De la Zeta a la A

domingo, 19 de noviembre de 2017 · 08:54
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- No se es malo o bueno. Se actúa mal o bien. El mal no es un ser, una “sustancia autónoma”, sino una acción. Eso pienso mientras leo el informe ante la Corte Penal Internacional sobre Coahuila entre 2009 y 2016 que detalla los crímenes de lesa humanidad que cometieron autoridades estatales y federales junto con Los Zetas. Los horrores contra la población de Allende o el uso de una cárcel como fábrica de guerra documentan no sólo cómo el poder en México se ha convertido en un evento del mal, sino cómo ese dominio que se adquiere sobre alguien ya aniquilado, humillado, indefenso, es un deseo hacia la nada. La pregunta no es, entonces, si la maldad es mayor o menor que en los años de la “guerra sucia” –el origen de Los Zetas es el Ejército mexicano– o si, en todo caso, se han depurado y extendido las técnicas de la crueldad, sino qué nos ha sucedido como cultura. Tanto en los casos de la corrupción desaforada entre los gobernadores –que, según este informe, recibieron de los narcos hoy detenidos en Texas camionetas de dinero para financiar sus campañas electorales– como de los traficantes noto una hermandad: “Salgo de mí mismo y voy contra todo lo que existe, abandonado a una especie de voluntad de nada”. La única justificación que existe para tal voluntad es un poder que gestiona quién debe vivir y quién morir. La población mexicana ha asumido también la idea de que, para uno sobrevivir, es necesario que otro sea aniquilado. El poder, ya inseparable entre autoridad legal y grupos ilegales, obra de acuerdo a esa razón en la que las acciones de los asesinados, torturados, descuartizados y disueltos en toneles con agujeros para oxigenar la combustión, no guardan relación alguna con la gestión de su muerte. Surgen las víctimas absolutas. Las que no han resultado aniquiladas por algo, sino como parte de un dispositivo de fuerza que, para permanecer activo, debe seguir seleccionando, separando y descartando. La existencia de ese dispositivo, que abarca desde el sicario armado con un hacha para desmembrar vivo a otro ser humano, hasta el gobernador que recibió 200 millones de dólares para permitirlo, está orientado a la nada. Los demonios, de Dostoievsky, es una de las primeras novelas en las que se separa el mal de la maldad, es decir que enuncia la diferencia entre una existencia humana que ama hacer el mal, y el resultado de la interacción de distintas fronteras de la libertad. Para Dostoievski todos los “demonios” de las luchas revolucionarias desean una infinita libertad –usurpación del lugar que tuvo Dios– que acabará por chocar contra la realidad de los otros. Escribe Simona Forti, en Los nuevos demonios, sobre el personaje de Stravrogin: “Demasiado lleno de sí mismo como para amar a otro; demasiado inteligente como para ser fanático; demasiado desencantado como para no ser consciente de su pecado”. Dostoievsky hará a sus personajes preguntarse una y otra vez si el “amor a sí mismo” no tiene un resultado de maldad y si la crueldad no es un efecto de la libertad. Si en esa libertad no hay nada que evite utilizar a los demás para autoafirmarla. Si la interacción con los demás no es más mala ni más buena que un experimento. Para generar semejante dispositivo de fuerza en la nada, Stravrogin le plantea a Piotr Verjovenski, el activista febril, un experimento: “Induzca a cuatro miembros de una sección a matar al quinto, con el pretexto de que es un delator. Por esa sangre vertida, los cuatro seguirán viviendo unidos por una masilla. Nadie se le sublevará ni le pedirán rendir cuentas”. Entendemos aquí esa unidad que crea el sacrificio de lo excedente: después de sacrificar a un ser humano, se le santifica, y los verdugos quedan unidos por el silencio cómplice. Esa misma vía de experimentación es la que usa otro de los “demonios” de Dostoievsky, Kirilov, quien asegura: “La libertad absoluta existe sólo cuando da lo mismo morir que vivir”. Kirilov, despojado de culpa y de sufrimiento argumenta: “Matar a otro, sería el punto más bajo de mi libertad. Yo busco el punto más alto y me suicido”. En esta