Una entrevista con Manuel Antonio Noriega

viernes, 2 de junio de 2017 · 10:56
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- En junio de 1989, Proceso me envió a Panamá para entrevistar al general Manuel Antonio Noriega. El llamado “hombre fuerte” llevaba tres años bajo asedio político, económico y mediático, acusado de toda clase de crímenes por el gobierno de Estados Unidos, al que secundaban varios países de la región. La campaña en su contra se inició a mediados de 1986, cuando The New York Times publicó una filtración en la que se le acusaba de “narcotráfico, lavado de dinero, venta de armas a grupos rebeldes, venta de teconología a aliados de Moscú, suministro de información de inteligencia a Cuba y corresponsabilidad en el asesinato de un opositor político (Hugo Spadafora, encontrado decapitado en la frontera con Costa Rica)”. Un año después en Panamá, donde la oposición política y la jerarquía católica se encrespaban cada día más, el coronel Roberto Díaz Herrera, segundo dentro de las Fuerzas de Defensa y primo de Omar Torrijos, enterado de que Noriega planeaba pasarlo a retiro, lo acusó también de corrupción, narcotráfico, fraude electoral, torturas, asesinato y hasta participación en la muerte del propio Torrijos, en un nunca aclarado accidente de avión. José Blandón, quien fue destituido a fines de 1987 como cónsul de Panamá en Nueva York, se presentó por su parte ante el Congreso estadunidense para hacer acusaciones similares a las de Díaz Herrera. Y, finalmente, el 4 de febrero de 1988 el gobierno de Washington presentó una acusación formal en una corte de Mimai contra Noriega y otros 15 sospechosos –entre ellos el líder del cártel de Medellín, Pablo Escobar Gaviria– por fraude organizado y conspiración para introducir toneladas de cocaína en territorio estadunidense. En el gobierno de Panamá, encabezado por el Partido Revolucionario Democrático (PRD) --tildado como “dictador”, aunque en realidad Noriega nunca llegó formalmente a la jefatura de Estado--, toda esta secuencia de hechos se recibió muy mal. Y la interpretación fue que Washington se preparaba con tiempo para sustituir a la nacionalista cúpula militar panameña por otra más “dócil”, en vista de que los Tratados Torrijos-Carter establecían el último día de 1999 para devolver la administración del Canal a la soberanía panameña y retirar las bases militares estadunidenses de sus zonas aledañas. En este clima, la revista consideró de interés entrevistar a la parte acusada; con el agregado de que la Cancillería mexicana, encabezada por Fernando Solana Morales, emitió un boletín oficial con un lenguaje desusado, en el que se asentaba que “la situación panameña se ha visto agravada por la actitud personal del general Noriega, cuya reputación moral y ética es de desprestigio, y hasta ahora ha hecho prevalecer sus intereses particulares sobre los del pueblo panameño”. La entrevista estaba prácticamente garantizada, después de las gestiones al más alto nivel que había realizado el entonces director general de Proceso, Julio Scherer García. Pero no se habían fijado el lugar ni el día ni la hora. Así que hubo que esperar varios días en Ciudad de Panamá, hasta que personal adscrito a la jefatura de las Fuerzas de Defensa contactara a la reportera. Pero cuando se hizo el contacto, la entrevista tampoco se realizó de inmediato. Junto con su comitiva, invitados y otros periodistas, Noriega hizo saltar a la enviada durante tres días de un lado al otro por los departamentos de Santiago de Veraguas y Chiriquí. Jornadas vertiginosas de pueblo en pueblo, donde entre tumultos, ágapes y discursos se inauguraban o prometían obras, escuchaban quejas y recibían peticiones. Siempre custodiados por un convoy militar, en aviones, helicópteros, autobuses y vehículos blindados cambiábamos de sitio sin saber a dónde nos dirigíamos o con quién nos encontraríamos. Tampoco cuánto más duraría la gira. Tanto, que el general nos dio a los periodistas pasta y cepillo de dientes, camisetas y hasta ropa interior, para que pudiéramos cambiar nuestras prendas sudadas y enlodadas, ya que habíamos salido de la capital con lo puesto. Finalmente, el cuarto día Noriega se dio un tiempo aparte para responder a las preguntas de Proceso. La entrevista, de una hora, se realizó en los jardines de una casa privada en la localidad de Boquete. Con la grabadora al frente, el general se negó a comentar las duras palabras de la Cancillería mexicana, porque dijo que no quería “entrar en confrontación con México, un país amigo”. E igualmente se negó a responder las acusaciones que le hacía Estados Unidos, porque “eso le restaría nivel a la entrevista”. Y no hubo modo de sacarlo de ahí. Refutó también conocer en persona al entonces presidente estadunidense George H.W. Bush, quien había sido director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), y en cuya nómina, según documentos del Congreso de Estados Unidos, Noriega había estado. Ambos políticos negaron conocerse, pese a que existía una fotografía en la que se les veía juntos y que circuló profusamente. El general mejor se enfrascó en una larga exposición “doctrinaria” sobre la soberanía de Panamá, y que coincidía puntualmente con los argumentos del gobernante PRD sobre la renuencia de Washington a entregar en diez años la administración del canal interocéanico y cerrar sus bases en esa zona, desde donde el Comando Sur de Estados Unidos controlaba a toda América Latina. Noriega, empero, sí