Rusia, 1917

domingo, 22 de octubre de 2017 · 09:21
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Fue Hannah Arendt la que ubicó la diferencia radical entre la idea que Marx tenía del futuro y lo que, en su nombre, Lenin llevó a cabo. Fue la confusión entre lo que definía al hombre, es decir, el trabajo. Marx se refería al homo faber, el creador; Lenin, al animal laborans. “Hay una escisión entre el artista o artesano y el hombre sometido a la maldición de ganarse el pan con el sudor de su frente”, escribe Arendt en una carta de 1953. La confusión entre hacer y laborar es lo que permite que la Revolución rusa no sólo no cuestione el desarrollo industrial y el dominio de la tecnología sobre los trabajadores, sino que lo exacerbe. Marx pensó que lo peor del capitalismo era la forma en que nos despojaba de nuestras creaciones cuando las convertía en mercancías. Lenin, en cambio, no disputó jamás la idea que tenía de la Revolución anticapitalista como saltando etapas de una historia lineal; en el caso ruso, del feudalismo a la industria siderúrgica. El trabajo planificado no fue nunca un espacio de disputa política, sino que se tomó como dogma científico, ideológico y, en el caso de Stalin, moral. Por ello, la Revolución jamás cambió la producción misma, sino que recorrió el énfasis a la idea de una pedagogía. El hombre nuevo no fue más un creador liberado de la producción económica, sino un alumno sometido a los dictados del Partido. El valor de uso de las creaciones humanas terminó, igual que en el capitalismo, en el pozo de lo útil. De Lenin a Stalin hay todavía un cambio más: de la Revolución de la humanidad a la de un sólo país. Antes que a Marx, Lenin había leído el Catecismo de un revolucionario de Serguei Nechéyaev, el mismo que inspiró al personaje de Los demonios de Dostoievsky, Piotor Stepánovich Verjovenski. En la novela, este Nechéyaev conspirador y paranoico, les hace a sus demás camaradas la pregunta leninista por excelencia: “Dejándonos de divagaciones, porque no vamos a seguir divagando más como en los últimos 30 años, deseo preguntarles qué prefieren: ¿el camino lento de escribir novelas sociales, y en predeterminar desde una oficina el futuro de la humanidad, sobre el papel, para dentro de mil años (…) o, por el contrario, prefieren una decisión rápida, sea cual fuere, pero que en definitiva desatará las manos de la humanidad, ofreciéndole el campo libre para estructurarse en una nueva sociedad y no sobre el papel?” Esa es la opción de Lenin, mientras valora que una vanguardia organizada puede aprovechar el descontento tanto de obreros como de soldados con las guerras –sobre todo contra Japón en 1905 –ordenadas por el zar. Es la destrucción creativa, sin un plan, pero con el sólo objetivo de “desatar” las posibilidades de la historia. En consonancia, Lenin dirá que “el comunismo son los soviets, más la electricidad”. En un inicio, Lenin está pensando en desencadenar, en destrabar, para que sea la humanidad la que, en colectivo, decida lo que sigue. Por eso, el bolchevismo debe ser internacionalista, además de pacifista (las guerras mundiales son una forma del despojo capitalista), pero pronto cambia a los soviets por la jerarquía del Partido. Poco a poco, Lenin deja de creer en que de la destrucción emergerá la creación colectiva y confía todo el poder a lo útil. Así se lo hará saber a tres de los principales artistas que asisten a reunirse con él en diciembre de 1917, el poeta Alexandr Blok, el futurista Vladimir Mayakovski, y el dramaturgo Vsévolod Meyerhold. Trotsky será el que resuma lo que la vanguardia política opina de la artística: “Su arte es más para la bohemia que para el proletariado”. Tras cuatro años, Blok hará su propia recapitulación: “Los piojos han vencido en el mundo entero”. Entre el triunfo de la Revolución de Octubre y la muerte de Lenin, la creación sufre una tensión entre la lucha por su autonomía y las pautas del Partido. Sus símbolos son la Torre de la Tercera Internacional Comunista de 1919 y la escultura del Obrero y la Koljosiana de la Exposición Universal de París, en 1937. La primera, la Torre, jamás fue aprobada a pesar de que representaba la unión entre las formas puras del futurismo –el cono, el cilindro, y el cubo– con la espiral de la historia dialéctica. Ideada por Vladimir Tatlin, la torre se alzaría 395 metros para albergar a los delegados de todo el mundo reunidos para discutir