Cuando la Revolución de Fidel estuvo en peligro

domingo, 31 de diciembre de 2017 · 09:54
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Un empresario argentino, banquero de los Montoneros, “muere” en un sospechoso accidente de aviación; un santero cubano encabeza una banda de narcosatánicos que opera –con complicidad oficial– en Tamaulipas; la CIA lanza la operación Greyhound para desprestigiar a la Revolución Cubana; importantes funcionarios del gobierno de Fidel Castro se involucran en el narcotráfico… A partir de hechos ciertos, el escritor y periodista Miguel Bonasso escribe un trepidante thriller donde lo real y lo ficticio se entretejen para explicar misterios que la historia dejó regados en el camino; lo hace en su más reciente novela, El hombre que sabía morir (Grijalbo, 2017), de la cual se reproducen algunos fragmentos. Salieron del elevador en el séptimo piso del edificio principal de la CIA en Langley y no les hizo falta el llamado de atención del cartelón a dos hojas abierto en el suelo de mármol: WARNING You are entering a Government security zone Area under constant surveillance El despacho del director de la CIA estaba a pocos pasos de allí. La propia secretaria del director los condujo unos metros hasta la sala de juntas elegida para analizar una operación ultrasecreta contra Cuba, que venía impulsando con gran ahínco el teniente coronel Bernard Walters. En la entrada del salón los esperaba Walters, que fue estrechando la mano a cada uno de los participantes. El único conocido públicamente era Johannes Van Krab, comisionado de Aduanas de los Estados Unidos, un político ultraconservador y furibundamente anticastrista. Lo acompañaba Steve Carson, un agente del Servicio de Aduanas con antecedentes penales que había logrado ocultar cuando se incorporó a la Agencia. Carson era el autor intelectual de la iniciativa que iba a discutirse. El tercer y último participante era Mark Kirkland, de la DEA, un agente joven, temerario y empecinado. El teniente coronel Walters, “Popeye”, como lo llamaban a sus espaldas los hombres que lo iban saludando, retuvo con cordialidad impostada la mano del chico Kirkland. Hubiera querido fracturársela. No tenía ganas de que la DEA participara en la Operación Greyhound, estaba seguro de que no les gustaba nada y acabarían por sabotearla. Detestaba además a la agencia antidrogas porque les había estropeado excelentes negocios de narcotráfico tanto en el Sudeste Asiático como en Centroamérica. “Nos joden los negocios a nosotros para hacerlos ellos”, solía decir ante los íntimos y en algunos momentos de franqueza alcohólica. Mientras los recién llegados iban tomando ubicación en una larga mesa ovalada, entró en el salón un nuevo personaje maduro, delgado y alto, muy bien trajeado, con la apariencia de CEO corporativo más que de espía. Popeye lo saludó con un familiar “Bill” pero se notó que estaba bastante debajo de él en la jerarquía. Bill le devolvió el saludo secamente y se presentó a los invitados con una breve inclinación de cabeza, para tomar asiento en el extremo de la mesa ovalada. Como lo sospechó rápidamente Van Krab, el elegante, debía ser el jefe o un miembro prominente de la SAD (Special Activities Division), una CIA ultrasecreta dentro de la CIA oficial, encargada de llevar a cabo actividades militares en las que el gobierno de los Estados Unidos no quiere quedar implicado. Con un leve gesto apenas perceptible, indicó al teniente coronel retirado Bernard Walters que iniciara su exposición. Popeye asintió en silencio y tomó el puntero para destacar los datos más importantes de la presentación que se hacía con una innovación tecnológica: el Power Point. Con ella iba a ilustrar su conferencia, donde no sólo pretendía probar que Cuba se había involucrado en el narcotráfico en relación con el Cartel de Medellín, liderado por Pablo Escobar Gaviria, sino proponer una ambiciosa operación de propaganda negra que iba a desprestigiar al castrismo y al propio Castro, generando el clima propicio para eventualmente