La mezquindad de México

sábado, 2 de septiembre de 2017 · 09:19
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Jacobo Dayán, uno de los más sensibles defensores de derechos humanos, escribió un artículo que pone el dedo en la llaga del país: “Zonas y campos de exterminio en México” (Aristegui Noticias, 10 de agosto). Lo importante de su argumento no es tanto la puesta al desnudo de las atrocidades que sufre a diario nuestro país –y que, desfondando “toda concepción de lo humano”, son peores que las que padecen Siria, Venezuela o países golpeados por el terrorismo–, sino la capacidad que tenemos los mexicanos para anestesiarnos delante del horror e invisibilizarlo normalizándolo. A fuerza de exhibirlo y de justificarlo como “el precio que se debe pagar para ‘acabar’ con el crimen organizado”, el mexicano lo ha aceptado de manera bovina, como si la realidad de México fuera la vida de un rastro. Así, tanto las partidocracias como los medios de comunicación han decidido borrar la tragedia del país para concentrarse en aquella que, no obstante su gravedad, es mezquina frente al exterminio: la corrupción. Desde hace ya mucho tiempo todos, atrapados en la ilusión electoral, estamos pendientes de la corrupción. Desde la aplicada por Javier Duarte y los exgobernadores perseguidos, hasta la de Emilio Lozoya, pasando por las elecciones del Estado de México y el lodo que se lanzan los partidos entre ellos para mostrar quién es peor, en cuanto a ese tema se refiere. A muy pocos importan ya los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, las masacres de San Fernando y Tlatlaya, los cientos de periodistas asesinados, la inmensidad de fosas clandestinas que a diario las organizaciones de víctimas descubren, las intrincadas redes de trata, las casas de seguridad convertidas en zonas de exterminio –como el Rancho El Limón, en Veracruz, donde, nos recuerda Dayán, “fueron hallados 10 mil fragmentos óseos” – y la complicidad de muchas autoridades en esos campos de exterminio, como el caso del penal de Piedras Negras en donde “en varios meses se exterminaron y quemaron cerca de 150 cuerpos”. El caso más ilustrativo es el del gobierno de Morelos. Si Graco Ramírez ha comenzado a caer en desgracia y a ocupar parte de la atención mediática no ha sido por las fosas clandestinas que su gobierno excavó en Tetelcingo y Jojutla –de las cuales se han entregado ya ocho cuerpos–, sino por las corrupciones que derivaron en el socavón del Paso Exprés y que lo llevaron a un enfrentamiento con el otro responsable, el secretario de Comunicaciones y Transportes, Gerardo Ruiz Esparza. Al gobierno federal no le han importado las desapariciones forzadas, que con toda evidencia están en las fosas hechas por la administración de Graco Ramírez, desapariciones que en un eufemismo cómplice llaman “actos irregulares”. Le ha importado, en cambio, que el gobernador acusara directamente del desastre del socavón a las corrupciones de Ruiz Esparza. Lo mismo puede decirse de las elecciones en el Estado de México. Lo que se ha magnificado es la corrupción, no las redes de complicidad del PRI con el crimen organizado que, derivadas de ella, han convertido a esa entidad en una de las zonas más bárbaras del país. En medio de una tragedia de la magnitud de la que vive México, y de la que da cuenta el artículo de Dayán, escandalizarse con la corrupción es tener un espíritu mezquino. La palabra es dura, pero define con claridad el alma del mexicano. Mezquino (del árabe miskín) se refiere en un sentido a los siervos de palacio que tenían un comportamiento despreciable, es decir a aquellos que, pendientes de las pequeñas inmoralidades de sus amos y no de sus grandes atrocidades, de las que ellos mismos eran víctimas, se solazaban en ellas para sentirse mejores. De allí que en español la palabra se refiera a personas miserables, tacañas, indignas, que tienen una mirada corta frente a la realidad y, por lo mismo, son cobardes, faltos de generosidad y de grandeza. Agazapados en su propia miseria se solazan en la de los otros para aliviar su conciencia cómplice de su propia miseria y de su capacidad para tolerarla. Si algo puede definir el alma del mexicano es eso. Cuando un país puede olvidar la tragedia que padece y aceptarla como una normalidad; cuando, por lo mismo, puede escandalizarse y gozar morbosamente con las corrupciones de sus funcionarios, como si fueran actos aislados en sí mismos que nada tienen que ver con el exterminio; cuando puede indignarse y condolerse con las víctimas de otros países y no con las suyas, es que ese país se ha vuelto indigno de sí mismo, es decir mezquino, incapaz de revelarse contra el destino que se la ha impuesto. No quiero decir con ello que la corrupción no sea uno de los grandes males del país; digo que amputada de la tragedia criminal en la que estamos inmersos es un acto sin importancia, una mera anécdota para distraernos de la inmensa dimensión del mal que ella genera y a la vez encubre; un mal que, al fomentar la mezquindad, normaliza lo intolerable. Es doloroso decirlo, pero es peor encubrirlo: la realidad del mexicano, con sus honrosas excepciones, es la mezquindad. Ella revela a un país cuyo esqueleto moral está podrido hasta casi no sostenerlo y dirigirlo, como un cáncer, hacia una parálisis y una muerte terminales. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a las autodefensas de Mireles y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, refundar el INE y declarar nulas las elecciones del Estado de México y de Coahuila. Este análisis se publicó el 27 de agosto de 2017 en la edición 2130 de la revista Proceso.

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