La encrucijada cultural de la Revolución de Octubre

sábado, 28 de octubre de 2017 · 09:34
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- En 1928, para festejar el décimo aniversario de la revolución que llevó al poder a los bolcheviques, el afamado cineasta soviético Sergei Eisenstein filmó la película Octubre. Stalin exigió verla antes de que fuera exhibida y ordenó algunos cortes en escenas en las que figuraba Lenin, que ya había muerto, y Trotski, quien había sido previamente removido del Politburó. Eisenstein contrató a una multitud para que representara la toma del Palacio de Invierno, donde había sesionado el gobierno provisional. Decidió emplear la misma escalinata por donde habían subido las guardias rojas, pero resultó demasiado estrecha, así que optó por la denominada Jordan, que era mucho más amplia. Este hecho fortuito dio origen a una leyenda que convirtió a esa escalinata en la ruta icónica de la Revolución de Octubre. La leyenda mencionada, junto con otros mitos y toda suerte de maldiciones, circundan San Petersburgo. La construcción misma de la ciudad fue objeto de gran polémica, pues se erigió sobre una región pantanosa con problemas de insalubridad graves. En las obras hubo que emplear millares de obreros, muchos de los cuales sucumbieron en los trabajos. El carácter cosmopolita de la urbe despertaba suspicacias ante el resto de la sociedad rusa. San Petersburgo creció como “un petimetre que gustaba de verse reflejado en el río Neva, en tanto las virtudes rusas encontraban refugio en la provincia” (Orlando Figes). Incluso su nombre causa polémica: de raíces holandesas y alemanas, venera al apóstol Pedro y no a Pedro el Grande, como se ha sugerido. Al inicio de la Primera Guerra Mundial se le rebautizó como Petrogrado, nombre próximo a las raíces eslavas, para sosegar el sentimiento popular. En 1924 cambió a Leningrado, y finalmente retomó de nuevo su denominación original en la actualidad. El escenario Otro de los mitos de la ciudad corresponde a la estatua ecuestre de Pedro el Grande, erigida sobre un monolito. Se le conoce como El Jinete de Bronce como tributo al poema El Jinete de Bronce: Un cuento de Petersburgo, de Alexander Pushkin, quien sostenía que la ciudad era la ventana rusa a Occidente. Con el tiempo, sin embargo, llegó a ser mucho más que eso: era el resquicio por el cual, de la misma manera, Europa penetraba en Rusia. Los periplos de la élite rusa de su país a Europa, conforme al modelo impuesto por Pedro El Grande, significaban el encuentro con un modelo cultural. Cada viaje a Europa significaba la creación de un vínculo íntimo con la civilización. Uno de los grandes propulsores de la educación europea, Nikolái Karamzín (1766-1826), sostenía que las maneras y sensibilidades europeas debían penetrar en la mentalidad rusa. Los rusos, consideraba, debían razonar y actuar como europeos; para aquellos, el francés era el idioma refinado y el minué su expresión corporal. Al final de su vida, sin embargo, en su obra Cartas a un viajero ruso, Karamzín llegó a la conclusión de que su sociedad tenía una forma de pensar que la distinguía del resto de Europa. En la San Petersburgo previa a la Revolución de Febrero, y posteriormente en la de octubre, se percibía con claridad la confluencia de diferentes aproximaciones del modelo social ruso. Los eslavistas añoraban el Gran Ducado medieval de Muscovy, en donde se asienta Moscú, y con ello idealizaron el espíritu ruso: la estructura campesina con sus tradiciones, ritos, símbolos y costumbres… la auténtica forma de vida rusa. Por su parte, las élites, embelesadas por el arquetipo europeo, se educaban en las universidades de Occidente y abrigaban una concepción de progreso cuyo epítome era San Petersburgo. El mismo Pushkin, en su poema Eugenio Oneguin, expresaba que el espíritu de Gotinga era el que predominaba en la ciudad, en referencia a la universidad alemana radicada allí (Orlando Figes). Con el tiempo, esta interacción cultural le conferiría una idiosincrasia cosmopolita a la