precisó que el enfrentamiento con el gobierno estadunidense surgió cuando se negó a que el territorio panameño fuera utilizado para entrenar a los “contras” nicaragüenses y lanzar ataques desde él. No quería convertir a Panamá en un país agresor ni entrar en un conflicto bélico con Nicaragua. Hizo hincapie en que su país no pertencía a ninguna “órbita ideológica”, pero sí defendía una óptica latinoamericanista y de soberanía. En cuanto a la personalización de la campaña de Estados Unidos en su contra, el general consideró que él era “tan sólo un pretexto” para ejercer su dominación continental, y que era “mucho más fácil ir en contra de una figura que contra el ideario libertario de un pueblo”, cuya representación, según él, le había sido conferida. Sorprendentemente, además de motivos ideológicos, Noriega también invocó motivos religiosos, que él llamó “filosóficos”. Aseguró que cuando se cree en Dios hay cosas que están por encima de los hombres: “¿Y por qué yo estoy aquí? Porque hay algo superior que ha contribuido a que yo esté aquí para dirigir ese ideario de libertad popular”. Contrariamente a lo que se dijo de que en sus posteriores años de cárcel se había convertido en un cristiano devoto, lo que en 2015 incluso lo llevó a pedir públicamente perdón por las ofensas y humillaciones que hubieran podido cometer él, sus superiores y sus subalternos –aunque sin entrar en detalles como en la entrevista de 1989–, Noriega ya desde entonces se confesó un abierto creyente. Interrogado sobre si rezaba cuando arreciaban las presiones, dijo que “claro”, que rezaba todos los días, y aseguró que la Biblia era una lectura muy motivadora: “Es un libro que donde uno lo abra tiene enseñanzas morales, políticas, militares”. Y mencionó el capítulo de Salomón como un ejemplo del manejo de un reino en conjunto con la fe. Para aterrizar otra vez en la realidad latinoamericana, se habló de Simón Bolívar, de la integración, de las guerras en Centroamérica, del Grupo Contadora, hasta recalar en la vigencia del “torrijismo”. Sobre las acusaciones de que estuvo involucrado en la muerte de Omar Torrijos, de quien fue jefe de inteligencia y se dijo “discípulo”, Noriega espetó un rotundo “imposible”. Esta apreciación fue ratificada por Moises Torrijos, hermano del fallecido general, quien acusó del avionazo “a la CIA y fuerzas de la oligarquía local”. La entrevista a Noriega me vinculó directamente con los acontecimientos posteriores en Panamá. Como a muchos otros, la invasión del 19 de diciembre de 1989 me tomó por sorpresa y sólo pude viajar hacia allá hasta el 10 de enero de 1990, una semana después de que el general ya se había entregado a Estados Unidos, después de haberse refugiado en la Nunciatura Apostólica. Todo estaba bajo el control del Comando Sur: las visas, los vuelos y las acreditaciones periodísticas. A Noriega mismo sólo lo volví a ver, y de lejos, el 9 de abril de 1992, en la abigarrada Sala de Audiencias de la Corte Federal de Miami donde lo declararon culpable de ocho de diez cargos, todos relacionados con el tráfico de drogas y el lavado de dinero. Ninguna de las otras acusaciones que se martillaron durante tres años fue ventilada en el juicio, y el juez William Hoeveler se cuidó mucho de calificar como “irrelevante” cualquier sesgo político. Enfundado en su uniforme de general y flanqueado por su esposa Felicidad y sus hijas Lorena, Thais y Sandra, Noriega escuchó impávido la sentencia conjunta de 120 años de prisión. Aunque él se declaró como “preso político”, sólo se le reconoció el rango de “prisionero de guerra”, pero eso le permitió mantener su condición de militar. Más allá de su inocencia o culpabilidad, el juicio estuvo plagado de irregularidades, compra de testigos, testimonios falsos, episodios de amnesia, desmentidos, acusaciones mutuas, admisiones de colaboración con la CIA y la DEA, y un sinfín de contradicciones que redundaron en un expediente de 16 mil hojas imposible de descifrar para un jurado abiertamente incapaz. Congeladas sus cuentas bancarias (20 millones de dólares), Noriega se declaró “indigente” y Washington acabó por pagar sus gastos legales. Su defensa se calculó en 6 millones de dólares, y el Estado pagó otros 3.8 millones en la compra de testigos, revocó seis cadenas perpetuas sin derecho a apelación y redujo sentencias carcelarias por mil 109 años. En total, invasión incluida, se calculó que Estados Unidos gastó unos 200 millones de dólares para “neutralizar” al incómodo general. Interrogado al salir de la Corte sobre si, como declaró el presidente Bush (padre), el veredicto era “una victoria sobre el narcotráfico”, el abogado defensor de Noriega, Frank Rubino, respondió tajante: “No. Es una victoria de la política exterior de Estados Unidos”. Lo que vino después ya se sabe. Una condena efectiva de 40 años de cárcel, que fue reducida a 30 y después a 20 por “buena conducta”. Luego, en 2010, una extradición a Francia, por cargos de lavado de dinero; y en 2011 la repatrición a Panamá, donde el envejecido general fue condenado a otros 20 años de prisión como “instigador” del asesinato de Spadafora. El pasado 29 de mayo se anunció que Noriega, de 83 años, había muerto después de la fallida operación de un tumor cerebral. Hacía mucho que ya no intervenía en asuntos políticos, pero su figura nunca dejó de planear como una sombra sobre Panamá. Ahora, esa sombra ya desapareció.

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