invadir la Isla y derrocar al gobierno comunista. La Operación Greyhound. Pronto aparecieron en pantalla algunos organigramas con los re­tratos de los distintos responsables de área. Especialmente CIMEX, que era la empresa oficial cubana para manejar exportaciones e importaciones y tenía un departamento secreto llamado MC (Moneda Convertible) que, según el expositor, vivamente apoyado desde su butaca por Van Krab, “servía para todo tipo de sucio contrabando destinado a burlar el bloqueo norteamericano y perjudicar a Estados Unidos”. De todos los funcionarios había fotografías, excepto una silueta negra debajo de la cual podía leerse “Wilson Gamonal­Uruguayan entrepreneur. Castro’s Special Advisor”. Al frente de MC figuraba el teniente coronel Tony de la Guardia, un hombre de acción que había operado –entre otros frentes subversivos– en Nicaragua y en Angola, donde estaban destinados su hermano gemelo, el general Patricio de la Guardia y el general de ejército Arnaldo Ochoa, condecorado por los comunistas como Héroe de la Revolución. Tony aparecía en la foto de civil, con jeans importados y una camisa a cuadros, durante uno de sus viajes a Estados Unidos donde, enfatizó Popeye, tenía contactos hasta con agentes del FBI. Una película superocho, transferida a video, mostraba a los hermanos De la Guardia corriendo una regata en Cuba y recibiendo el premio de manos de un Castro joven. –En esa regata de comienzos de los sesenta los conoció Fidel y aunque eran chicos de familias bien que habían estudiado en Estados Unidos los convirtió en hombres de confianza –dijo Popeye, agregando–: Tony tiene a su cargo las Tropas Especiales del Ministerio del Interior, que son la guardia pretoriana del dictador. Las SS de Castro. Es más, el jefe formal de Tropas es el ministro del Interior, el general José Abrantes, que también fue jefe de la custodia personal del barbudo. Tras la foto de Abrantes vino una serie de imágenes que parecían de un promocional publicitario sobre Cuba: las mulatas del Tropicana, las mesas bien surtidas del restaurante Tocororo y una larga serie de cubanas curvilíneas que, según Popeye, eran amantes de Tony. –Lindos comunistas… –gruñó Van Krab desde su asiento–. Viven como burgueses. –No tienen mal gusto –dijo Steve Carson, aludiendo a las presuntas novias del jefe del Departamento MC. –Pero, ¿encontraron pruebas contra Castro? –interrumpió Van Krab. –A eso voy, a eso voy… –contestó Popeye con una sonrisa meliflua. Bill permanecía inexpresivo, sin delatar ninguna emoción, aunque un observador agudo hubiera podido arriesgar que la idea no lo entusiasmaba. –Espere, comisionado, espere que falta lo mejor –le dijo Popeye al hombre que manejaba las aduanas en el gobierno de George Herbert Walker Bush. En el Power Point apareció el mapa de Cuba con algunos destinos marcados con el dibujo de un avión, como el centro turístico de Varadero. Unas fotos oscuras, imprecisas, mostraban a lancheros en el mar, la descarga en un galpón de paquetes envueltos en plástico y otras tomas difusas de cajas de cigarrillos flotando entre las olas, que pretendían ilustrar lo central de la denuncia. –Como ya lo sabemos desde hace varios años, aunque el señor Castro lo niegue airado, Cuba se ha metido varias veces en operaciones de narcotráfico. Kirkland lo miró pensando: “¿Y tú no, Popeye?”. –Los cubanos más sinceros admiten en privado que “prestaron el espacio aéreo” para aviones que venían de Colombia hacia aquí, pero “jamás el territorio, porque el que lo haga se la juega con Fidel”. Pero ahora hay pruebas de que están realizando operaciones de narcotráfico en su propio territorio. Se sabe públicamente por el testimonio del tipo ese, Ruiz, que detuvieron en Panamá y está siendo juzgado en nuestro país, que los denunció con pelos y señales, y también por los lancheros. Los lancheros, la mayoría de los cuales son “gusanos”, como dicen los comunistas, en realidad son cubanos que eligieron la libertad. La mayoría son contrabandistas, es cierto, de los que persigue la gente de Van