Izquierderecha

domingo, 4 de junio de 2017 · 09:37
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- En 1994 apareció un libro del filósofo del derecho Norberto Bobbio, dedicado a las diferencias entre izquierda y derecha. Siempre limitado por esquematizar la democracia sólo como un sistema de reglas y no también de prácticas, me acordé del libro del jurista de Turín por el anuncio de una parte de la izquierda partidista de aliarse con su contraparte de la derecha. El libro de Bobbio hace una diferencia entre izquierda y derecha basada en la búsqueda o no de la igualdad como fin, y establece otra distinción entre moderados y extremistas en cuanto a los medios. De acuerdo con su diagrama, la izquierda y la derecha sería una disposición a enfatizar lo que nos hace iguales o a explotar lo que nos convierte en desiguales. Las razones de nuestra desigualdad –género, raza, clase– dividen los polos entre la derecha que no considera que esa desigualdad debiera abordarse con distinciones y la izquierda que sí lo cree. Al final, Bobbio enumera las culturas políticas de la derecha: tradicionalismo, conservadurismos y fascismo; y de la izquierda: socialismos y anarco-libertarismos. Extrañamente, deja fuera de su descripción –justo en el ascenso del neoliberalismo– al liberalismo clásico porque “es de derechas o izquierdas, según el contexto”. En una nota al pie escrita un año después de frente a los críticos, Bobbio escribió algo que me resuena con la actual “coalición” entre el PRD y el PAN: “Abandonado su mensaje mesiánico, la izquierda cayó en un pragmatismo político sin principios. La izquierda no está muerta en tanto sepa reconocer los motivos ideales, siempre actuales, de los que ha nacido”. De la derecha no podríamos decir lo mismo porque el caso es que es la izquierda la que se ha avenido a ella confundiendo los fines y los medios. Cuando la izquierda pactista habla de “modernidad” no habla de fines, sino sólo de medios: ser moderado. Como se sabe, la distinción nos viene de la Revolución francesa: los girondinos se sentaban a la derecha de los jacobinos. Desde el inicio, ambos bandos se excluyen pero no pueden existir sin contrastarse respecto del otro. Ello los hace, no una esencia, sino una topología: dependen de la posición del otro para definirse. Pero otra postura es apelar a su origen, es decir, a esa genio invisible que llamamos “soberanía”. La derecha mexicana es una combinación de conservadurismo aristocratizante, lucha contra el cardenismo, y reivindicación de la ideología de la libre empresa familiar. La izquierda actual –no revisemos los altibajos del comunismo mexicano en sus debates entre planificación centralizada, obediencia a la retórica ortodoxa, y la democracia “burguesa”– proviene del cardenismo y la insurrección cívica de los años ochenta. “Algo sobre lo que nadie debe contar”, dice el lema de los condes de Périgord, una casa real a la que nunca se le reconoció como auténtica. La realeza de Périgord tenía un origen mundano, los cuatro ejércitos –petrocorii– que se aliaron a las fuerzas galas contra Julio César. Aludían a su origen con otra sentencia arcana: “Nadie sino Dios”, es decir, el de las explicaciones es Él y, en todo caso, es el único rey legítimo. Es justo lo que muchos políticos dicen al ser cuestionados: “No voy a comentar sobre eso” o “nunca explico”. Izquierda y derecha dejan de tener sustancia en los últimos trabajos del historiador Richard Cobb sobre la Revolución francesa. Después de mirar cientos de oficios de sentencias a la guillotina, del bando revolucionario y del de la restauración monárquica, Cobb escribe, hastiado de la política como burocracia: “Los perseguidores, salvo escasas excepciones, como la del desbordante, incómodo y feroz Javogues, revelaban a continuación que eran los primeros empleados, engallados entre sus papeles, irreprochables especialmente en la mediocridad que les rodeaba como la banda tricolor. Su símbolo es un funcionario administrativo, Cochon, dispuesto a ofrecer sus