El salvador de los muertos

domingo, 30 de abril de 2017 · 02:25
El Salvador vive una epidemia de homicidios, según la Organización Mundial de la Salud: más de 10 por cada 100 mil habitantes. Este país, así, destaca como uno de los más inseguros del planeta. No en vano le llaman la República de la Muerte o la Capital de los Asesinatos, y es también un extenso cementerio clandestino. Pero hay un hombre que busca darles identidad a los miles de desaparecidos en esa tierra centroamericana. Y le gusta trabajar con cadáveres. Les llama “amigos”. SAN SALVADOR (Proceso).- Un día pidió ayuda a través de una red social. Faltaba poco para la medianoche. Tenía tantos muertos sin identificar que no sabía qué hacer con ellos. El Salvador es una tumba clandestina a donde van a parar las víctimas de la violencia. Las pandillas perpetran la gran mayoría de estos asesinatos. Pero un hombre se ocupa de estos escenarios y rescata de las entrañas de la tierra y de la impunidad los cadáveres que han terminado en el olvido. Israel Ticas es el forense de lujo de la Fiscalía General de la República de El Salvador. Se ha preparado en Centroamérica, México, África y España. No tiene sustituto ni discípulo. Es único en su especie. De baja estatura, tiene rasgos indígenas muy marcados y siempre está requemado por el sol. Su trabajo se convierte en una meticulosa obra de arte, pero también delata a un país que devora todos los días a sus ciudadanos. En El Salvador, de verdad, la vida no vale nada. Es difícil que el mundo entienda cómo una superficie tan pequeña –21 mil kilómetros cuadrados– produce tantos cadáveres. La inseguridad y la muerte son un negocio en esta nación. Restaurantes, farmacias, burdeles, hoteles, hospitales, zonas residenciales de clase media… Todos estos lugares cuentan con seguridad privada. Una funeraria en un país como El Salvador no conoce la bancarrota. Hace años Ticas le dijo al reportero que él hablaba con los muertos. El periodista le dijo que, más bien, era un abogado, el abogado de las víctimas mortales de la violencia en El Salvador. Se quedó callado. La idea le gustó. El Salvador vivió una guerra interna por más de una década. Los ciudadanos que tuvieron suerte lograron huir hacia Estados Unidos. Tras la firma de la paz en 1992 entre la insurgencia y el gobierno, la Unión Americana hizo deportaciones. Pero esa gente, que en aquel país había vivido en barrios depauperados y violentos, regresó con el ADN de las pandillas. Y lo clonó y clonó en su nación de origen. Ni los gobiernos de derecha ni la sociedad se imaginaban que una bomba social estaba creciendo. Cuando explotó fue demasiado tarde. El pozo de sangre en el que se ahoga El Salvador ha sido cavado por las pandillas Mara Salvatrucha (MS-13) y Barrio 18. La inseguridad que vive el país la sienten los mismos cuerpos de seguridad, pese a que en 2015 los vándalos fueron declarados terroristas por la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia. Los ciudadanos también son objetivos de pandillas: para morir basta que alguien que viva en un territorio se pase a otro donde domina la pandilla contraria. De esta tormenta de sangre no se salva ni el presidente del país, Salvador Sánchez Cerén. Los mareros le asesinaron a dos guardaespaldas. Todos deben pedirle permiso a las pandillas para entrar en sus territorios: políticos, religiosos, vendedores, distribuidores de agua, refrescos, golosinas. Incluso los periodistas que deseen tomar una fotografía. Los números más conservadores calculan que en El Salvador hay unos 60 mil vándalos en las calles. Dentro de la cárcel están otros 13 mil. A estas cifras hay que sumarle los colaboradores, que van desde los familiares y amigos de mareros hasta jueces, policías, militares y políticos de mandos bajos y medios. Y ese ejército de pandilleros ha dejado otro de desaparecidos. Ticas tiene que buscarlos. Para él, una persona muerta no es un cadáver: es un ser humano con derechos que se merece la mejor de las despedidas. Por eso le entristece que los restos de alguien terminen en una fosa común, en el anonimato. Él comienza con un indicio (una denuncia). Una vez detectado el lugar donde puede haber sido enterrado un cuerpo, lo acordona e inicia una búsqueda superficial. La misma tierra le advierte si dentro de ella hay restos humanos. En caso afirmativo, la franja estudiada toma una textura particular y cierta humedad que desprende un olor distintivo. Si detecta estas pistas, inicia una excavación. Y es aquí donde la sabiduría de Ticas entra en juego. A partir de la experiencia y de una lectura del entorno va avanzando directamente hacia los cadáveres. No se trata sólo de excavar. No se trata de abrir hoyos al azar. Se trata de llegar de una forma inteligente a los cuerpos por una sencilla razón: el cadáver puede informar la identidad del asesino. La escena poco a poco comienza a tornarse en una obra en la que se fusionan ingeniería, antropología, arqueología y fontanería (desagües en caso de lluvias). Lo más importante es resguardar la escena del crimen y sus