Krab, ¿no? Gente que sabe por dónde ir para eludir a nuestra Guardia Costera. Pero entre ellos hay excelentes elementos anticomunistas. Incluso gente que tenemos en nómina. Es más, le logramos infiltrar más de uno a la gente del señor La Guardia. –Ruiz y su hijo Rubén, el piloto que llevaba la droga, se jactaron de que tenían el apoyo de las altas esferas. Que se movían en el espacio aéreo cubano como peces en el agua, escoltados por los Migs. Y ya sabemos cuáles son las “altas esferas de Cuba” –interrumpió Van Krab–. Al menos sus declaraciones provocaron la furia de Castro, que se vio forzado a decirle a la NBC que la participación de Cuba era “una sarta de mentiras”. Popeye sonrió de circunstancias, impaciente por continuar. –Así es. Vamos a los datos crudos: el primer contacto de Tony de la Guardia con los narcotraficantes colombianos se produce en Panamá, a través del Departamento MC, en 1986. En abril de 1987 el avión de los Ruiz aterriza en Varadero con unas 800 libras de droga. Los cubanos embolsan 320 mil dólares. Pero hay problemas con los lancheros y la droga queda varada durante 20 días en un galpón hasta que vienen a buscarla para traerla a un lugar seguro de Florida. En mayo, segundo aterrizaje en Varadero. Otras 800 libras de coca, otros 320 mil dólares. A fines de 1987 hay dos operaciones más, que les dejan mucho más rédito a los comunistas. En 1988 otras dos del mismo rango. En los folders adjuntos tienen todas las cifras, que ya se cuentan en varios millones de dólares. Este año ocurre algo muy importante: cambia la técnica. La coca, muy bien empaquetada contra la humedad, es lanzada al mar con dispositivos lumínicos, para que las lanchas puedan localizar los paquetes a toda velocidad, embarcarlos y traerlos a Florida, convenientemente disfrazados de cigarros. Lo que llaman “bombardeo de la mercancía”. ¿Qué tal? –Excelente –acotó Van Krab, pensando que ya se acercaba el momento del happy hour y no le vendría nada mal un bourbon. –Esto se puede probar con testimonios y algunos documentos, pero no alcanza –agregó el expositor–. No alcanza para derribar al degenerado de Castro y a su hermanito. Hace falta algo mucho más pesado. Entonces se escuchó un ligero carraspeo y un movimiento de silla al fondo del salón; los presentes se volvieron hacia Bill, que acababa de levantarse y marchaba con paso firme y elegante hacia el frente del salón, para cerrar formalmente la presentación de Operación Greyhound, una propuesta audaz de “propaganda negra”. –Thanks, Bernie –musitó al llegar hasta Popeye, que se movió a un costado para dejarle el centro de la escena. –Señores: la propuesta, que deben mantener en estricto secreto, es una de las más imaginativas que se ha concebido hasta ahora para desprestigiar a Castro y a su régimen, basándonos, como en las artes marciales, en sus propias debilidades. Ustedes ya conocen aspectos tácticos en los que han trabajado en sus respectivas jurisdicciones, pero yo les voy a dar ahora, bajo recomendación de estricto secreto, el documento marco con la propuesta estratégica, tanto en lo político como en lo militar, y algunos detalles imprescindibles del diseño operativo. Tomó un sorbo de agua y revisó rápidamente unos apuntes. No se oía volar una mosca. –El Departamento de Aduanas ha preparado un magnífico informe –dijo mirando a su autor Steve Carson– que contiene datos presuntamente “sensibles” para la seguridad de Estados Unidos que un supuesto traidor nuestro, “sobornado” por los narcos, entregará en propias manos al ministro del Interior de Cuba, José Abrantes, jefe y presunto cómplice del teniente coronel Tony de la Guardia, en un encuentro muy poético: en alta mar. Exactamente en la línea de demarcación entre la jurisdicción cubana y nuestras aguas. Como no sólo de información viven los ministros del Interior, el presunto traidor le entregará en el mismo acto dos toneladas de cocaína, por un valor total de 1 millón 600 mil dólares, algo que ese señor no debe haber visto nunca en su vida. Cuando estén brindando por