El doloroso parto de un mundo nuevo

martes, 24 de octubre de 2017 · 18:02
Con mirada acuciosa y pluma magistral, el periodista estadunidense John Reed describe el ambiente social y político que prevalece en vísperas de que los bolcheviques tomen el poder. Luego, durante la noche del 25 de octubre, se mezcla con los soldados y guardias rojos que asaltan el Palacio de Invierno, lo que le permite relatar, desde el corazón mismo de los acontecimientos, el triunfo de la Revolución de Octubre. Sus crónicas y reportajes dan vida a uno de los libros de referencia de este hecho histórico: Diez días que estremecieron al mundo, que publicó en 1919 y del cual se reproducen algunos fragmentos. Una gran parte de las clases ricas preferían a los alemanes que a la revolución –incluso al gobierno provisional– y no ocultaba estas preferencias. En la familia rusa con quien yo vivía, a la hora de cenar se conversaba invariablemente sobre la llegada de los alemanes, que traerían “la ley y el orden”. Una noche, en casa de un comerciante de Moscú, a la hora del te?, pregunte? a once personas si preferían al káiser Guillermo o a los bolcheviques. Gano? Guillermo por diez contra uno. Los especuladores se aprovechaban del desorden general para amasar fortunas que dilapidaban en orgi?as fanta?sticas o en pagar a los funcionarios. Acaparaban stocks de vi?veres o de combustibles y los exportaban clandestinamente a Suecia. Durante los cuatro primeros meses de la revolucio?n, las reservas de vi?veres de los grandes almacenes municipales de Petrogrado fueron saqueadas casi a la vista de todos, hasta el punto de que la reserva de trigo para dos an?os resulto? casi insuficiente para las necesidades de un mes (…) En una ciudad de provincia conoci? a una familia de comerciantes, cuyos miembros se habi?an hecho especuladores merodeadores, como los llaman los rusos. Los tres hijos habi?an logrado rehuir el servicio militar mediante el soborno. Uno especulaba con vi?veres, otro vendi?a ili?citamente a misteriosos clientes de Finlandia el oro de las minas del Lena, y el tercero, que habi?a adquirido grandes intereses en una fa?brica de chocolate que aprovisionaba a las cooperativas locales, no las abasteci?a sino con la condicio?n de que le entregasen todo lo que necesitara. De este modo, en tanto el pueblo so?lo recibi?a, con la cartilla, un cuarto de libra de pan negro, e?l disponi?a en abundancia de pan blanco, azu?car, te?, pasteles y manteca. Y cuando los soldados, consumidos por el fri?o y el hambre, no podi?an sostenerse en el frente, habi?a que escuchar con que? indignacio?n vociferaba esta familia contra los “cobardes”, asegurando que senti?a “vergu?enza de ser rusa” y llamando “bandidos” a los bolcheviques porque le requisaban grandes stocks de provisiones acaparados por ella. Bajo esta podredumbre exterior, las fuerzas secretas del antiguo re?gimen, que habi?an sobrevivido a la cai?da de Nicola?s II, prosegui?an su intenso y misterioso trabajo. Los agentes de la famosa Ojranat (policía secreta del régimen zarista) segui?an funcionando, por o contra el zar, por o contra Kerenski (líder de la Revolución de Febrero), a sueldo de quien les pagase. En la sombra, diferentes clases de organizaciones subterra?neas, como las Centurias Negras, se dedicaban activamente a preparar el triunfo de la reaccio?n, de una u otra forma. En esta atmo?sfera de corrupcio?n y de monstruosas verdades a medias, so?lo se oi?a una nota clara, el llamamiento de los bolcheviques, ma?s penetrante cada di?a: “¡Todo el poder a los Soviets! ¡Todo el poder a los representantes directos de millones de obreros, soldados y campesinos! ¡Tierra y pan! ¡Que acabe la guerra insensata! ¡Abajo la diplomacia secreta, la especulacio?n y la