evidencias. Aquí está lo vital: las posiciones de los cuerpos son un testimonio de sus últimas horas de vida. Por los indicios, el abogado de los muertos sabe quién murió primero, quién fue enterrado con vida y en qué circunstancias. Es aterrador ver cómo las personas lucharon incluso dentro de las sepulturas. Sus manos en forma de garras evidencian que hicieron todo por salir del suplicio. Las bocas abiertas pueden hablar de un grito ahogado pidiendo ayuda o de un último intento por llevar oxígeno a sus pulmones. Las escenas muestran la evolución de la violencia en El Salvador. Cada vez son más tenebrosos los asesinatos –y también más sofisticados, pues sus autores evitan dejar rastros. Cada vez hay más cuerpos mutilados. En las manos de Ticas está el futuro de la justicia. Está el rumbo de la investigación. El rostro de los asesinos. “La violencia evoluciona rápidamente y destroza hogares, familias y personas. La muerte sólo espera junto a nosotros para llevarnos al más allá”, reconoce el forense en entrevista. Durante la conversación, el especialista recibe una llamada de una madre buscando a su hijo. Pone la llamada en altavoz y se escucha una súplica al otro lado del teléfono. Ella relata que en Montelimar (provincia de La Paz) varios hombres metieron a su hijo a un predio baldío. Luego salieron, pero sin él. El forense le explica lo que debe hacer: poner una denuncia y enviarle una fotografía. Él irá a reconocer el terreno, probablemente devenido cementerio. De hecho, todo El Salvador se parece a un extenso panteón. Únicamente en agosto de 2015 hubo 911 asesinatos. Es decir: 30 muertos cada 24 horas. Ese mismo año cerró con 6 mil 670 homicidios. El periódico estadunidense USA Today lo calificó como “la capital mundial de los asesinatos”. Y 2016 no trajo buenas nuevas, porque dejó 5 mil 278 crímenes mortales. Es decir: 14 homicidios al día. Y los números continúan. Hasta el 15 de marzo de 2017 iban 651 homicidios, según las estadísticas oficiales. La cifra de desaparecidos ya superó a la padecida durante la guerra civil que vivió esta nación entre 1980 y 1992, según las autoridades salvadoreñas. Lo paradójico es que este país centroamericano celebró 25 años de haber firmado los Acuerdos de Paz. El 16 de enero de 1992 la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y el gobierno del entonces presidente Alfredo Cristiani (del partido de derecha Alianza Republicana Nacionalista, Arena) pusieron fin al plomo que dejó más de 75 mil muertos y unos 10 mil desaparecidos. Las máximas autoridades de seguridad de El Salvador afirman –según la agencia de información ACAN-EFE– que en 2016 se encontraron 38 cementerios clandestinos. En ellas fueron desenterradas 46 personas en 10 de los 14 departamentos que tiene el país. Desde 2014 se han detectado más de 158 fosas ilegales y se han recuperado 216 cuerpos. Pero desde 2010 están desaparecidas unas 10 mil 800 personas. Las cifras oficiales registran, sólo en 2016, la desaparición de 3 mil 859 personas. La capital de El Salvador –San Salvador– concentró mil 148 casos. 2017 tampoco pinta bien. Hasta el 20 de marzo iban 650 desaparecidos. El presidente del Instituto de Estudios Jurídicos de El Salvador (IEJES) y miembro de la Comisión Política del desaparecido Movimiento Nacional Revolucionario, Félix Ulloa, reflexionó en el periódico digital El Faro sobre los 25 años de paz de El Salvador en el nuevo contexto de violencia: “Las pandillas inicialmente fueron sólo el producto de la indiferencia del Estado para con los hijos de la guerra, los huérfanos, los niños abandonados por los padres que se fueron a buscar la vida fuera del país. (Esos niños) luego crecieron, se organizaron y multiplicaron, y hoy nos tienen de rodillas”. Coincidentemente, la primera escena que procesó Ticas fue la de los padres jesuitas de la Universidad Centroamericana (UCA) asesinados por el Ejército salvadoreño en 1989. Un caso que aún busca justicia en los tribunales españoles. El forense fue policía durante la guerra. En ese momento su especialidad eran las escenas terroristas de la guerra. Gracias a su meticulosidad se han resuelto casos que parecían imposibles. Y esto se debe a su amistad con la investigación y la metodología científicas. Vivir entre la muerte A Ticas le gusta trabajar con cadáveres. Les llama “amigos”. Pero sabe que El Salvador apenas le da importancia a la ciencia forense. Las autoridades del país prefieren los testimonios para solucionar los crímenes. Sólo que los testigos son falibles, impresionables y presionables, pueden tener un precio. Y en muchas ocasiones llevan a la cárcel a gente inocente. “Me siento mal cuando mis colegas hacen una excavación en menos de una hora. Esas escenas son ricas en evidencia”, se lamenta. Vanidoso y excéntrico, Ticas sabe que es el único que le pone amor, disciplina y arte a su trabajo. Y pasa de la euforia a la tristeza: a él le gustaría multiplicarse y recuperar más cuerpos, pues hay miles de desaparecidos. Y decir desaparecido es decir muerto. Están en tumbas clandestinas o pozos. “Me