el futuro. Vasili Kandinsky describe así la maqueta de madera destinada a la ciudad de Petrogrado: “No es una espiral cónica que asciende hacia un sólo punto, más allá del cual ésta no puede pasar, sino una espiral cilíndrica que se extiende infinitamente sin aproximarse a un punto final. Consecuentemente, está imbuida de un significado espiritual”. La Torre de Tatlin, a pesar de su claro significado del tiempo histórico dialéctico –la espiral– fue desechada por la dirigencia bolchevique porque “no tiene a los personajes de la Revolución y su significado resulta distante de las tareas revolucionarias”. Es en este periodo en que la Revolución rusa pierde a sus artistas, a favor del “realismo socialista”, es decir, una directriz que obliga a la mera representación de los ideales de los políticos revolucionarios. La Revolución se queda sin el coreógrafo del Ballet Ruso, Serguei Diáguilev; los compositores Igor Stravinski, Rajmáninov y Prokófiev; los pintores Kandinsky y Marc Chagall; los escritores como Marina Tsvetáieva, por sólo citar unos ejemplos. Es esta última la que resume este choque entre “la revolución de la vida” y la del Partido: “El cielo es mucho más caro que el pan”. Pero es Stalin el que nunca cree en un socialismo de dimensión planetaria. Él, que venía de tratar de crear un Partido Socialdemócrata en Georgia, insiste en replegar aún más las miras del futuro. Por eso, para la Exposición en París en la que se medirá con Hitler, define la producción en una escultura de los “personajes” de la Revolución, el obrero y la campesina colectivista –martillo y hoz–para mostrar su poder. En 1932, Stalin disuelve todas las asociaciones y sindicatos de artistas para concentrarlos en un organismo del Estado: “son ingenieros de las almas proletarias, son los educadores del pueblo ruso”. Dos años después, el Congreso de Escritores llevará las pautas partidistas al extremo posible: “Sólo el realismo defiende al socialismo”. Hay una nueva norma: no se puede exhibir ni publicar en el extranjero, antes de que las creaciones hayan sido sancionadas por el Estado. Se consolida la idea de la creación como producción útil. Stalin mismo se reivindicó como poeta, aunque no muy bueno: “Llénate de flores, oh, tierra hermosa/ alegra el país de los iberos, / y tú, georgiano, mediante el estudio/ lleva la alegría a tu Patria”. Por cierto, la Iberia a la que se refiere Stalin no es España, sino el Cáucaso ruso. Es en el periodo de las purgas estalinistas –la konspiratsia, de la que venía Stalin, quería decir también “un mundo aparte”– que emigra fuera de la Unión Soviética el mismo Gorki y que Blok, Babel y Pasternak son silenciados, y obstaculizados el cineasta Eisenstein, Mayakovski, Meyerhold y Bulgákov. Y fue un poema el símbolo de su guerra contra la creación liberada. La historia es conocida: en mayo de 1934, el poeta Ósip Mandelstam recita en un bar unos versos satíricos contra Stalin: Vivimos sin sentir el país a nuestros pies, nuestras palabras no se escuchan a diez pasos. La más breve de las pláticas gravita, quejosa, hacia el montañés del Kremlin. Sus dedos gruesos como gusanos, grasientos, y sus palabras como pesados martillos, certeras. Sus bigotes de cucaracha parecen reír y relumbran las cañas de sus botas. Rodeado de una chusma de caciques de cuello enjuto él juega con los favores de estos desgraciados. Uno silba, otro maúlla, aquel gime, otro lloriquea; sólo él campea tonante y los tutea. Como herraduras forja un decreto tras otro: A uno al bajo vientre, al otro en la frente, al tercero en la ceja, [al cuarto en el ojo. Toda ejecución es para él un festejo que alegra su amplio pecho de oseta. Mandelstam es detenido en marzo de 1934 y desterrado a la tundra durante tres años. Ahí se arrepentirá y escribirá la terrible “Oda a Stalin” pero, tras un año, será detenido por “actividades antisoviéticas” y llevado a un campo de tránsito en Vladivostok, en el extremo este de Siberia. El 27 de diciembre de 1938, durante una sesión para quitarle los piojos, muere de “paro cardiaco”. El proyecto de la Revolución rusa había chocado y vencido a los que la interpretaban. El sudor había triunfado sobre las frentes. A 100 años, la Revolución rusa, como todas las demás, ya no está por hacerse, pero tampoco fue hecha. Esta columna se publicó el 15 de octubre de 2017 en la edición 2137 de la revista Proceso.

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