traicio?n! ¡La revolucio?n esta? en peligro, y con ella la causa de todos los pueblos!” La lucha entre el proletariado y la burguesi?a, entre los soviets y el gobierno, comenzada en los primeros di?as de febrero, iba a alcanzar su punto culminante. Rusia, que acababa de pasar, de un salto, de la Edad Media al siglo XX, ofreci?a al mundo estremecido el especta?culo de dos revoluciones: la revolucio?n poli?tica y la revolucio?n social, trabadas en una lucha a muerte (…) [caption id="attachment_508547" align="aligncenter" width="1200"]La caída del zarismo. Foto: Especial La caída del zarismo. Foto: Especial[/caption] Las “colas del pan” En las casas particulares no habi?a electricidad ma?s que desde las seis a las doce de la noche. Cada buji?a costaba casi un do?lar, y el petro?leo escaseaba mucho. La noche duraba desde las tres de la tarde a las diez de la man?ana. Los robos y asaltos se multiplicaban. Los hombres, armados de fusiles, haci?an guardia, por turno, en las casas, durante la noche. Asi? se desarrollaba la vida bajo el gobierno provisional. Los vi?veres iban escaseando de semana en semana. La racio?n diaria de pan descendio? sucesivamente de una libra y media a una libra, despue?s a tres cuartos de libra, y finalmente a 250 y 125 gramos. Al final, hubo una semana entera sin pan. Se teni?a derecho a dos libras de azu?car mensuales, pero era casi imposible encontrarla. Una tableta de chocolate o una libra de caramelos insi?pidos costaban de siete a diez rublos, ma?s o menos un do?lar. So?lo habi?a leche para menos de la mitad de los nin?os de la ciudad; la mayor parte de los hoteles y de las casas particulares no la vei?an desde haci?a meses (…) Para conseguir leche, pan, azu?car o tabaco era preciso hacer cola durante horas bajo la lluvia glacial (…) Hay que imaginarse a estas gentes mal vestidas, de pie sobre el helado suelo de las calles de Petrogrado, durante jornadas enteras y en medio del invierno ruso. Yo he escuchado en las “colas del pan” la nota a?spera y amarga del descontento, brotando a veces de la milagrosa dulzura de estas multitudes rusas. Naturalmente, los teatros se abri?an todas las noches incluso los domingos (…) Las colecciones del Hermitage y de otras galeri?as habi?an sido evacuadas a Moscu?, pero cada semana se inauguraban exposiciones de pintura. Las mujeres “intelectuales” se apretujaban en las conferencias sobre arte, literatura y filosofi?a mundana (…) Como ocurre siempre en semejantes periodos, la pequen?a vida convencional continuaba su curso, ignorando lo ma?s posible la revolucio?n. Los poetas componi?an versos, pero no a la revolucio?n. Los pintores realistas pintaban escenas de la Rusia medieval, todo menos la revolucio?n. Segui?an llegando a la capital sen?oritas de provincias para aprender france?s y educar su voz. Jo?venes y elegantes oficiales paseaban en el hall de los hoteles sus bachlyks carmesi? bordados de oro y sus sables caucasianos ricamente nielados. Las mujeres de los funcionarios se reuni?an por las tardes a tomar el te?, llevando cada una en su manguito una cajita con azu?car, de oro o plata, ornada de brillantes, y media hogaza de pan. Estas damas suspiraban por la vuelta del zar, por la llegada de los alemanes y, en fin, por todo aquello que pudiera resolver la crisis del servicio dome?stico. La hija de un amigo mi?o sufrio? un di?a un ataque de histeria, porque la cobradora de un tranvi?a la habi?a llamado “camarada”. La gran Rusia daba a luz, con dolor, un mundo nuevo (…)   El papel de la palabra En el frente, los soldados continuaban su lucha contra los oficiales y aprendi?an en los comite?s a gobernarse a si? mismos. En los talleres, esas incomparables organizaciones que son los comite?s de fa?brica, adquiri?an experiencia