duelen todos estos restos de seres humanos. Tienen derecho a regresar con sus familias. Me da rabia que la gente les llame podridos a estas personas. ¿Vos pensás que esta gente quiso terminar con sus vidas de esta manera?”, inquiere el forense. La gente dice que Israel está loco, que huele a muerto y que sus excavaciones son agujeros del tamaño de una bomba de 500 libras. Sus colegas piensan que hacer tantas cosas por los cadáveres es una pérdida de tiempo. Que lo que debería hacer –más práctico– es recoger los cadáveres sin tanta burocracia y meterlos en bolsas negras. Sin embargo, Ticas mantiene acaloradas discusiones con otros investigadores cuando éstos se niegan a procesar sangre, cabellos, semen u otras evidencias. La razón para no recibir estas pruebas es que vienen de cadáveres putrefactos, aunque eso no impediría hacerles análisis de ADN. El abogado de los muertos se quiebra cuando analiza fosas donde hay niños. Apunta que usa su “escudo humanitario” para seguir adelante. Para Ticas no existe el descanso. Ser el mejor tiene sus costos. Es un hombre que trabaja los siete días de la semana. Sus amigos los cuenta con los dedos de una mano. A veces duerme en su oficina (adornada con calaveras y otras piezas óseas). Las paredes tienen fotografías de las excavaciones que ha realizado. Da la impresión de que se siente como una estrella de rock que ha fotografiado cada uno de sus escenarios. Eso sí, a Israel Ticas no se le puede hablar del infierno. Él ya lo vio: niños decapitados, hombres a quienes les cercenaron el pene y los testículos y se los colocaron dentro de la boca para después coserles los labios. Rostros sin ojos, sin dientes y desollados. Mujeres con envases de cerveza en sus vaginas y empaladas. A pesar de que el apellido de El Salvador es violencia, Ticas no está a favor ni en contra de las instituciones del Estado. “Yo sé lo que está ocurriendo en El Salvador y lo que le espera, pero me limito a mi trabajo como forense”, delinea. Por supuesto que él teme por su seguridad, por su vida. El lugar donde él vive también está dominado por los pandilleros. Se ven y se saludan. Por la televisión, los maras saben lo que él hace, pero cuando él llega a su vecindario sólo le gastan bromas. Le preguntan si no llevará un fémur para algún pandillero lisiado. Él les responde que sí, que lleva uno de mujer. Todos ríen. El arte de exhumar Una vez que el abogado descubre un cuerpo decide si comenzará a exhumarlo por los pies o la cabeza. Depende de la escena. Luego crea montículos para que el cadáver se sostenga, es decir, crea columnas sobre las que lo apoya a través de los codos, las rodillas, los tobillos, el mentón, la cabeza. Así puede fotografiar los cuerpos y ver la escena en varias dimensiones. Al final de la jornada las evidencias están intactas. Y aparece una idea de qué sucedió. Se puede determinar si las víctimas fueron asesinadas dentro de la tumba o arrojadas ya sin vida. Saber esto es crucial para detectar si un testigo criteriado (que goza de privilegios penales a cambio de colaborar con la justicia) está diciendo la verdad o miente. El forense le da un tratamiento casi paternal a los cadáveres. Una vez que la escena del crimen está lista, él empieza a limpiar con una escobilla los cuerpos. Lo hace suavemente, tramo a tramo, con una paciencia asiática. Y mientras lo hace revisa si tienen tatuajes, lesiones, marcas de algún químico, esquirlas, golpes contundentes. Revisa hasta debajo de las uñas. Es importante que el cuerpo no se mueva ni un ápice, porque eso podría dañar la investigación. Pero todo este esmero se va por el drenaje cuando aparece el Instituto de Medicina Legal: mete los cadáveres en bolsas sin ningún cuidado. “Qué bonito has dejado los cadáveres”, le dicen los agentes a Ticas. Lo triste para El Salvador es que cuando muera Israel morirá un hombre que no ha dejado discípulos. A nadie le gusta trabajar con muertos, y menos con tanta entrega. Él se mete a pozos donde el agua está putrefacta y llena de heces fecales. Tiene enfermedades en la piel, pero ha logrado controlarlas. “Para que una persona haga lo que yo hago debe gustarle la putrefacción. Debe ser inmune al dolor. No debe tener sentimientos a la hora de trabajar, porque si eso no ocurre, entonces no hará bien su labor. Echará a perder la evidencia. Y lo más importante: dejará impune un crimen. Yo no tengo vacaciones porque hay muchas personas enterradas. Me siento impotente.” Con todo, confía más en los muertos que en los vivos. Él los llama amigos que no hacen daño. En contraparte, sabe que los vivos lo matarán. Sabe que no llegará a la vejez ni a jubilado. Él sólo quiere que lo asesinen sin aviso, rápido y sin dolor. En su epitafio quiere que coloquen la siguiente frase: “Aquí yace quien quiso hacer mucho por los que sufren, pero no le quedó suficiente tiempo para hacerlo. Si puedo ayudar incluso muerto, búsquenme, que les ayudaré.” Este reportaje se publicó en la edición 2112 de la revista Proceso del 23 de abril de 2017.

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