el acuerdo alcanzado irrumpirá un grupo comando que procederá a la detención de Abrantes para traerlo a Estados Unidos, juzgarlo y condenarlo como narco. –Pero Abrantes vendrá con una fuerte escolta –balbuceó el joven agente de la DEA. –Vamos a estar bien equipados para atenderlos –respondió fríamente Bill–. Nuestro equipo, al que esperamos que se sume la DIA [Agencia de Inteligencia de la Defensa], coordinará esfuerzos con la Armada y la Fuerza Aérea para el caso hipotético de que llegara a producirse un combate en alta mar con los barcos de guerra que escolten al señor Abrantes. En cualquier caso tenemos previsto un comando SEAL, un escuadrón de aviones de combate F­16, un avión de reconocimiento E­3 AWACS, un destructor Spruance y un submarino atómico. ¿Suficiente? Van Krab levantó la mano para preguntar formalmente: –¿El Departamento de Estado está informado? Bill evitó dejar un registro grabado y se limitó a negar con su elegante cabeza de cabellos blancos y ondulados. Van Krab rio hasta encallar en un acceso de tos. –Muy bien –aprobó entre gargajeos–. Porque si les avisamos van a intentar impedirla por todos los medios. El joven Kirkland lanzó otra pregunta decisiva: –¿Tenemos al hombre que tratará de seducir y arrastrar a la emboscada al ministro Abrantes? Bill dirigió una rápida mirada a Popeye para indicarle que era a él a quien correspondía contestar. –Por supuesto, hijo, no vamos a mover todo ese aparato que detalló Bill si no tenemos al hombre –gruñó Walters. –¿Y cómo sabemos que no nos va a traicionar, que va a cumplir lo prometido? Popeye exhibió sus dientes como granos de maíz con la sonrisa sobradora del que se las sabe todas y fue indiscreto al imitar al Padrino Vito Corleone: –Estamos por hacerle una oferta que no está en condiciones de rechazar. u u u –Ven para acá –ordenó el Comandante. –A la orden –contestó el general Abrantes, aterrado por la falta que había cometido. Fidel, como solía, le había dado una primera chance y él la había desaprovechado. ¿Qué ocurriría ahora? ¿Qué podía decirle? Conocía tanto al Jefe que podía leer la cólera reprimida en el ritmo, en las pausas de su hablar, en el silabeo acentuado. Un par de semanas antes, el Jefe le había pasado un vasto dossier­ ultrasecreto rotulado “Operaciones de narcotráfico en territorio cubano”. El documento más destacado era la transcripción del informe verbal que el “financista uruguayo” le había brindado al Comandante en Jefe antes de partir a México. Allí se registraban vuelos de Colombia a Varadero y “bombardeos” en el mar de paquetes que contenían cocaína, así como la responsabilidad determinante que tenían en esos hechos cuadros superiores de Tropas Especiales. Reportes de otras fuentes confirmaban el peligro: el informe de un chino que simulaba trabajar para la DEA pero era –en realidad– un topo cubano. Documentos confidenciales de la CIA y otras agencias enemigas sobre el tráfico de estupefacientes en la Isla, que dejaban traslucir su voluntad de hacer responsables de los mismos al gobierno cubano y al propio Fidel Castro. –Investiguen esto a fondo. –Claro, pero déjeme decirle, Comandante, con todo respeto, que hay mucho de acción psicológica para hacernos desconfiar de cuadros jugados y leales. –Sí, ya sé de quién hablas –respondió el Jefe con un tono de fastidio que Abrantes le conocía muy bien. “Tal vez fui muy lejos”, se dijo. “Tal vez se molestó porque defendí a Tony y a los otros compañeros”. –Está bien –concedió Fidel, pero agregó–: Yo sé que hay mucha basura inventada en Miami, pero igual investiga. Le irritaba profundamente que Abrantes creyera que Tony de la Guardia o el Guatón Mariño eran la versión socialista y tropical de George Soros o Bill Gates. Poco después de aquella entrevista, Castro mandó a buscar al exguerrillero colombiano Antonio Navarro Wolf, que pocos años antes había perdido una pierna por un bombazo del ejército y pudo volver a caminar gracias a un eficaz reemplazo ortopédico que le colocaron los cubanos. Navarro, que había dejado la guerrilla para