'Z, la ciudad perdida”, de David Grann

jueves, 25 de enero de 2018 · 14:09
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- La fabulosa leyenda de la mítica ciudad de El Dorado en el Nuevo Mundo fascinó tanto al periodista estadunidense de la revista The New Yorker y del diario New York Times, David Grann (1967), que en el año 2005 sacó su extraordinario primer libro The Lost City of Z: A Tale of Deadly Obsession in the Amazon. Este es el volumen que aparece ahora en Literatura Random House, traducido por Nuria Salinas Villar bajo el título Z, la ciudad perdida, un bestseller catalogado por New York Times así: “Como si uno de los rudos hombres de [Joseph] Conrad se encontrara de repente atrapado en una novela de García Márquez tremendamente entretenida. Al mismo tiempo una biografía, una historia de detectives y un maravilloso relato de viajes.” En la contraportada, leemos: “Durante siglos, los europeos situaron la legendaria ciudad de El Dorado en la selva más grande y densa del mundo: la del Amazonas. “La obsesión por encontrar ese paraíso dejó la impenetrable jungla sembrada de cadáveres, lo que no fue impedimento para que, en los años veinte, el explorador británico Percy Fawcett se aventurara en ella en busca de la antigua civilización. “Después de emprender una expedición tras otra sin éxito, en 1925 desapareció sin dejar rastro. Desde entonces, cientos de hombres han muerto o han enloquecido en el intento de seguir sus huellas. “En 2005, el prestigioso periodista de la revista The New Yorker se adentró en el ‘infierno verde’ para averiguar qué habría ocurrido allí. El resultado es una reconstrucción magistral de la aventura de Percy Fawcett, un recorrido fascinante por una de las zonas más exuberantes y misteriosas del planeta, una investigación exhaustiva y absorbente que da voz a los que vieron al explorador con vida por última vez y que nos contagia su obstinación por encontrar El Dorado, ese misterio arraigado en el corazón de la selva que mató a todo aquel que soñó con verlo”. Ofrecemos a nuestros lectores el prefacio de este libro, considerado por John Grisham “una aventura fascinante, cargada de emoción y profundamente absorbente”. La cita que antecede al prefacio, tomada de Las ciudades perdidas de Italo Calvino, reza: “A veces me basta un retazo que se abre justo en medio de un pasaje incongruente, unas luces que afloran en la niebla, el diálogo de dos transeúntes que se encuentran en pleno trajín, para pensar que a partir de ahí juntaré pedazo a pedazo la ciudad perfecta […] Si te digo que la ciudad a la cual tiende mi viaje es discontinua en el espacio y en el tiempo, a veces rala, a veces densa, no creas que hay que dejar de buscarla”. Prefacio “Saqué del mapa del bolsillo trasero. Estaba mojado y arrugado; las líneas que había trazado para destacar mi ruta se habían desdibujado. Examiné detenidamente las marcas que había hecho con la esperanza de que me sacaran del Amazonas en lugar de interesarme aún más en él. La letra “Z” seguía apreciándose en el centro del mapa. Aun así, no parecía tanto una señal indicadora como una mofa, un testimonio más de mi locura. Siempre me había considerado un reportero con una visión objetiva de los hechos que no se implicaba de forma personal en las historias que narraba. Mientras que a otros a menudo parece sucumbir a sus sueños y obsesiones descabellados, yo intentaba ser un testigo imparcial. Y me había convencido de que esa era la razón por la que había recorrido más de dieciséis mil kilómetros, desde Nueva York, pasando por Londres, hasta el río Xingu, uno de los afluentes más largos del Amazonas, por la que había dedicado meses a estudiar centenares de páginas de diarios y cartas de la época victoriana, y por la que había dejado a mi esposa y a mi hijo de un año y había contratado un seguro de vida adicional. Me dije que tan sólo había ido a documentarme sobre cómo generaciones de científicos y aventureros se obsesionaron hasta morir en el intento con resolver lo que con frecuencia se ha llamado “el mayor misterio de la exploración del siglo XX”: el paradero de la ciudad perdida de Z. Se creía que esta ciudad ancestral, con su red de caminos, puentes y templos, estaba oculta en el Amazonas, la selva más grande del mundo. En una era de aviones y satélites, la región sigue siendo uno de los últimos espacios sin cartografiar del planeta. A lo largo de centenares de años ha obsesionado a geógrafos, arqueólogos, fundadores de imperios, cazadores de tesoros y filósofos. Cuando los europeos llegaron por primera vez a Sudamérica, en los albores del siglo XVI, tenían la certeza de que la selva albergaba el fastuoso reino de El Dorado. Miles de personas murieron durante la búsqueda. En tiempos más recientes, muchos científicos han decidido que una civilización tan compleja no pudo haber surgido en un entorno tan hostil, donde la tierra es demasiado pobre para cultivos, los mosquitos son portadores de enfermedades letales y los depredadores acechan bajo la espesura de los árboles. Por lo general, la región se ha considerado una selva primigenia, un lugar en el que, como dijo Thomas Hobbes al describir el estado de la naturaleza, “no hay Artes, no han Letras, no hay Sociedad y, lo peor de todo, existe un temor constante y el peligro de sufrir una muerte violenta”. (1) Las condiciones despiadadas del Amazonas han alimentado una de las teorías más extendidas sobre el desarrollo humano: el determinismo ambiental. Según esta teoría, aunque algunos de los primeros seres humanos hubieran conseguido subsistir en las condiciones ambientales más duras del planeta, difícilmente habrían evolucionado, salvo unas pocas tribus primitivas. La sociedad, en otras palabras, es prisionera de la geografía. De modo que si Z fuera hallada en un entorno en apariencia tan inhabitable, probablemente supondría mucho más que el hallazgo de un tesoro dorado, mucho más que una curiosidad intelectual: tal como declaró un periódico en 1925, supondría “escribir un nuevo capítulo de la historia de la humanidad”. (2) Durante casi un siglo, numerosos exploradores han sacrificado incluso su vida para encontrar la Ciudad de Z. La búsqueda de esta civilización, y de los incontables hombres que desaparecieron en el intento, ha eclipsado las novelas épicas de Arthur Conan Doyle y H. Rider Haagard, quienes también se sintieron atraídos por la búsqueda de Z en la vida real. En ocasiones tuve que recordarme que todo lo relacionado con esta historia era verídico: una estrella de cine había sido realmente secuestrada por los indígenas; se habían hallado tribus caníbales, restos de civilizaciones antiguas, mapas secretos y espías; exploradores que habían muerto de hambre, o debido a enfermedades, a ataques de animales salvajes o a heridas producidas por flechas envenenadas. El concepto que se había tenido de las Américas antes de que Cristóbal Colón desembarcara en el Nuevo Mundo se encontraba a medio camino entre la aventura y la muerte. En aquel momento, mientras examinaba mi maltrecho mapa, nada de eso importaba. Alcé la mirada hacia la maraña de árboles, lianas y enredaderas que me rodeaban y hacia las moscas y los mosquitos que me dejaban regueros de sangre en la piel. Había perdido la guía. No me quedaba comida ni agua. Guardé mi mapa en el bolsillo y seguí caminando hacia delante, intentando encontrar la salida mientras las ramas me azotaban la cara. Entonces vi que algo se movía entre los árboles. --¡Quién anda ahí? --grité. No hubo respuesta. Una silueta revoloteó entre las ramas, y después otra. Se acercaba, y por primera vez me pregunté: “¿Qué demonios estoy haciendo aquí?” (1) Hobbes. Leviathan, p. 186. (2) Los Angeles Times, 28 de enero de 1925.

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