A Amecameca no la salvó ni el Señor del Sacromonte

jueves, 26 de octubre de 2017 · 11:00
En Amecameca el sismo del 19 de septiembre dejó temblando a los pobladores, pues el santuario de su patrono, un Cristo al que se dirigen como Sacromonte, quedó agrietado y de momento no pueden recurrir a él. También la capilla de Guadalupe se quedó sin techo. Miles de damnificados espirituales claman por ayuda material, sobre todo para la reconstrucción de sus viviendas y del templo en la cima del cerro. De esto depende la única y milagrosa ayuda que reciben sus campos en tiempos de sequía: las lluvias que les manda el Sacromonte. AMECAMECA, Edomex (Proceso).- Cuando sintió la ensañada rascadera de la tierra y vio que las paredes de adobe de su casa se trozaban como piñata, a Yael se le montó un susto de esos que explotan como cohete desmechado y que exprimen el alma sin aviso, como cuando se tienta uno el pantalón y se encuentra una víbora en la pierna. Días después, al pie de los destrozos de lo que había sido su vivienda, cuando la emergencia por el sismo se había adormilado, una vez rescatados el puñado de triques y muebles desvencijados que con intensas dosis de acicaladas pudieran salvarse del basurero, el abuelo Adrián Juárez López entendió que su nieto Yael seguía sin poder gobernar sus temblorinas y decidió liberarlo de ese abusivo y traicionero terror que lo tenía secuestrado. Como marca ese añejo ritual que pareciera se transmite en la leche materna de los habitantes de los volcanes, porque no está escrito en ningún recetario, él y su esposa buscaron una mazorca de maíz seco de granos rojo-ladrillo y la fueron dejando chimuela. Siete de los dientes trozados la mujer los acurrucó en una tela blanca que apretaba en un puño, mientras los preparaba con un rezo. –¡Vuelve a ti, Yael! Ordenaba ella a gritos al niño del alma huida mientras –¡plap!– soltaba un grano a que se diera su chapuzón en un traste rojo con agua, la que la escasez permitía, para seguir la usanza de sus antepasados más antepasados, los pobladores de las extendidas raíces callosas del volcán y la volcana, Popo e Izta, que cuidan el Valle de México. –¡Vuelve a ti, Yael! ¡Plap! A la séptima invocación el niño Yael pudo recuperar su joven alma que, cobarde y malcriada, había estado cabalgando arriba de su desbocado susto. Los abuelos narran ese remedio para desalojar miedos enraizados en el tuétano después de que visitamos el recuerdo de lo que era su casa y las de sus tres hijos, sus esposas y sus respectivos chamacos. Tres generaciones vivían en esa casa hecha trizas marcada con el número 77 de la calle Rélox en el barrio de Atenco. La imaginación de lo que era la casa de la familia Juárez se tiene que apoyar de los trazos que marcan las paredes que quedaron en pie, así como los cimientos marcados en el suelo que indican que, donde ahora hay un vestigio de los que embelesan a arqueólogos, antes hubo una habitación, o donde antes era una casita alargada en el centro de su terreno ahora existe un solar del que se cosechan escombros, vigas haraganas tendidas sin peso y bisutería de lo que había sido su vida. Los Juárez no pudieron salvar nada porque la misma tarde que los meció y remeció el temblor en su casa se hizo presente otra señal de mal agüero: una tal “diputada Ivette” (Topete García) acompañada de un arquitecto que les dijo que desensillaran el miedo, durmieran tranquilos y no se apuraran en sacar nada porque la habitación era maciza. Pero, al siguiente sol, la casa entera se desmayó. Nada pudo salvarse del desquebrajamiento y la polvareda que anuncia la pérdida total. Lo que no se cayó ese día tampoco existe. Con la misma fuerza de quien quiere desquitarse de la saña de la naturaleza, la envidia de los malenvidiosos o la mala suerte del destino, los hijos de don Adrián agarraron a golpes de mazo los muros que quedaron alzados. Sabedores de que no podían esperar a que el municipio les mandara máquinas que les echaran una mano, ellos mismos derrumbaron paredes antes de que se desgüanzaran solitas, previniendo que con sus traicioneros derrumbes desgracien a alguno de los niños al que pudieran agarrar desprevenido. A los Juárez nadie los pudo salvar de la fatalidad que no avisa, ni siquiera el milagroso Señor del Sacromonte –procurado por fieles de todo el país y el extranjero– y en cuya comarca se asienta el pueblo de Amecameca. El propio Sacromonte, desde su templo en la cima del cerro, tuvo que aguantarse inmóvil, en su caja donde yace quieto, esperando su paseo nocturno cada Miércoles de Ceniza, en su tieso cuerpo negro de pasta de caña de maíz, viendo las tamañas grietas que se abrieron en su