cepa cuentan con la aquiescencia y complicidad de quienes, desde las más altas esferas del gobierno federal, y por encima de la ley, protegen a sus correligionarios para que permanezcan inmunes e impunes. Claro, empezando por ellos mismos. En ese fétido caldo de cultivo prolifera la delincuencia, aumenta la inseguridad pública y el crimen organizado se infiltra hasta la médula en los tres niveles de gobierno. “El narco está en la sociedad, arraigado como la corrupción”, le dijo El Mayo Zambada al fundador de Proceso, Julio Scherer García (abril de 2010). La cadena de podredumbre llegó para quedarse, y permanecerá enquistada en el cuerpo social hasta que el imperio de la ley logre a prevalecer, lo cual no se vislumbra en el futuro cercano. La detención en San Diego del fiscal general de Nayarit, Édgar Veytia, alias El Diablo, acusado de “conspiración internacional” para importar, fabricar y distribuir ilegalmente heroína, metanfetaminas, mariguana y cocaína en Estados Unidos, es un caso paradigmático de la colusión del narcotráfico con gobiernos estatales y funcionarios federales. El estupendo reportaje de Patricia Dávila sobre la trayectoria delictiva del exfiscal –presuntamente vinculado con los cárteles de Los Beltrán Leyva, Los Zetas y el de Jalisco Nueva Generación– muestra la cercanía con el actual gobernador de Nayarit, Roberto Sandoval, desde 2008, lo cual evidencia la presunta complicidad entre ambos (Proceso 2019). Resulta difícil suponer que los servicios de inteligencia del país, dependientes de la Secretaría de Gobernación, ignoraran toda esa información. ¿Será que los mandamases de la política interior prefirieron “no moverle” con miras a obtener carro completo en las elecciones del 4 de junio en esa entidad? Tal situación conduce a otro aspecto de la esquizofrenia política nacional: La convivencia entre una sólida –y onerosa– estructura jurídica e institucional en materia electoral y la paupérrima calidad de la democracia mexicana, plagada de corrupción y mediocridad. En las investigaciones sobre la calidad de la democracia en el mundo, la evaluación de México es desalentadora. Sólo el 48% de la población apoya la democracia, acaso porque únicamente el 18% de los ciudadanos piensa que se gobierna para beneficio de todo el pueblo, en tanto que el 76% asegura que los políticos en turno gobiernan para beneficiarse a sí mismos y a un selecto grupo de privilegiados. (Latinobarómetro 2016). Ese diagnóstico comparado se confirma día a día, elección tras elección. Siguiendo el paradigma implantado por el PRI, los partidos recurren a toda suerte de chanchullos y triquiñuelas para lograr la victoria en los comicios municipales, estatales y federales, en tanto que las instituciones encargadas de organizar, vigilar y sancionar los procesos electorales se hacen de la vista gorda. Todo se vale porque nada se castiga. El descarado atropello a la normatividad electoral operado por el partido del presidente en el Estado de México es sólo comparable al temor de perder ese bastión arquetípico de la hegemonía priista. En 1929, año del nacimiento del PNR, abuelo del PRI, se publicó La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán. La coincidencia cronológica ilustra el dilema de Jano –el dios de la mitología romana con dos rostros que miran en direcciones opuestas– al cual se ha enfrentado la historia nacional desde hace una centuria: Ser un auténtico Estado de derecho o un Estado en el que prevalezca la arbitrariedad y la corrupción. Es doloroso reconocer que hasta ahora se ha impuesto la segunda alternativa. Sólo el imperio de la ley logrará eliminar los obstáculos para el desarrollo integral de México. Este análisis se publicó en la edición 2110 de la revista Proceso del 9 de abril de 2017.

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