metrópoli. En sus Memorias del subsuelo, Fiódor Dostoievski sentenció: “[…] una conciencia demasiado clarividente es (se lo aseguro a ustedes) una enfermedad, una verdadera enfermedad. Una conciencia ordinaria nos bastaría y sobraría para nuestra vida común; sí, una conciencia ordinaria, es decir, una porción igual a la mitad, a la cuarta parte de la conciencia que posee el hombre cultivado de nuestro siglo XIX y que, para desgracia suya, reside en San Petersburgo, la más abstracta, la más premeditada de las ciudades existentes en la Tierra, pues hay ciudades premeditadas y ciudades que no lo son”. De estas dos cosmovisiones, que pudieran parecer excluyentes, emergería la cultura rusa, con una marcada ambivalencia: Por un lado, la imitación de convencionalismos europeos en sociedad, y por otro la expresión de sus sentimientos y la práctica de sus rituales, tradiciones y costumbres en su vida íntima. Los castillos y palacios en Rusia fueron erigidos mayoritariamente a partir del siglo XIX y muchos de ellos gravitaron en torno a San Petersburgo: el de Peterhof, residencia de los zares, en la ciudad de Petrodvoréts; el de Verano y el de Catalina, en la ciudad de Tsárskoye Seló, ahora ciudad de Pushkin; el de Sheremetev, conocido como La Casa de las Fuentes, creado por el arquitecto italiano Bartolomeo Rastrelli; el de Gátchina, residencia del favorito de Catalina la Grande, el conde Grigori Orlov; la residencia real de Oranienbaum, así como el castillo Pavlovsk y el Palacio de Invierno, en donde se encuentra el Museo del Hermitage, que alberga los tesoros artísticos de la emperatriz, considerados entonces como la mayor colección de arte privada. La Revolución  De acuerdo con el Calendario Juliano, vigente en el imperio ruso y que va 17 días adelante del Gregoriano, la Revolución de Octubre acaeció en noviembre, mientras que la de febrero de ese mismo año sobrevino en marzo. El Calendario Juliano fue rápidamente abolido con el acceso al poder de los bolcheviques. La Revolución de febrero de 1917 marca la abdicación del zar Nicolás II y la instalación del príncipe Gueorgui Yevguenievich Lvov al frente del gobierno provisional, que más tarde encabezaría Alexander Kerensky. Ese gobierno equivocó el diagnóstico social de su tiempo: imaginó que una Asamblea Constituyente podía conducir las energías políticas en juego. No obstante, el colapso de toda clase de autoridad era completo. El poder real pasó súbitamente a los comités de trabajadores, campesinos y obreros, conducidos por un comisariado local. Este fue el mecanismo de asunción del poder por los soviets. La toma del Palacio de Invierno, símbolo de la Revolución de Octubre, no significó solamente el fin de la monarquía, sino el de toda una cultura. La impetuosidad de la masa quedó evidenciada con la reducción a cenizas del apartamento de Ekaterina Konstantinovna Breshkovskaia (1844-1943), conocida popularmente como La pequeña abuela de la Revolución y quien, tras haberse destacado como una dirigente radical y fundar el Partido Social-Revolucionario,? pasó a encabezar el ala más conservadora de esta organización política. Pero, salvo ese evento, el palacio fue respetado en lo fundamental; las águilas reales, al igual que las del Kremlin y símbolo del ancien régime, permanecieron incólumes (Alexandre Polovtsoff). Al inicio de la Primera Guerra Mundial se emprendió el traslado de bienes artísticos a Moscú, especialmente los del Hermitage. Años más tarde, bajo la supervisión de Alexandre Polovstoff, ya en la administración de Kerensky, se concluyó uno de los desplazamientos de obras de arte más importantes del siglo XX: más de 800 cajas que se embarcaron en dos trenes especiales; hecho que rivaliza con el transporte a Ginebra de una parte de los tesoros del Museo del Prado durante la guerra civil española. El papel de Lunacharski Tras la Revolución de Octubre y el encumbramiento de los bolcheviques en el poder, Anatoli Lunacharski ocupó el cargo de Comisario Popular para la Instrucción Pública. Déspota ilustrado que