propio santuario, y el forcejeo que dejó vencida y pecho a tierra, sin techo y paredes, la capilla de su compañera y vecina, la Guadalupita. Al santuario en la coronilla del cerro, que llega a mirar en un día 40 mil almas de fieles agradecidos, preocupados, o pedigüeños cada Semana Santa, que bienviene visitas desde los extremos más insospechados de la tierra todos los días, en el que aparecen ofrendas de comida de quienes le devuelven los favores recibidos, hoy se impide el paso con cintas amarillas y una reja cerrada supervisada por un vigilante. Damnificados en sí mismos, Sacromonte y Guadalupita dejaron también a miles damnificados, miles de huérfanos espirituales. No por nada el cerro sagrado, el cerro-templo que es lugar de culto desde tiempos prehispánicos –recibe todo el año multitudes que llegan para asegurar los buches de agua para sus cosechas, la fertilidad de la tierra, el buen año agrícola– está clausurado. La casa de todos, pues, quedó inhabilitada. Se cayó nuestra casa Desde el pueblo, doña Lola, Heliodora Sánchez Galicia, asegura que en el momento del temblor gritó al ver cómo se meneaba como epiléptico su Sacromonte. Cuando recuerda el momento aún se le remoja la mirada, como si la visión del temblor profano la habitara, como si la tuviera metida como una catarata entre el medio de sus ojos. “Este es Monte Sagrado, Sacromonte. La imagen está Sacromonte porque está en el monte, pero el verdadero nombre es el Santo Entierro, por eso está amortajado, está en el sepulcro”, dice la mujer de 72 años al dar su relato. “Sí, en el sepulcro”, repite Estela, su hermana menor y compañía. Lola sigue con la narración de la pérdida: “Sentí ganas de llorar. Sí vi cómo se derrumbó la parroquia la Asunción, también la de aquí. La esfera de allá donde está la cruz la movían, parecía que la giraban, se venía abajo. Se me hacía que si yo gritaba alguien venía y lo levantaba con un garrote. ¡Mi Sacromonte, mi Sacromonte, se cayó mi Sacromonte, se cae!, gritaba. Como se cayó la esfera, el mismo movimiento de aquí lo tuvo allá: así como si la desatornillaran: ¡pas, para abajo!”. Ella no pudo seguir mirando a la distancia porque en ese momento una cruz de la Asunción se desprendió de lo alto y cayó encima a la señora que en el centro del pueblo vende aretes, que tuvo que ser rescatada. Lola y Estela son de las amecamequenses que más han intimado con el Señor del Sacromonte. Y no es hablada. Ellas nacieron en ese cerro, eran hijas del sacristán del templo, lo habitaron 30 años, lo abandonaron cuando sus hijas salieron vestidas de blanco y bendecidas. Como se visita a un padre anciano, ellas siguen frecuentando la Imagen Sagrada. Por sus rezos y cantos son llamadas “alabanceras”. La mañana en que nos encontramos ellas husmeaban la Casa del Señor del Sacromonte desde atrás de la reja del panteón con vista al templo; en cuanto los cuidadores les dieron oportunidad se colaron por una barda baja hasta llegar a la explanada donde las recibe un tendido de cascajo y piedras. Se les hace feo mirar hacia el templo y encontrarlo cerrado. No pueden ver la Santa Imagen, al Cristo del sepulcro, que siempre espera con el templo abierto a sus visitas. “Es como si estuviera encerrado, uno siente que está preso, está encerrado”, lamenta Estela. “Ay, qué tristeza. Le decimos a la gente: si para ustedes fue triste, fue un monumento más que se cayó, pero para nosotros se cayó nuestra casa. Ya no tenemos casa”, completa la hermana mayor. Su relato sobre la historia del Sacromonte parece una colcha con remiendos de telas de colores distintos, pues van brincando de siglos, de personajes, de pestes, sequías y desgracias de los que libró a sus devotos. El mismo relato con el que se riega la mente de los niños por estos lugares desde que les nace la conciencia. Lola menciona que a este santo le tienen devoción en Toluca, Puebla, Morelos, Guerrero, que –¿años, décadas, siglos antes?– fue robado por los tlaxcaltecas, que vinieron a pedirlo desde Nepopoalco para que espantara con su sola presencia la sequía y las pestes de cólera y viruela, que fue muy acudido durante la Revolución, que cuando pasó “el Judío Errante” y se ardieron los montes Él sosegó el lumbrerío con un aguacero, que en otro año sin aguas les mandó inundación y que en la del 83 al puro momento de sacarlo del templo para que hiciera el milagro de la lluvia ya las nubes se habían formado. Para ahuyentar la incredulidad entre sus escuchas, doña Lola repite el cuento re­al que le contó un hombre que desde el sur del país peregrinaba a este cerro-templo: “Él mismo nos contó: ‘Fíjense no me van a creer lo que me pasó, el año que no vine