primera distinción entre el mal y la maldad, la destrucción no tiene un fin que la justifique, sino que simplemente es una evidencia de que puede autoafirmarse. Para México, pienso en “La fiesta de las balas” de los revolucionarios villistas. El deseo de la nada forma parte de toda destrucción justificada. En el dedo cansado de tanto oprimir el gatillo del villista Rodolfo Fierro existe todavía alguna relación entre la víctima y la enemistad. Pero con “la guerra” del presidente Calderón asistimos a otro tipo de dispositivo de la fuerza y la crueldad. Irrumpe la maldad como acontecimiento. Su característica es que no puede ser “integrada” ni a una coartada, alegato o excusa. Este desorden no pudo sintetizarse en una narrativa del sufrimiento porque no existió culpa ni responsabilidad de nadie. Pareció como una cadena de acontecimientos que originaron centenares de miles de sufrimientos gratuitos, inútiles. El desorden no asimilable se acrecentó cuando los dos bandos planteados –“crimen organizado” y Estado mexicano– parecían intercambiables, espejos unos de otros, todos sin responsables ni rostros ni juicios ni sentencias. Las víctimas absolutas ya no guardan relación con la enemistad. Son cualquiera, escogidas al azar, inocentes en su dolor. La maldad se separó así de la violencia banal –la de los animales que cazan– o de la violencia anclada en la protección de la vida de algunos. En el calderonato, se redefinió el lugar de una mayoría excluida que pasó a ser la víctima absoluta y cuyas penas jamás los convirtieron en testigos: a los que se puede matar sin cometer un crimen. Hay una diferencia abismal entre entender al Estado como protector de la libertad y presentarlo como garantía de la seguridad. Es la que existe entre ciudadanos y población. Entre la vida soberana y la biología. Una, lleva al conflicto. Otra, a seleccionar las vidas que pueden ser descartadas: las vidas singulares son arrastradas por la necesidad de la población. Un Estado –y los narcos son parte de él– que ataca la vida particular de un grupo de personas desnudas. Me refiero con el término desnudez a la condición de esos mexicanos que no son ciudadanos ni propietarios ni siquiera visibles. Son los atacados, torturados y desaparecidos de las historias como las de Coahuila. La reducción de los mexicanos a estadística, tendencia, producto interno, equivale a descartarlos como parte de “la protección de la vida”. Sus vidas no son. Si comparamos la maldad metafísica de Dostoievsky con la del dispositivo disciplinario de 12 años de matanzas irreductibles, lo que ha desaparecido es el sentido del dolor. Cuando un Estado planifica un exterminio que no tenga mayor significado que reafirmar su potencia, se desvincula de cualquier argumento moral y político. Las víctimas absolutas de estos años están desnudas, carecen de significado humano. Son portadoras de una biología pero ya no de una subjetividad. Por ello no es exagerado comparar estos crímenes de lesa humanidad de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto con los ocurridos en la Alemania nazi que dieron origen al término jurídico y moral acuñado en 1944 por Raphael Lemkin. Leamos su descripción hoy junto a la del informe a la Corte Penal Internacional: Se inicia con una reducción de las libertades. Se procede a desarraigar a los individuos del fluir de sus relaciones significativas y se les asigna una identidad de cosas. La percepción de parte del resto de la población de que son infrahumanos, impuros, contagiosos, facilitará el deslizamiento progresivo de las personas hacia una masacre. O sea, desempeñará una suerte de función adaptativa que, por un lado, sirve para suspender la reacción emotiva de los ejecutores y, por el otro, legitima como práctica necesaria la masacre en masa de los cuerpos. De la Zeta a la A: de ejercer la maldad como atributo de la libertad infinita a accionarla como un instrumento del descarte. En medio estamos todos los que seguimos vivos, en la estupefacción de una cadena de simples acontecimientos. Esta columna se publicó el 12 de noviembre de 2017 en la edición 2141 de la revista Proceso.

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