tendría la misma función de salvaguardia del patrimonio cultural que Alexandre Lenoir en la Revolución Francesa, evitó no obstante el pillaje y la destrucción sistemática del patrimonio cultural que se había acumulado durante dos siglos. En un acto inédito al inicio de su gestión, profirió anatemas en contra de los destructores del Kremlin y amenazó con renunciar a su cargo si no se tomaban medidas ejemplares para proteger las obras de arte. Lunacharski se asesoró con varios peritos, aun cuando algunos de ellos no eran partidarios del nuevo régimen, y les confirió toda la autoridad como comisarios-curadores en los diferentes palacios imperiales para evitar el saqueo. Fue el caso de Alexandre Polovstoff, quien había sido director del Museo y Escuela del barón Alexander von Stieglitz, asignado al Palacio de Pavlosk; del conde Valentin Zubov (1884-1969), antiguo director y fundador del Instituto de Historia del Arte, destacado en el Palacio de Gátchina; del escultor Léopold Bernhard Bernstamm, responsable del Palacio de Peterhof, y de P.P. Weiner, editor de la influyente revista de arte Strayé Godi. Los decretos que nacionalizaban la propiedad privada se sucedían por días; muchos de ellos eran publicados únicamente en la prensa local. Para evitar el pillaje Lunacharski decretó que los palacios imperiales pasaran a formar parte del Estado y los convirtió de inmediato en museos. Para darle mayor estabilidad a esta medida, retuvo a todo el personal de los recintos y creó un collège de bellas artes bajo las órdenes de E. Iatmanoff, comisario bolchevique del Palacio de Invierno, compuesto por los directores de museos y artistas independientes y que debía dirimir lo relativo a la salvaguarda del patrimonio cultural. Las residencias más notables de San Petersburgo fueron convertidas en museos de barrio y muchas de las obras ahí albergadas se trasladaron con premura al Palacio de Invierno para evitar el saqueo; la Comisión Artística de Petrogrado asumió su custodia. Hubo aristócratas que motu proprio se sumaron al salvamento, como el conde Sergei Petrovich, quien para proteger la Casa de las Fuentes la transfirió voluntariamente al gobierno y con ello preservó la colección de su ancestro el mariscal Boris Petrovich. En junio de 1917 abrieron sus puertas los museos soviéticos y una cantidad considerable de público inició su descubrimiento. Los comisarios-curadores levantaron con prontitud un inventario de las existencias de los palacios convertidos en museos, en el cual sorprende la similitud del mobiliario. En Rusia, al contrario de Francia, no existió una diferencia tan marcada de estilos. Las convulsiones políticas en este último país llevaban la idea de poner la impronta de su paso por la historia. En cambio, en Rusia, la continuidad de la vida política y la permanencia del personal a cargo de los acervos aseguraron el predominio de las formas artísticas vigentes desde el siglo XVIII. Lunacharski era una persona culta. Es célebre la anécdota según la cual, invitado en el verano de 1918 al castillo de Pavlosk, pidió visitar la biblioteca itinerante de Catalina la Grande, reputada por su exquisitez y vastedad. Abrió uno de los armarios, tomó un libro y reconoció a Iván Jemníster, poeta ruso del siglo XVIII. El estupor del comisario-curador Polovstoff fue enorme; acérrimo antibolchevique, escribió sobre el episodio: se preguntaba cómo alguien con una cultura tan desarrollada podía formar parte del bolchevismo, que había usurpado el poder y destruido todo aquello que, declaró, hacía la vida aceptable (Los tesoros de arte de Rusia bajo el régimen bolchevique). La museografía La apertura de los palacios como museos significó para Lunacharski uno de los basamentos de la política educativa nacional. Los consideró incluso parte de la enseñanza, como un símbolo de poder y de conocimiento y como espacios de la participación de la masa en la vida cultural rusa. Los museos debían ser de influencia múltiple y abarcar un amplio espectro de facetas culturales para el pueblo. Sobre