dedicarse a la política “burguesa” con gran éxito, no podía negarle nada a sus benefactores: viajó a la Isla y aunque no pudo entrevistarse con Fidel, atrapado por otras tareas, habló ante un grabador monitoreado por Abrantes sobre los nexos entre Pablo Escobar y cuadros centrales del Ministerio del Interior de Cuba.El ministro del Interior, movido tal vez por una concepción extrema de la lealtad hacia los amigos, protegió a sus “socios” De la Guardia y Padrón y “olvidó” enviar la grabación al Jefe, que también podía contarse entre sus “amigos”. Los olvidos en tales menesteres suelen resultar fatales: en una de las reuniones cotidianas que se realizaban en la sede de las Fuerzas Armadas, conducidas por su hermano Raúl, Fidel se encontró con un joven de Tropas Especiales que había atendido a Navarro Wolf en su visita a Cuba y había participado en la grabación de su informe al gobierno cubano. –Oye, ven pa’ acá –le soltó a boca de jarro–. ¿Tú escuchaste lo que dijo Navarro sobre Escobar y compañeros tuyos de Tropas? Con toda naturalidad, el joven repreguntó si no le habían hecho llegar copia de ese informe. El líder lo sorprendió, admitiendo que no había recibido nada y preguntándole si conservaría una copia. –Claro que sí, Comandante, la tengo en la computadora, voy ya mismo a mi oficina y se la envío –contestó azorado, como si el olvido del ministro fuera su culpa. La grabación enterraba para siempre a los responsables del Departamento MC. Lo que más enfureció a Castro, fue que Abrantes –cuando conducía la custodia personal– lo consultaba hasta para ir al baño y le mostraba hasta el más insignificante papelucho que llegaba a la oficina. Ahora, en cambio, había guardado un ominoso silencio sobre un tema putrefacto y venenoso que ya olfateaban con deleite los buitres de Miami. El despacho estaba en penumbra, Fidel revisaba los papeles de una carpeta, sobre su escritorio. Ni lo miró ni lo saludó. Abrantes, lívido, apenas atinó a musitar: –Permiso, Comandante. –Pasa y siéntate –ordenó Fidel, mirando los papeles. El ministro se posó ligeramente sobre el borde de una silla, como un intruso que no quiere molestar. Un manotazo feroz del Jefe ex­ trajo unos papeles de la carpeta y los enarboló frente a su nariz: –Oye, Abrantes, aquí está el informe de lo que dijo Navarro Wolf. ¿Tú lo leíste? ¿Tú tienes copia? Te repito: ¿tú tienes copia? Sostenía el voluminoso informe con la mano izquierda a escasos centímetros de la nariz de Abrantes. –Dime, Abrantes, ¿tú no tienes copia? –Aquí no, Comandante, en el ministerio ha de estar. –Pues, pídela, chico, pídela ya mismo que te la traigan aquí. Aliviado de alejarse unos metros, el ministro caminó hasta la secretaría privada del Comandante para pedirle a su secretaria que le enviara una copia de algo que ya no existía, que tal vez no había existido nunca. Cuando quedó claro que no había copia en el Ministerio del Interior, Fidel lo urgió: –Pues, búscalas, chico, búscalas por todos lados. ¿Cómo puede ser que tú no tengas copia? El ministro del Interior, el jefe de la escolta presidencial y de las Tropas Especiales, balbuceaba como un escolar sorprendido en una vergonzosa falta de conducta. –No sé… la verdad es que… Comandante, quiero decir que me confundí, porque hubo otra grabación. O no, fue esta misma, que yo había escuchado, efectivamente, y no me pareció que tuviera trascendencia para hacérsela llegar. Fidel se rio y Abrantes tembló ante esa risa. –¿Te pareció que no tenía tras­cen­den­cia? –silabeó Fidel sonriendo y murmurando “muy bien, muy bien”, mientras recorría el despacho con nerviosas zancadas verde oliva. Y estalló: –Que el territorio cubano sea usado para el narcotráfico no tiene trascendencia, que los narcotraficantes aterricen en Varadero no tiene trascendencia, que altos funcionarios de la Seguridad se entrevisten con Pablo Escobar no tiene trascendencia. Este adelanto de libro se publicó el 24 de diciembre de 2017 en la edición 2147 de la revista Proceso.

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