servicios como prefecto durante la Restauración, aunque había votado por la condena de Luis XVI. En él se perfila el burócrata que actúa en la sombra de todos los regímenes con límpida imparcialidad al asestar la muerte a los débiles al momento, y en hacer favores a quien podrá ser el fuerte del siguiente momento”. La revolución y su contraparte aristócrata se terminan así en la burocracia que administra las condenas a muerte. El Terror jacobino fue superado en número de guillotinados por los varios terrores “blancos”, el Contrarrevolucionario de 1790 y el último, hasta 1815. Fue posible porque sus personajes dieron paso a la repetición de un acto al que llamamos burocracia política y a la sustitución para siempre de las personas que lo sufren. La derecha y la izquierda partidistas pueden anunciar el fin de sus topologías, de sus distancias geométricas en la Asamblea imaginaria, porque se han consumido en su intercambiabilidad: si es posible que firmaran juntos algo que, en lo central, era que el mal iba, con el tiempo, a dar lugar al bien –“las reformas todavía no rinden sus frutos”, repite el presidente–, la relatividad axial que los separaba se convierte en circular. Todo puede intercambiarse por la interesada confusión entre fines y medios. Cuento una sola anécdota. En el Constituyente del Defe –de ese del que me salí–, el perredismo propuso que algunos derechos podrían permutarse por otros. Así, la coordinadora del partido iba y venía con un cuaderno francés de doble raya, en el que, por ejemplo, el derecho universal a la educación superior estaba escrito a lápiz. Lo mostraba como prueba de flexibilidad: ahí está incluido pero todavía no en bolígrafo. Al final, el tema educativo fue intercambiado por sabrá usted qué otro derecho enarbolado por el PRI o el PAN, como la comida chatarra en las escuelas públicas. Como mercado, los principios partidistas son, como recordábamos en esta misma columna, los del chiste de Groucho Marx: “Aquí están mis principios. Si no le gustan, tengo otros”. En esos tristes días de derechos negociables, algunos “Cochons” decían aquello de que podía verse el vaso medio vacío o medio lleno. Nunca estuve de acuerdo: un juicio arbitrario jamás será una ponderación crítica. Me quedaba con esa continuación al llenado del vaso, del empirista radical, William James: “en el fondo de la copa siempre queda algo extremo y amargo para siempre”. Ese fondo era, en nuestro mediocre caso, el Pacto por México que permitió que la izquierda aprobara, “moderadamente”, lo que jamás estuvo en la intención de quienes votaron por ella. El tema del perredismo y del panismo es, sin duda, la pérdida de la esperanza. Proponer un futuro parecido al presente no es proponer verdaderamente un futuro. Ambos, derecha e izquierda, han confundido, como medios y fines, el optimismo con la esperanza. El primero no es políticamente activo porque basta esperar a que se desenrolle. Por el contrario, la esperanza es siempre trágica: lo que es tangible, es imperfecto; lo que está ausente, es sugestivo. Es, como decía Spinoza, “una alegría incierta”, pero no sólo como un estado de ánimo, sino como disposición a actuar, un “compromiso activo con la viabilidad de un fin deseado”, como quería Kant. Esa “seguridad de una cierta confianza” (San Buenaventura) que se opone a la simple fe por convicción. Lo que es incierto no es necesariamente imposible. Ahí es donde fallan las derechas e izquierdas que hoy se unen en un “frente”. Una de las quimeras más paralizantes que comparten todos los “engallados entre papeles” es suponer que el mundo continuará siempre tal y como lo conocemos. En cambio, lo que está fuera de ese proceso de unidad en la inutilidad, es la consigna de uno de los jacobinos de la Asamblea: “Lo razonable es no desaparecer de esta tierra sin haber luchado, incluso cuando, al final, no hayamos prevalecido”.- Esta columna se publicó en la edición 2117 de la revista Proceso del 28 de mayo de 2017.

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