Sueño con serpientes

domingo, 16 de abril de 2017 · 00:28
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Tenemos a Heliogábalo como el sinónimo de la corrupción política. Llegó al poder de forma ilegítima cuando su abuela, Julia Mesa, inventó que era un hijo bastardo del emperador Caracalla, y no su sobrino. Cuando subió al trono imperial, en 218, tenía sólo 14 años. La Historia Augusta, repleta de ficciones moralistas, dice que tan sólo cuatro años después Heliogábalo fue ahogado por la guardia pretoriana en las letrinas de su palacio, junto con su madre, decapitados los dos, y echados al río Tíber. La razón para ello es una combinación de traiciones: su origen ilegítimo, el hecho de que tratara de imponer a los romanos un culto solar importado de Siria –Elagabal, de donde proviene su nombre–, y su decisión de vestirse de mujer y tratar de heredarle el trono al amante y esclavo con el que se había casado, inaugurando “una pareja imperial”, según dice otro de sus historiadores, Herodiano. Con los siglos, Heliogábalo pasó a simbolizar la prostitución del poder –se escribió que él mismo regenteaba un burdel dentro del palacio–, la decadencia, los excesos –una pintura del siglo XIX lo muestra ahogando a sus invitados con montañas de pétalos– y, en castellano, el diccionario usa su nombre para definir a una “persona dominada por la gula”. Los decadentistas del siglo XIX, en su afán de librarse del aburrimiento burgués, lo reivindicaron al estilo de Rubén Darío: ¡Qué queréis!, yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer; y a un presidente de la República, no podré saludarle en el idioma en que [te cantaría a ti, ¡oh Halagabal!, de cuya corte –oro, seda, mármol– me acuerdo en sueños. Antonin Artaud hizo una novela con su nombre y lo rehabilitó como un anarquista que desquicia el poder desde su centro. Algunas feministas han escrito que su mala fama se debió a que hizo que dos mujeres, su tía y su abuela, fueran las primeras en ser miembros del Senado. A últimas fechas, Heliogábalo es un símbolo de la transexualidad, debido a la afirmación de uno de sus biógrafos, Dión Casio, de que buscó por todo el imperio a un médico que le cambiara de sexo. La posteridad, esa forma en que nos leerán los que ya no conocimos –el más absurdo de los Otros–, mantiene el nombre de quien en vida se llamó tediosamente Vario Avito Basiano, como impregnado por la corrupción y a lo que asociamos con ella: vicio, moho, hongo, descomposición. En esto pensaba el jueves pasado en el salón Brittania del Hotel Casablanca de la Ciudad de México. Estábamos anunciando la creación de un “observatorio” ciudadano para tratar de impedir la inequidad en la elección del Estado de México. Mientras hablaba el historiador Lorenzo Meyer me pregunté qué asocia a la corrupción con lo que se deteriora, por ejemplo, una alfombra de hotel que se pudre. Y me acordé de la mala suerte de Heliogábalo. En nuestro imaginario literario es alguien que cambia de naturaleza y, por tanto, su inestabilidad nos cuestiona. Muda de substancia en lo religioso, lo político y lo sexual. Pero el emperador y sus aficiones privadas impactan la esfera pública. Es corrupto porque abusa y es desleal con las reglas que rigen su cargo. El escándalo que se transmitió a la posteridad fue cómo el Estado se desnaturalizó en un instrumento que beneficiaba sólo intereses privados. El poder como capricho. Hoy hablamos de los gobernadores rapaces que se fugaron con el presupuesto de programas sociales, incluidos los de atención a niños con cáncer. Del intercambio de sobornos entre gobernantes y empresarios. Y de la extorsión en la compra del voto. El candidato del PRI amenazó en Ecatepec, el lunes: “Nadie va a quitarles los programas sociales porque yo los voy a defender”. En la venta del voto hay soborno: un intercambio desleal de cosas por boletas electorales, en un país donde de nada le han servido las urnas a los más pobres. Pero en el condicionamiento de programas sociales, de derechos, hay extorsión. El