todo, constituían un ámbito del poder político que ameritaba conservación. La difusión de la ideología socialista debía mantener al nuevo espíritu humano como la función primaria de la institución museística. El museo, como lo concibió Lunacharski, tenía que representar y celebrar a la nación. La elección de los objetos, la manera de exponerlos, la definición del sitio para exhibirlos, se fundaban implícitamente en la glorificación de historias reales o míticas. La organización de este tipo de recintos, propia de cada nación, influencia el tenor y la presencia del discurso no sólo museográfico, sino también político, en las instituciones. La intencionalidad es desarrollar un objetivo coherente y definido para dirigirlo al público. Oculto entre los objetos, el museo materializa las estructuras sociales, políticas e ideológicas y permanece como un agente social invisible. Esto es especialmente cierto en la concepción de Lunacharski. La emergencia de una nueva clase política, que debía satisfacer las exigencias y expectativas efervescentes, tenía que repercutir en la creación de los museos. Lunacharski imaginó que la transmisión de los procesos de evolución política, si bien limitados a la metamorfosis del mensaje difundido por el museo, repercutiría en todo el conjunto del patrimonio cultural ruso. Así, el museo fomentaría el reconocimiento público al gobierno por la implicación en él de los valores culturales rusos. El instrumento patrimonial tendiente a la elaboración del discurso político se refugió en la práctica museográfica. Lunacharski integró la noción cultural, memorial y educativa de los museos al mensaje político y aseguró un orden aceptable para los comisarios-curadores de esos recintos, que fomentaron así un diálogo entre culturas. El museo de Lunacharski afianzó su lugar en el vértice del sistema de conservación, así como su función histórica en el desarrollo de prácticas, conocimientos e ideologías de la conservación. En su mutación, buscó integrar los cambios sociales, científicos, filosóficos y pedagógicos de la ideología bolchevique. El nacionalismo en su acepción decimonónica consistía en una construcción estatal que rivalizaba en términos de identidad. El nacionalismo bolchevique cambió ese lenguaje y se convirtió en la expresión de una nación rusa imaginaria, lo que no es de extrañar, pues la búsqueda de la legitimidad por parte de los gobiernos es un afán recurrente en todos los niveles del poder, en todos los órganos institucionales y en todas las estructuras políticas, sociales y culturales. En el verano de 1918 se promulgó un decreto que prohibía las celebraciones de culto en las capillas pertenecientes a las instituciones del Estado. La medida provocó una consternación general, máxime que esos templos abundan en Rusia y sus dimensiones son semejantes a las de las catedrales. Provistos de gran belleza arquitectónica, contenían tesoros importantes, como son los íconos bizantinos y la indumentaria monacal. Pese a los esfuerzos del nuevo régimen, era frecuente encontrar en los dormitorios comunitarios reproducciones de estas imágenes. El decreto alteraba todo un orden establecido, más aún porque difícilmente podía encontrarse en Rusia un regimiento, un hospital o incluso oficinas públicas que no contasen con una capilla. Es conocida la anécdota de que en el Palacio de Petershof el regimiento Ismaïlovsky, después de haber transformado la Catedral en sala de cine, sacó a remate la iglesia de aquel, conocida como la Catedral de la Trinidad, de estilo neoclásico y creada por el renombrado arquitecto Vassili Petrovitch Stassoff. Ante estos eventos, la parroquia del lugar optó por adquirir la iglesia en subasta por la suma ínfima de 40 mil rublos. El movimiento avant-garde Conservadores en el diseño del proyecto cultural soviético, Lenin, como el propio Lunacharski, se oponían a la destrucción sistemática de los símbolos del ancien régime. Los trabajadores, y en general la clase proletaria, buscaban emular a la aristocracia: aprender francés, cultivarse (kul’turny)… El Estado soviético era hostil para con el movimiento avant-garde. Marc Chagall, oriundo de Vitebsk, Bielorrusia, fue interpelado cuando, para conmemorar el primer aniversario de la Revolución, adornó las calles del centro de la ciudad con una vaca verde y una casa flotando en el cielo.  