Simulacros

domingo, 30 de julio de 2017 · 13:24
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Escribe Jean Baudrillard en Cultura y simulacro: “Disimular es fingir no tener lo que se tiene. Simular es fingir tener lo que no se tiene. Lo uno remite a una presencia, lo otro a una ausencia”. Con el paso de estos días nublados veo la simulación como la única representación posible: no es política, es sólo de vodevil. Carreteras que anuncian la llegada de la modernidad en “infrestruktur” mientras se revientan en hoyos a los dos meses de inauguradas, árbitros electorales que demuestran lo que ha avanzado la democracia si la comparamos con el Porfiriato, sistemas anticorrupción diseñados por los que serían potencialmente investigados por corrupción, acusadores que plantan hoyos jurídicos en sus propios casos para no acusar. Pero simular no es fingir. Es representar una escena para que nadie descubra que, bajo ella, no hay realmente nada. De los dramas teatrales de Shakespeare y de Calderón de la Barca sabemos que son distintos a las tragedias griegas porque no lidian con el mito, sino con la historia. Su figura central es el poderoso con sus virtudes y vicios. En un manual para escribir dramas. de 1684, August Adolph von Haugwitz aconseja a los dramaturgos: “Saber el estado de ánimo de un rey o príncipe, tanto en tiempos de guerra como de paz, cómo se gobiernan los pueblos y países, cómo mantenerse en el poder o evitar los consejos nocivos, qué recursos se emplean para hacerse del poder, expulsar a los rivales o quitarlos de en medio. Se debe conocer el arte de gobernar como la lengua materna”. Los dramas del poder que se representaban en escena nos hablan de “reyes que son conocidos o por muy buenos o por muy malos; sin medianía”. A éstos les corresponde la historia del tirano, su vana ostentación y depravación cuyas bajas pasiones llevan a toda su corte a la destrucción. A los buenos, les pertenece la gesta del mártir, casi siempre basada en La Pasión. Hablemos de los malos gobernantes en la simulación. Herodes, Ricardo III, Macbeth son investidos por Dios pero su nuevo poder los desborda y su caída va de lo divino a lo animal. Ya en el Discurso sobre la dignidad del hombre (1486), Giovanni- Pico della Mirandola había establecido las bases de esta caída, cuyo abismo era la imprecisión de lo humano: “Tú, que no estás definido por nada, definirás tu naturaleza por ti mismo, según el arbitrio en cuya mano te puse. Podrás degenerar al nivel de las bestias o regenerarte al nivel de los ángeles”. Los gobernantes malos degeneran, los buenos se regeneran pero encuentran otros obstáculos, como la traición de sus amigos o la impotencia de sus acciones en la trama del destino. Shakespeare fue maestro de esta última. Ya no se trataba del enfrentamiento entre el poderoso y los dioses de la tragedia griega, sino de la voluntad quebrada por hechos de la fortuna, anunciados en oráculos, sueños, premoniciones, maldiciones, y cuya interpretación se le negaba al héroe. Lo previsto –el destino– se presentaba como sorpresa y el público vivía en suspenso hasta el desenlace. Por ejemplo, a Macbeth sólo puede hacerle daño “un hombre no nacido de mujer” y su reinado terminará “cuando el bosque asedie su castillo”. Ambas cosas parecen imposibles y el público se asombrará cuando se le hace saber que Macduff “fue arrancado del vientre de su madre antes de tiempo” y que las tropas de Malcolm han decidido avanzar camufladas con ramas del bosque de Birnam. Macbeth cae, incrédulo de la forma en que la premonición se hizo trama de lo real. En el teatro barroco, el gobernante malo se hace animal sanguinario, voraz y desmedido. El bueno tiene una dignidad en medio de la catástrofe: no espera su propia salvación y muere en la traición y la tortura, como Jesús. Pero en ambos, la trama del destino es una fuerza de la naturaleza. La política es una renovada voluntad de destrucción. Pensemos en los gobernadores corruptos que caen en el exilio y, más tarde en la deportación. Son los que han decidido degenerarse, los que, sin más argumento que merecer la abundancia, han caído. Pensemos, si es posible, en los estoicos que aguantan, como López Obrador o Javier Corral, las calumnias y las campañas negras. No esperan su propia salvación, son sacrificados por un destino de traiciones mal interpretadas como premoniciones. El teatro barroco no terminó con Calderón de la Barca. Continúa en los medios de la cultura de masas. Entre el déspota y el mártir está el intrigante, el orquestador de los enredos. Baudrillard toma como ejemplo del simulacro del poder el caso Watergate. “Antes se ponía empeño en disimular un escándalo. Hoy, el empeño se pone en ocultar que no lo es. Watergate no es un escándalo”. A lo que se refiere el filósofo francés del simulacro es a que la crueldad y voracidad incomprensibles o la inmoralidad de los poderosos no es una excepción, sino la regla sistémica que exige el fingimiento. Al señalar el escándalo, se le dota de un carácter excepcional, anómalo, irregular a lo que se extiende por todo el sistema democrático. Duarte, los Duartes, son cientos, son miles. Los desaparecidos son millones, también los muertos. Los periodistas caen, pagados o muertos, cada semana con regularidad casi natural. Los simulacros del escándalo se van normalizando en una puesta en escena en la que ya todo es intercambiable, en la que ya no distinguimos la tramoya de la trama. En la que no existe la izquierda ni la derecha porque la indignación pasó a ser indignidad. En el simulacro se finge la ausencia que está en la base del poder. Sin escándalos o crisis recurrentes, lo real desaparecería al caer el telón. Nos daríamos cuenta que debajo de las leyes y de la ilegitimidad no hay nada qué ocultar, más que la siguiente máscara del destino. Es el simulacro el que le permite al opinólogo repetir con media sonrisa cínica: “Todos son iguales”. Baltasar Gracián, que escribió sobre ética y política unas décadas después de la muerte de Shakespeare, fue un best-seller en la lista de The New York Times de 1992. En 1642 escribió El arte de la prudencia, un libro barroco sobre la contención. Ahí, vuelve al tema de los gobernantes conocidos “o por muy malos o por muy buenos”. Lo que recomienda es no optar ni en la conducta ni el pensamiento por lo extremo, las bestias y los ángeles de Pico della Mirandola. De su libro, que fue el primero en venderse como de bolsillo, extraigo estos consejos: “Hay torbellinos en el trato humano y tempestades en la voluntad. Es cordura retirarse a segundo puerto; ceder al tiempo ahora, será vencer después. Una regla de vivir es saber olvidar. Máxima es de cuerdos dejar las cosas antes de que nos dejen. Sepa uno hacer triunfo del mismo fenecer. Viva, ni descontento que es poquedad, ni satisfecho, que es necedad. El recelo siempre es útil por prevención de que salgan bien las cosas o por consuelo cuando salen mal. La esperanza mejor sale cuando la realidad la excede y es mayor de lo que se creyó. No hay perfección donde no hay debate. Preferible es el gusto de conversar que habitar solo en los palacios de la vanidad.” Frente al disimulo y el simulacro de los poderosos y la desmesura del deseo de consumirlo todo, quizás el texto de Gracián hizo a sus lectores de los noventa menos voraces y más prudentes. Ni bestias ni ángeles. Ahí, en ese territorio de la libertad humana reside, encogida, aterrada, algo de realidad. Ahí, también, la verdad existe y no es sólo una opinión más.. Esta columna se publicó en la edición 2125 de la revista Proceso del 23 de julio de 2017.

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