candidato se pone en el lugar del asaltante. Pienso en eso mientras habla un hijo del Estado de México, el cantante de Café Tacvba. Estamos aquí músicos, escritores, historiadores, académicos, justo porque el Instituto Electoral no funciona y penaliza las inequidades con suma discrecionalidad. No estaríamos aquí, a las nueve de la mañana, si no existiera un abismo entre prácticas y leyes. En México las leyes tienen la vocación del mito. Los ciudadanos, de héroes. La corrupción que vivimos a diario es el abandono de una profesión –político, periodista, empresario, profesionista, juez– como intrínsecamente valiosa y, además, de los fines por los que está socialmente legitimada. Un periodista debe ser creíble, un médico debe curar; un juez, ser imparcial. En la cultura de la corrupción se busca el dinero, el poder, el reconocimiento (luego hablamos de los premios literarios) en el exterior de las profesiones y sus legitimidades, hasta que ya sólo residen ahí, en las palancas, las sumisiones, las trampas, el intercambio de favores, la abyección. Nada de eso tiene que ver con la sustancia misma de ser médico, periodista, juez o abogado. El exterior que es ajeno a la naturaleza de la actividad profesional. Como la alfombra que se pudre, se corroe la confianza en el logro: ¿con quién se acostó para llegar ahí? La idea del palacio convertido en burdel; el poder como prostitución. En 1919, Max Weber publicó La política como vocación. Hizo una diferencia entre dos tipos de ética: la de convicción –actuar bajo principios– y la de la responsabilidad –la que toma en cuenta las consecuencias de su acción. Los políticos no se ajustan a ninguna de las dos porque, básicamente, regulan sus acciones con las leyes. Lo que hemos visto es una nueva reedición de la ley como mito: cada vez se imponen más restricciones al actuar de los gobernantes sin que nada realmente cambie. Y es que hay muchas cosas que la opinión pública le pide a los políticos y que no son leyes: “cumplir sus promesas; no tener dietas exageradas; no gastar fondos públicos en lujos; no favorecer a compañeros de su partido o a sus amigos; que no se insulten; que no mientan; que no antepongan intereses privados al interés público; cosas que hacen y que no son delitos”. ¿Debiéramos pedir, entonces, a casi un siglo del texto de Weber, un “código de ética” para los políticos? Creo que ya existe y se llama opinión pública, ese clima que ninguna encuesta alcanza a retratar. En eso pienso mientras John Ackerman y Epigmenio Ibarra intercambian llamados a defender un cambio pacífico en el país. El escándalo debiera moralizar a los políticos pero no lo ha logrado. El escándalo es la medida de la moralidad de los demás frente a los casos de corrupción. Pero la respuesta de los poderosos siempre es la misma: es inmoral pero no es ilegal. Ya Kant, en La paz perpetua, se había hecho la pregunta de si moral y política se excluían mutuamente, si quien deseara conducirse con ética no debiera dedicarse a la política y quien sí lo hiciera, debía enterrar sus principios en un pozo tapado. A los primeros los compara con palomas, que deben renunciar a todo deseo de hacer daño. A los políticos les recomienda ser cautelosos como las serpientes. Ambos podrían encontrarse en la prudencia, pero hoy está escasa. Mientras veo la alfombra carcomida del salón de nuestra conferencia de prensa pienso en que Dante, en La Divina Comedia, separó a los ladrones. Unos, los rateros, los que te roban tus cosas, iban a un infierno donde hervían en aceite. Los otros, los barattieri, son los que comercian con los cargos públicos, los jueces que venden sus sentencias, los poderosos que traicionan la fe de sus gobernados. Para ellos, Dante reserva un pozo en el que circulan frenéticamente atados a lomos de serpientes. Éstas les muerden y pican los riñones. Es hasta entonces que pienso en el escudo nacional. Esta columna se publicó en la edición 2110 de la revista Proceso del 9 de abril de 2017.

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