El reclamo consistió en preguntarle cuál era el significado de estas pinturas; y, peor aún, cuál el vínculo de éstas con Marx y con Engels (Orlando Figes). Ante casos de hostilidad como el manifestado contra Chagall, muchos otros artistas renuentes a aceptar la doxología bolchevique decidieron emigrar a otros países: los compositores Sergei Rajmáninov y Sergei Prokofiev, los artistas plásticos Vassily Kandinski y el propio Chagall, y escritores como Vladimir Nobokov, Iván Bunin y Máximo Gorki. Lenin impulsaba la idea de limpiar la URSS de intelectuales adversos, y León Trotski exigía medidas todavía más severas contra ellos. El poeta Nicolás Gumiliov, esposo en primeras nupcias de la gran poetisa Anna Ajmátova, fue acusado de complot y fusilado por los bolcheviques en 1919. Pocos artistas, los menos, regresarían en distintos momentos a la Unión Soviética (Tzvetan Todorov). El precedente de Gorki, quien gozaba de una enorme popularidad en Rusia, es patético. El autor de La madre denunció que a partir de la Revolución la justicia había sido suplantada por el linchamiento. Los bolcheviques, sostuvo, eran enemigos del orden y de la ley, cuya fuente de inspiración era Sergei Necháyev, cuyo nihilismo revolucionario rayaba en francas prácticas terroristas a finales del siglo XIX. Más todavía, Gorki consideró que la Revolución era una regresión al pasado. La disolución de la Cámara de Diputados (la Duma), la instauración de la policía política y el restablecimiento de la censura, sentenció, constituían elementos de convicción inobjetables respecto de sus juicios. El escritor trató de establecer un vínculo epistolar con Lenin, quien se exasperó por los consejos del escritor, pues arguyó que jamás se los había solicitado, y terminó por sugerirle que se retirara a Italia. La ironía de la historia quiso que, a su regreso, Gorki ideara con Stalin el movimiento conocido como realismo socialista, que dominaría el arte en la Unión Soviética durante décadas. A su vez, el movimiento de Lunacharski se vio acompañado por el Proletkult (cultura proletaria), dirigido por el filósofo Aleksandr Bogdánov y animado en sus inicios por Gorki. Tenía como objetivo la creación de una nueva forma de vida: había que desarrollar una clase trabajadora ilustrada capaz de propagar sus ideas en aras de una revolución cultural. Las fuerzas centrífugas en el movimiento bolchevique se multiplicaban y el ámbito cultural no fue la excepción. Una de ellas, Proletkult, logró una fuerte influencia y una cantidad importante de afiliados, para después desvanecerse… Epílogo La salvaguarda de los tesoros rusos afrontó muchas adversidades. En la década de los veinte, los soviets, necesitados con urgencia de divisas para financiar el Plan de Cinco Años, accedieron al mercado de arte para vender en forma subrepticia íconos y joyería que habían requisado a la nobleza rusa. Esa medida, empero, no fue suficiente. Se instruyó por lo tanto al Museo del Hermitage para que elaborara un catálogo de pinturas y esculturas suficientes para obtener divisas. Las obras fueron inicialmente adquiridas por el petrolero turco Calouste Sarkis Gulbenkian, cuya colección se concentró en Lisboa. Pronto se esparció el rumor de estas ventas, por lo que otros muchos coleccionistas adquirieron obras, como fue el caso del banquero estadunidense Andrew Mellon, quien donó 21 pinturas de grandes maestros universales a la National Gallery de Washington, D. C. La historia quiso que la Diana Cazadora del escultor francés Jean-Antoine Houdon, pieza que partió en el siglo XVIII por barco a San Petersburgo, regresara a París por avión en 1926 (Maurice Rheims). *Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas.

Comentarios

Otras Noticias