y fuerza y tomaban conciencia de su misio?n histo?rica de lucha contra el antiguo régimen. Rusia entera aprendi?a a leer: lei?a asuntos de poli?tica, de economi?a, de historia, porque el pueblo teni?a necesidad de saber. En cada ciudad, casi en cada aldea, en el frente, cada fraccio?n poli?tica teni?a su perio?dico y, a veces, muchos. Millares de organizaciones distribui?an centenares de miles de folletos, inundando los eje?rcitos, las aldeas, las fa?bricas, las calles. La sed de instruccio?n, tan largo tiempo refrenada, convirtio?se con la revolucio?n en un verdadero delirio. So?lo del Instituto Smolny salieron cada di?a, durante los seis primeros meses, toneladas de literatura, que, ya en carros, ya en vagones, iban a saturar el pai?s. Rusia absorbi?a, insaciable, como la arena caliente absorbe el agua. Y no grotescas novelas, historia falsificada, religio?n diluida o esa literatura barata que pervierte, sino teori?as econo?micas y sociales, filosofi?a, las obras de Tolstoi, de Gogol, de Gorki. ¡Y que? papel jugaba la palabra! Los “torrentes de elocuencia” de que habla Carlyle a propo?sito de Francia eran una bagatela al lado de las conferencias, de los debates, de los discursos que se pronunciaban en los teatros, en los circos, en las escuelas, en los clubes, en las salas de reunio?n de los soviets, en los locales de los sindicatos, en los cuarteles. Se celebraban mi?tines en las trincheras, en las plazas de las aldeas, en las fa?bricas. ¡Que? admirable especta?culo el de los cuarenta mil obreros de Putilov acudiendo a escuchar a oradores socialdemo?cratas, socialrevolucionarios, anarquistas y otros, igualmente atentos a todos ellos e indifesentes a la duracio?n de los discursos! En Petrogrado y en toda Rusia, la esquina de cada calle fue, durante meses, una tribuna pu?blica. En los trenes, en los tranvi?as, en todas partes brotaba de improviso la discusio?n. [caption id="attachment_508543" align="aligncenter" width="1200"]En cada centro de trabajo una asamblea. Foto: Especial En cada centro de trabajo una asamblea. Foto: Especial[/caption] En el Palacio de Invierno (Durante la noche del 25 de octubre), aprovecha?ndonos del revuelo, nos deslizamos a trave?s de los centinelas tomando la direccio?n del Palacio de Invierno. La oscuridad era completa. So?lo se divisaban los piquetes de soldados y guardias rojas, que vigilaban celosamente. A la altura de la catedral de Kazán, en medio de la calle, se encontraba un can?o?n de campan?a de tres pulgadas, descansando en la posicio?n donde lo habi?a dejado el retroceso del u?ltimo can?onazo, disparado por encima de los tejados. Bajo todas las puertas los soldados charlaban en voz baja, con las miradas dirigidas hacia el puente de la polici?a. Escuche? a uno que deci?a: “Puede que nos hayamos equivocado.” En las esquinas de las calles, las patrullas deteni?an a todos los peatones; a pesar de hallarse formadas por tropas regulares, las mandaba siempre, detalle interesante, un guardia rojo. Habi?a cesado el fuego. Al llegar a la Morskaya escuchamos a alguien exclamar: “¡Los junkers (estudiantes de la academia militar) han solicitado que se vaya en ayuda de ellos!” Se oyeron voces dando o?rdenes y, en medio de la densa noche, distinguimos una masa sombri?a que se poni?a en marcha, rompiendo el silencio con el rumor de sus pasos y los ruidos meta?licos de sus armas. Nos unimos a las primeras filas. Semejantes a un ri?o negro que llenara toda la calle, sin cantos ni risas, pasa?bamos bajo el Arco Rojo (entrada principal del Palacio de Invierno), cuando el hombre que marchaba justo delatante de mi? dijo en voz baja: “¡Cuidado, camaradas! No hay que fiarse de ellos. Seguramente van a disparar.” Al otro lado del Arco avanzamos