llovió como si hubieran regado el agua, pero no cayó nada en mi tierra. Nada. Y aunque no me lo crean, yo lo estoy diciendo porque yo lo viví’. Desde entonces siempre, siempre venía. Era de Chiapas, se llamaba don Raúl. Venía dos veces del año, le traía frutas, un granito de café que era de oro, que le pusieron en su diadema. Y siempre que venía tenía buenas cosechas. “Y así hay bastante”, comenta Roberto Conde, presidente de la Asociación Sacromonte Chalchiuhmomotzco. “Es bien milagroso el Señor. Es conocido por el agua, siempre que sale es por la sequía, porque no tienen agua”. Conde y Gerardo Paredes, primer vocal de la asociación, son investigadores comunitarios que llevan años rastreando la historia del monte sagrado. Leyendas corren como liebres durante el recorrido por las ruinas de la Guadalupita (la Capilla de la Virgen de Guadalupe, sin techo, sin paredes) y por el convento y el templo agrietados de Sacromonte, van mencionando las capas históricas de ese sitio. Comienzan contando desde cuando Sacromonte no era ni Cristo ni negro, sino una cueva donde se pedía lluvia e invocaba al dios Texcatlipoca, y que mucho antes había sido lugar de veneración de Chalchiuhtlicue, diosa del agua, por lo que el sitio era conocido como Chalchiuhmomotzco. Con la llegada de los españoles, sus espadas, sus cruces y sus apocalípticos caballos, el fraile Martín de Valencia suplantó a los dioses vernáculos con el Cristo de pasta de maíz, a quien la gente le siguió pidiendo agua para la cosecha. La profunda raíz de la devoción no está contenida en ninguno de los comunicados oficiales que enuncian la pérdida del patrimonio cultural de los pueblos y mencionan al Sacromonte en el inventario de daños. El sentimiento de orfandad, de quedarse sin casa, sin lugar dónde pedir agua, no puede ser abarcado por ningún estudio del Instituto Nacional de Antropología e Historia o compensado con un fondo de reconstrucción de edificios. Otras dimensiones se mezclan en los relatos de estos investigadores autodidactas y se escuchan así: “Esta era una cueva donde veneraban a Texcatlipoca… Aquí venían los pueblos en la época prehispánica, dejaban su deidad en la cueva, en la tierra, y de aquí les daban su tierra hasta que se iban a asentar… Allá va mucha gente a darse de alta: cuando curan, cuando les cae un rayo, ahí se van a purificar... Es la casa del agua… A veces amanecen ofrendas. Lo que vas comiendo, un capulín, una caña, le tienes que convidar, porque el agua vive y es muy celosa... El señor sólo sale de noche, nunca de día, sólo cuando hay sequía”. Desde el cerro sagrado Roberto Conde muestra hacia abajo, a los destrozos del pueblo: según los diarios, en el municipio más de 100 casas fueron dañadas; en todas las crónicas sobresalen los destrozos en los templos. Con el dedo el cronista señala la escuela donde Sor Juana Inés de la Cruz escribió sus primeros sonetos, cuando todavía no era monja. La iglesia donde tienen los restos del fray Martín, al que le pusieron en su lecho de muerte al Cristo. El cerro que pintó el Doctor Atl. Los detalles de los volcanes. “¿Qué significa que se hayan derrumbado acá arriba, en el Sacromonte?”, le pregunto. Sereno, como quien conoce los ritmos de la historia, quien sabe de procesos centenarios y de los secretos de la tierra, Conde responde: “Que (Sacromonte) quiere algo distinto”. Ayuda que no llega Como los barrios de los leprosos, las viviendas de la calle Rélox –donde viven la familia Juárez, el niño Yael y su abuelo Adrián– tienen un llamativo grafiti color rojo en las paredes cuarteadas: un círculo con un tache en el centro. Significa inhabitable. Las casas vecinas parecen casitas de muñecas a escala humana: sin techo, sin pedazos de muro, desde donde se puede ver un tocador, una ropa, unos muebles. Afuera, colchones apilados. Los vecinos se quejan de que el municipio no ha dado ayuda más que unas despensas que no rinden y unas láminas que parecen de papel, para nada comparadas con las que tenía un grosor que se consigue pegando tres láminas de las nuevas. Unos periodistas imprudentes les llevan kits de rescate citadinos: botellitas de agua con plástico contaminante, champús, jabones, papeles higiénicos y cantidad de pañales desechables que aquí nadie necesita. Nada de comida. Lo que la gente dice que necesita es material de construcción para volver a levantarse. Para reconstruir sus viviendas y la casa de todos arriba del cerro: la casa de Sacromonte y su compañera Lupita, la llave de agua para las cosechas. Este reportaje se publicó el 22 de octubre de 2017 en la edición 2138 de la revista Proceso.

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