corriendo, agacha?ndonos y encogie?ndonos todo lo que podi?amos, para reunimos despue?s detra?s del pedestal de la columna de Alejandro. –¿Cua?ntos muertos han tenido? –les pregunte?. –No se?, unos diez… La tropa, que se componi?a de varios centenares de hombres, descanso? algunos minutos, apretujada detra?s de la columna, recupero? la calma y despue?s, como no tuviera nuevas o?rdenes, volvio? a avanzar esponta?neamente. Gracias a la luz que brotaba de las ventanas del Palacio de Invierno, yo habi?a logrado distinguir que los trescientos primeros eran guardias rojas, entre los cuales se hallaban mezclados solamente algunos soldados. Escalamos la barricada de maderos que defendi?a el Palacio y lanzamos un grito de ju?bilo al tropezar en el otro lado con un monto?n de fusiles, abandonados alli? por los junkers. A ambos lados de la entrada principal las puertas estaban abiertas de par en par, dejando salir la luz, y ni una sola persona salio? del inmenso edificio. [caption id="attachment_508545" align="aligncenter" width="702"]El asalto al Palacio de Invierno. Foto: Especial El asalto al Palacio de Invierno. Foto: Especial[/caption] “Propiedad del pueblo” La oleada impaciente de la tropa nos empujo? por la entrada de la derecha, la cual conduci?a a una vasta sala abovedada, de muros desnudos: la bodega del ala Este, de donde parti?a un laberinto de corredores y escaleras. Guardias rojos y soldados se lanzaron inmediatamente sobre grandes cajas de embalaje que se encontraban alli?, haciendo saltar las tapas a culatazos y sacando tapices, cortinas, ropa, vajilla de porcelana, cristaleri?a... Uno de ellos mostraba con orgullo un reloj de pe?ndulo de bronce que llevaba colgado de la espalda. Otro habi?a incrustado en su sombrero una pluma de avestruz. El pillaje no haci?a ma?s que comenzar cuando se escucho? una voz: “¡Camaradas, no toquen nada, no agarren nada, todo esto es propiedad del pueblo!” Inmediatamente repitieron veinte voces: “¡Alto! ¡Vuelvan a ponerlo todo en su lugar, prohibido agarrar nada, es propiedad del pueblo!” Las manos se abatieron sobre los culpables. Los tejidos de Damasco, las tapiceri?as, fueron arrebatadas a los saqueadores; dos hombres se hicieron cargo del reloj de bronce. Los objetos, bien o mal, fueron colocados otra vez en sus cajas y algunos de los propios soldados se encargaron de montar la guardia. Esta reaccio?n fue sumamente esponta?nea. En los corredores y las escaleras, debilitadas por la distancia, se escuchaba repercutir las palabras: “¡Disciplina revolucionaria! ¡Propiedad del pueblo!” Nos dirigimos a la entrada izquierda, en el ala Oeste. Tambie?n alli? se restableci?a el orden. ¡Evacuen el Palacio! –vociferaba un guardia rojo–. Vamos, camaradas, ¡demostremos que no somos ladrones y bandidos! Todo el mundo fuera de Palacio, con excepcio?n de los comisarios, hasta que se coloquen los centinelas. Dos guardias rojos, un oficial y un soldado, se manteni?an de pie, empun?ando un revo?lver; otro soldado se hallaba sentado en una mesa con pluma y papel. Por todas partes resonaba el grito: “¡Todos fuera! ¡Todos fuera!”, y poco a poco toda la tropa comenzo? a franquear la puerta hacia el exterior, empuja?ndose, refunfun?ando, protestando. Cada uno de los soldados era detenido y registrado, se le vaciaban los bolsillos, se miraba por debajo de su capote. Se le recogi?a todo lo que “no era ostensiblemente suyo, el secretario tomaba nota y el objeto era llevado a una pequen?a habitacio?n vecina (…)   La cámara de oro y malaquita Un soldado y un guardia rojo aparecieron en la puerta, apartando a la gente; veni?an seguidos de otros guardias con bayoneta calada que escoltaban a media docena de civiles, quienes caminaban uno detra?s del otro. Eran los miembros del gobierno provisional (…) Desfilaron en silencio. Los insurgentes victoriosos se apretujaron para verlos, pero su co?lera no se tradujo ma?s que en algunos murmullos. Ma?s tarde nos enteramos de que el pueblo, en la calle, habi?a querido lincharlos y de que habi?a sido necesario disparar, pero los marinos lograron conducirlos sanos y salvos hasta la fortaleza de Pedro y Pablo (…) Entretanto, aprovecha?ndonos del revuelo, habi?amos penetrado en el Palacio. Todavi?a habi?a muchas idas y venidas, se exploraban las habitaciones del vasto edificio, se buscaba a los junkers, que no existi?an. Subimos y recorrimos todos los salones. La parte opuesta del Palacio habi?a sido invadida por otros destacamentos, llegados del lado del Neva. Los cuadros, las estatuas, las alfombras y tapices de los grandes salones de lujo se encontraban intactos; pero en los despachos, todos los pupitres, todos los armarios habi?an sido violentados, los papeles andaban por el suelo y en las habitaciones, las mantas habi?an sido quitadas de las camas y los guardarropas saqueados. El boti?n ma?s apreciado lo constitui?an los vestidos, de los cuales teni?an gran necesidad los trabajadores. En una habitacio?n, donde se habi?an almacenado muebles, encontramos a dos soldados que estaban arrancando el cuero de que estaban tapizados los sillones. Nos explicaron que queri?an hacerse unos zapatos (...) Los viejos servidores del palacio, con sus uniformes azul, rojo y oro, iban y veni?an nerviosamente, repitiendo maquinalmente: “No pueden pasar, barin, esta? prohibido”. Por fin, llegamos a la ca?mara de oro y malaquita, con tapiceri?as de brocado carmesi?, donde los ministros habi?an estado en sesio?n permanente todo el di?a anterior y toda la noche, y donde habi?an sido entregados a los guardias rojos por los ujieres. La larga mesa recubierta de pan?o verde se encontraba todavi?a tal como ellos la habi?an dejado en el momento de su detencio?n. Ante cada asiento vaci?o se vei?a un tintero, una pluma y hojas de papel sobre las cuales se habi?an trazado de prisa planes de accio?n, borradores de proclamas y de manifiestos. Los textos habi?an sido tachados en su mayori?a, al irse haciendo evidente su inutilidad, y el pie de las hojas apareci?a cubierto de vagos dibujos geome?tricos, garabateados maquinalmente por los ministros mientras escuchaban sin esperanza los proyectos quime?ricos que presentaban sus colegas uno tras otro. Recogi? una de estas hojas, donde se puede leer, escrita de pun?o y letra de Konolov, la siguiente frase: “El gobierno provisional pide a todas las clases que sostengan al gobierno...” (…) Salimos a la noche helada, estremecida y con el rumor de tropas invisibles, surcada por patrullas. Del otro lado del ri?o, donde se alzaba la masa sombri?a de Pedro y Pablo, se elevaba un ronco clamor. Bajo nuestros pies la calzada estaba alfombrada de escombros de estuco de la cornisa del Palacio, el cual habi?a recibido dos granadas del crucero Aurora. No habi?an pasado de ahi? los dan?os causados por el bombardeo. Eran las tres de la madrugada. En la Nevski luci?an nuevamente todos los faroles de gas, el can?o?n de tres pulgadas habi?a sido retirado y so?lo los guardias rojos y los soldados en cuclillas alrededor de las fogatas recordaban todavi?a la guerra. La ciudad estaba tranquila, como quiza?s no lo habi?a estado nunca en el curso de su historia: ¡Ni un crimen, ni un robo fueron cometidos en esta noche! [caption id="attachment_508546" align="aligncenter" width="1200"]Lenin preside el Consejo de Comisarios del Pueblo. Foto: State museum of political history of Russia Lenin preside el Consejo de Comisarios del Pueblo. Foto: State museum of political history of Russia[/caption]

Comentarios

Otras Noticias